Es casi el arqueólogo más famoso del mundo, con permiso de Indiana Jones. Reyes y presidentes se cuentan entre sus amigos y ha sido elegido como uno de los cien hombres más influyentes del planeta. Pero tras la imagen mediática de Zahi Hawas, responsable de las antigüedades faraónicas, se esconde, para muchos, una ambición desmedida y un intento de reescribir la egiptología en clave nacionalista. Ni una mota del polvo del desierto se mueve sin que él lo sepa.
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Embrujado por el romanticismo de una milenaria civilización que sólo entonces renacía tras siglos de abandono y olvido, Gustave Flaubert escribía a mediados del siglo XIX que Egipto era un país fascinante, pues objetos maravillosos emergían por doquier entre el polvo. Más prosaicos, los arqueólogos actuales consignan que, hasta hace bien poco, bastaba un simple taconazo en el desierto para que cualquiera pudiera desenterrar y apropiarse, casi sin control, de recuerdos y tesoros de un pasado mítico y misterioso. Durante los últimos doscientos años, primero la codicia y después la curiosidad científica han sido el motor de la egiptología, una ciencia relativamente joven que ha devuelto a la memoria –y por tanto a la vida– historias y leyendas de faraones asesinados, maldiciones eternas, momias perdidas, tumbas expoliadas y robos fabulosos. Científicos y buscadores de sombras, amantes de otros mundos y estudiosos apasionados, turistas, guías, viajeros, aventureros y pícaros se han confundido en un universo ácrata de tierra removida. Desde 2002, ni una mota se mueve ya sin el permiso de un hombre apasionado y vital, dueño de una ambición desmesurada y ademanes de autócrata, que se precia de conocer el susurro de la arena y es capaz de declarar, sin atisbo de rubor alguno, que “si Egipto no hubiera existido, tendría que haberse creado para mí”.
Zahi Hawas, nacido en el delta del Nilo en 1949, es un hombre de acción, autoritario, brioso y narcisista, al que le gusta coleccionar alabanzas y procura silenciar las críticas. Sus admiradores son legión en todos los rincones del mundo. Desde reyes a presidentes de gobierno, ministros, investigadores y ciudadanos de a pie. Pero también lo son sus detractores, en su mayoría egiptólogos, arqueólogos y periodistas, que apenas se atreven a deslizar algún reproche a sus estrictos métodos por miedo al ostracismo. El actual secretario general del que fuera Servicio de Antigüedades egipcio es, sobre todo, un personaje controvertido, un arqueólogo con pinta de político y dotes de feriante. Quizá mejor escritor que científico, en apenas seis años ha puesto firme un patio difícil, ha alcanzado celebridad mundial y ha transformado los vestigios de Egipto en un coto privado que administra con puño de hierro, casi a imagen y semejanza del presidente del país, Hosni Mubarak. “Si quiere ser ministro, no dude, lo será. En cualquier caso, parece que ya actúa como tal”, argumenta un conocido periodista egipcio en relación al rumor que le sitúa, en un futuro ...
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