Tanto Israel como Irán tendrán que adaptarse a la actual dinámica en Oriente Medio: la vuelta del predominio suní en la región.

Clérigo suní presente en las protestas contra el régimen sirio de Al Assad, en Líbano. AFP/Getty Images

La crisis en torno al programa nuclear iraní acapara gran parte de los titulares sobre Oriente Medio y se considera que tiene una importancia fundamental para Israel y, por tanto, para Estados Unidos. Sin embargo, a pesar de toda su importancia y de toda la atención que le presta Tel Aviv, en los últimos tiempos ha quedado empequeñecida por los cambios de paradigma en el mundo árabe. El nuevo contexto político es el factor que va a definir la región y sus futuras configuraciones; la lucha entre Irán e Israel es un último recordatorio desesperado de una era que está quedando atrás.

Hasta las revoluciones árabes de 2011, las ambiciones regionales de Irán -a través de su poderoso aliado Hezbolá- y su apoyo económico y militar a ciertos grupos de la región lo habían convertido en una potencia crucial y en ascenso, un rival de Israel y una amenaza contra los intereses de EE.UU. en el Golfo. Varios países mayoritariamente suníes, en especial Arabia Saudí, estaban paralizados ante lo que significaba que se estableciera una hegemonía chií. La fase final y más aterradora de esta dinámica era la cuestión nuclear: la herramienta suprema de Teherán para asegurarse el liderazgo, envenenada con los oscuros tintes del enfrentamiento con Tel Aviv. Durante casi 10 años, este arco -Israel y EE UU, con sus silenciosos aliados suníes, contra Irán, Siria y Hezbolá- centró la atención de todos los actores regionales y definió las ambiciones, las amenazas y las contraamenazas. Por su parte, el Gobierno israelí tenía así un enemigo claramente definido y con una presencia muy conveniente, una mezcla de fantasía apocalíptica y amenaza real, y otra confirmación más del trágico destino judío.

Todo eso cambió con las sucesivas revoluciones árabes. Al derrocar a Mubarak con rapidez y por medios pacíficos, el tendero egipcio de Tahrir demostró ser más poderoso que Hezbolá, con toda su retórica y sus cohetes, porque fue capaz de trastocar viejos órdenes y producir un cambio radical. De pronto, la mayoría del mundo árabe, indiscutiblemente suní, había vuelto a aparecer en los libros de historia, y surgió un enorme signo de interrogación junto a la dinámica chiíes -Israel que tanto poder había parecido tener en la región. Se puso en tela de juicio incluso el ascenso más reciente de Turquía como gigante económico y diplomático; en el mejor de los casos, Ankara se aliaría con el nuevo movimiento árabe y sería una simple pieza de todo un nuevo panorama. Al ser un país suní con una democracia activa y gobernada por islamistas, parecería el modelo del Oriente Medio postrevolucionario. Pero Turquía no es un país árabe. Sus credenciales islamistas servirán solo hasta cierto punto cuando la nueva dinámica político-cultural árabe empiece a hacer pleno efecto, en árabe.

Lo que más afectó a la vieja dinámica ha sido la revolución en Siria, con la desintegración actual del régimen alauí y del país como nación-Estado y potencia regional. La transformación era casi completa, los viejos parámetros habían cambiado y la nueva dinámica representaba, de una u otra forma, a la gran mayoría del mundo árabe, los suníes. Los protagonistas de la lucha Israel-Irán se quedaron en una posición poco habitual: su conflicto era una cosa del pasado, no del futuro, pero eso no significaba que no fueran a librar una última batalla.

La reacción de los iraníes consistió en mantenerse firmes. Continuaron con su programa nuclear, siguieron apoyando a Al Asad, pero también se prepararon para el futuro. A pesar de unos primeros intentos fallidos de equiparar las revoluciones árabes con la revolución islámica de Irán, comprendieron la nueva realidad y vieron que tendrían que adaptarse a ella. La realpolitik exigía limitar las aspiraciones a lo posible, y era fundamental tener tiempo y paciencia para absorber los nuevos retos y oportunidades que todo ello suponía para Irán, todavía una nación poderosa en Oriente Medio.

Por su parte, Israel, después de haber perdido a su fiel aliado, el Egipto de Mubarak, y verse rodeado de incógnitas, se sintió en cierto modo paralizado por el miedo. Igual que su archienemigo, se instaló en una espera inevitable frente a los árabes. Ahora bien, la cuestión iraní no podía esperar. Había asuntos sin resolver; el peligro de un Irán nuclear seguía siendo demasiado grave para que Tel Aviv pudiera tolerarlo y, a diferencia de lo que ocurría con los Estados árabes en transformación, en ese caso, por lo menos, era fácil identificar un enemigo claro e inminente. Ambos se encontraron con que les habían segado la hierba geopolítica bajo los pies, y necesitaban mirarse uno a otro para tener destellos de nostálgica claridad. El conflicto Israel-Irán se volvió muy cómodo, sobre todo para el primero. Como mínimo, la lucha continua le daba la oportunidad, in extremis, de reafirmar su poder militar delante de todos, en especial delante de los recién llegados al mundo árabe. Y a los iraníes les permitía volver a ser las víctimas y la vanguardia del antiimperialismo en caso de que les atacasen.

Es decir, era un difícil equilibrio contrarreloj entre el deseo de Israel de prevenir la bomba de Irán y el calibrado juego iraní de tratar de conservar cierta preeminencia regional, mientras los estadounidenses intentaban manejar a ambos con escasos resultados. El componente psicológico de iraníes e israelíes es una fuerza mucho más poderosa y enrevesada, en el plano diplomático y político, que nada de lo que la superpotencia en declive pueda reunir. Las negociaciones con Teherán se prolongaban y los preparativos de guerra también, sin que se viera ninguna meta clara. El mundo observaba, confuso, asustado y sin saber qué hacer. Mientras tanto, los árabes también miraban. Algunos combatieron al aliado iraní, Siria, con un fervor ilimitado, otros se dedicaron a deshacerse de líderes y sistemas corruptos, o a diseñar nuevos sistemas políticos. Nadie sentía aprecio por el enemigo sionista, pero Israel tenía que esperar.

La realidad es que Oriente Medio y el mundo árabe están en pleno proceso de regresar a un tradicional predominio suní y que la dinámica política más importante será la que se desarrolle entre suníes e islamistas; otros grupos y minorías pasarán a segundo plano. Lo más probable es que este proceso dure decenios, mientras los procesos desencadenados maduran, rivalizan unos con otros y compiten para controlar la región. En este contexto es en el que debemos analizar la lucha Israel-Irán, un conflicto del pasado, de la primera década del siglo XXI, mientras que la segunda y las sucesivas estarán determinadas por una situación en la que los islamistas, Egipto, Arabia Saudí y tal vez Turquía tendrán un papel mucho mayor a la hora de decidir el futuro de las tierras que van de Rabat a Bagdad.

¿Qué significa para los dos Estados no árabes que en otro tiempo dominaban la región? La lucha fundamental que tendrá que librar Israel será contra sus vecinos suníes, no contra un Irán chií y distante ni contra su representante más cercano, Líbano. Esa nueva lucha no tiene por qué suponer una guerra, pero eso dependerá de cómo juegue Israel sus bazas y cómo conciba su posición en una región renovada. Por su parte, el Gobierno iraní tendrá que adaptarse al ascenso de los árabes. Tendrá unas esferas claras de influencia, en Irak, en el Golfo, en cierto sentido, pero su hegemonía regional es cosa del pasado.

Si hubiera en un futuro próximo una guerra entre Irán e Israel, o incluso entre Estados Unidos e Irán, todas las piezas que componen el tablero saltarían por los aires. Nadie sabe las repercusiones y consecuencias de semejante conflicto, pero el tablero en el que caerían las piezas seguiría siendo el mismo. Las reacciones más importantes ante ese acontecimiento serían las del mundo árabe suní, los nuevos dirigentes, en particular Egipto y Turquía. De hecho, aunque Teherán adquiera un arma nuclear, la siguiente pregunta crucial será si El Cairo, Riad y otros van a seguir su ejemplo.

Por mucha tensión que Israel cause en Irán y por mucha nostalgia que sienta los iraníes por su reciente edad de oro, el futuro será de la mayoría árabe que está transformando la zona, suníes y otros, y todos, tanto si hay guerras y conflictos como si no, tendrán que adaptarse a esta realidad nueva y emocionante.