China e India codician las vastas riquezas naturales de Birmania. ¿Pero pagará el precio el pueblo birmano, o será posible que este atrasado país del sureste asiático entre, por fin, en el siglo XXI?

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Cuando la geografía cambia –como cuando el Canal de Suez unió Europa con el océano Índico, o cuando el ferrocarril transformó el Oeste norteamericano y el Este ruso–, desaparecen los viejos modelos de contacto y aparecen otros nuevos, que convierten a desconocidos en vecinos y transforman lugares atrasados en zonas de nueva importancia estratégica. Grupos enteros comienzan el declive o desaparecen; otros aumentan de importancia.

Durante los próximos años, la geografía de Asia va a experimentar una reorientación importante, que unirá China e India más que nunca a través de una frontera, en otro tiempo extensa y olvidada, que recorre más de 1.500 kilómetros, desde Kolkata hasta la cuenca del río Yangtsé. Y es posible que Birmania, que para los círculos políticos occidentales es, desde hace mucho tiempo, poco más que un problema de derechos humanos irresoluble, se encuentre pronto en una de las encrucijadas más nuevas e importantes del mundo desde el punto de vista estratégico. Varios proyectos gigantescos de infraestructuras están domesticando un paisaje inhóspito. Y sobre todo, Birmania y las zonas adyacentes, que siempre han servido de muro entre las dos antiguas civilizaciones, están alcanzando momentos trascendentales en lo demográfico, lo ambiental y lo político. Las viejas barreras están cayendo y el mapa de Asia se transforma.

Durante milenios, India y China han estado separadas por una jungla casi impenetrable, llena de malaria letal y animales feroces, y por el Himalaya y los altos páramos de la meseta tibetana. Se desarrollaron como dos civilizaciones completamente diferentes en raza, lengua y costumbres. Para llegar a India desde China o viceversa, los monjes, misioneros, mercaderes y diplomáticos tenían que recorrer, a caballo y en camello, miles de kilómetros a través de los oasis y los desiertos de Asia Central y Afganistán, o ir en barco por la Bahía de Bengala y a través del Estrecho de Malaca hasta el Mar del Sur de China.

Pero, a medida que el poder económico mundial se traslada a Oriente, la configuración de la región también está cambiando. La última gran frontera de continente está desapareciendo, y Asia estará pronto más conectada que nunca.

En el centro de los cambios está Birmania. No es un país pequeño; es tan grande como Francia y Gran Bretaña juntas, pero su población, 60 millones, no es nada en comparación con los 2.500 millones de habitantes que suman sus dos enormes vecinos. Es el eslabón perdido entre China e India.

Se trata de un nexo impensable en el siglo XXI. Birmania es uno de los países más pobres del mundo, arruinado por una serie de conflictos armados aparentemente interminables, y gobernado, desde hace casi cinco décadas, por un régimen militar tras otro. En 1988, tras la brutal represión de un levantamiento en favor de la democracia, asumió el poder una nueva Junta que acordó un alto el fuego con los rebeldes comunistas y étnicos y se mostró dispuesta a terminar con años de aislamiento autoimpuesto. Pero sus políticas represivas pronto derivaron en sanciones de Occidente, y eso, junto con la corrupción sin fin y la constante mala gestión, hizo que cualquier esperanza de mejora económica se fuera enseguida al traste.

A mediados de los 90 se asentó la imagen de Birmania en Occidente: un lugar atrasado, brutal y arruinado, feudo de juntas y señores de la droga, así como territorio de valientes activistas a favor de  la democracia, encabezados por Aung San Suu Kyi. Un lugar que merecía la atención humanitaria, pero que no tenía nada que ver con la historia más general del ascenso de Asia. Pekín, en cambio, tenía otra visión de la situación. Donde Occidente veía un problema para el que solo ofrecía buenas palabras y algo de ayuda, China reconoció una oportunidad y empezó a cambiar las cosas sobre el terreno.

A mediados de los 90, el Imperio del Centro empezó a desvelar planes para unir su interior con las costas del Océano Índico. A mediados de la pasada década, dichas ideas comenzaron a hacerse realidad. Están surgiendo nuevas carreteras que atraviesan las montañas de Birmania y enlazan el interior de China directamente con India y las cálidas aguas de la Bahía de Bengala. Una de las carreteras llevará a un nuevo puerto de miles de millones de dólares, que facilitará la exportación de bienes de las provincias occidentales chinas y la importación de petróleo africano y del Golfo Pérsico, un crudo que se transportará mediante un nuevo oleoducto de 1.500 kilómetros a las refinerías en la provincia de Yunán, hasta ahora carente de acceso directo al mar. Otro conducto paralelo llevará el gas natural recién encontrado frente a las costas de Birmania para iluminar las ciudades de Kunming y Chongqing, en plena expansión. Y se van a invertir más de 20.000 millones de dólares (unos 14.600 millones de euros) en un ferrocarril de alta velocidad. Pronto, un trayecto que antes duraba meses se hará en menos de un día. En 2016, han declarado los planificadores chinos, será posible viajar en tren desde Rangún hasta Pekín, dentro de una gran ruta que, según dicen, se extenderá un día hasta Delhi y, desde allí, hasta Europa.

Birmania podría convertirse en la California de China. Las autoridades chinas llevan mucho tiempo molestas por la tremenda diferencia de rentas entre las prósperas ciudades y provincias de su parte oriental y las zonas pobres y atrasadas de la zona occidental. Lo que le falta al gigante asiático es otra costa que proporcione a su remoto interior una salida al mar y a sus mercados, cada vez mayores, de todo el mundo. Los teóricos chinos han escrito sobre una política de “Dos océanos”. El primero es el Pacífico. El segundo sería el Índico. En esta visión, Birmania sería un nuevo puente hacia la Bahía de Bengala y los mares de más allá.

Las autoridades de Pekín también han escrito sobre su “dilema de Malaca”. China depende enormemente del petróleo extranjero, y aproximadamente el 80% de ese oro negro pasa hoy por el Estrecho de Malaca, cerca de Singapur, una de las rutas navieras más ajetreadas del mundo y que no tiene más que 2,7 kilómetros en su punto más estrecho. Para los estrategas chinos, el estrecho es un cuello de botella natural en el que futuros enemigos podrían cortarle el suministro de energía. Es preciso encontrar una ruta alternativa. También aquí sería ventajoso el acceso a través de Birmania, porque disminuiría la dependencia del Estrecho y, al mismo tiempo, acortaría muchísimo la distancia entre las fábricas chinas y los mercados en Europa y en torno al Océano Índico. El hecho de que la propia Birmania sea rica en las materias primas necesarias para alimentar el desarrollo industrial del suroeste del Imperio del Centro es otra ventaja añadida.

Por su parte, India tiene sus propias ambiciones. Con la política de “mirar al Este”, los sucesivos gobiernos indios desde 1990 han intentado revivir y fortalecer sus vínculos tradicionales con el Lejano Oriente, por mar y por tierra, a través de Birmania, con nuevas conexiones que cruzan montañas y junglas antes inexpugnables. Justo al norte de donde China está construyendo su oleoducto, a lo largo de la costa birmana, Nueva Delhi está comenzando los trabajos para reanimar otro puerto con una carretera y un canal que lo unan a Assam y otros Estados aislados y conflictivos del nordeste de India. Existe incluso una propuesta de reabrir la Ruta Stilwell, construida por los Aliados con un coste épico durante la Segunda Guerra Mundial y después abandonada: una carretera que enlazaría el extremo oriental de India con la provincia china de Yunán. Las autoridades indias hablan de la importancia de Birmania para la seguridad y el futuro desarrollo del nordeste de su país, pero no dejan de vigilar el dinámico empuje de China a través de Birmania.

Al observar estos acontecimientos, algunos han advertido sobre la aparición de un nuevo Gran Juego que desemboque en un conflicto entre las mayores potencias emergentes del planeta. Pero otros predicen, por el contrario, la construcción de una nueva Ruta de la Seda, como la que en la Antigüedad y la Edad Media unía China y Asia Central con Europa. Es importante recordar que este cambio geográfico llega en un momento muy especial de la historia de Asia: un momento en el que hay cada vez más paz y prosperidad, después de un siglo de enorme violencia y conflictos armados y siglos de dominio colonial de Occidente. Que la opción más optimista sea la que se haga realidad no es imposible, ni mucho menos.

La generación que llega ahora a la mayoría de edad es la primera que ha crecido en una Asia postcolonial y (con algunas pequeñas excepciones) sin guerras. Es posible que nuevas rivalidades alimenten los nacionalismos del siglo XXI y acaben en un nuevo Gran Juego, pero en casi todas partes existe un gran optimismo, al menos entre las clases medias y las élites políticas: la sensación de que la historia está de parte de Asia y el deseo de centrarse en la riqueza futura, no volver a unos tiempos oscuros que acaban de dejar atrás.

Y un cruce de carreteras en Birmania no sería un simple enlace entre países. Las partes de India y China que van a unirse allí son de las más remotas que tienen dos países gigantescos, unas regiones de una diversidad étnica y lingüística sin igual, en las que la gente habla literalmente cientos de idiomas mutuamente incomprensibles, de reinos olvidados como Manipur y Dali, y de sociedades montañosas aisladas que, hasta hace poco, estaban fuera del control de Nueva Delhi y Pekín. Son asimismo unos lugares en los que las poblaciones han aumentado de forma increíble y ahora llenan paisajes de bosques muy densos y, antes, escasamente poblados. Son tierras nuevas que se encuentran con nuevos vecinos. Si la caída del Muro de Berlín reanudó contactos que sólo habían estado suspendidos durante un periodo provisional, las transformaciones actuales están permitiendo encuentros totalmente novedosos. Existe la posibilidad de crear un nudo cosmopolita en el corazón de Asia.

¿Pero verdaderamente se está creando una Ruta de la Seda contemporánea? Hasta principios de este año, era difícil ser optimistas, dado que Birmania estaba en el centro de la transformación y las noticias que procedían de allí seguían siendo muy malas. La gente corriente era tan pobre como siempre, la represión política estaba a la orden del día y los proyectos chinos en marcha parecían estar ayudando, más que nada, a alimentar la corrupción y destruir el medio ambiente. A finales del año pasado se celebraron elecciones, pero casi todo el mundo las condenó por fraudulentas. Sin embargo, durante los últimos meses, ha habido cada vez más indicios de que la situación puede mejorar.

El pasado mes de marzo, la Junta se disolvió oficialmente y entregó el poder a un gobierno casi civil encabezado por un general retirado, U Thein Sein. El presidente Thein Sein empezó muy pronto a superar las expectativas (que eran muy bajas): habló contra los sobornos, subrayó la necesidad de reconciliación política, nombró a tecnócratas y empresarios para ocupar puestos clave, invitó a los exiliados a regresar a casa, anunció nuevas conversaciones de paz con los grupos rebeldes e incluso tendió la mano a Aung San Suu Kyi, a la que poco antes habían levantado el arresto domiciliario. Se han formulado estrategias para reducir la pobreza, se han bajado los impuestos, se ha liberalizado el comercio y se han preparado numerosas leyes nuevas sobre todo tipo de asuntos, desde la reforma de la banca hasta las normas ambientales. El Parlamento, después de unos comienzos vacilantes, empezó a cobrar vida propia. Se ha relajado de forma sustancial la censura sobre los medios de comunicación, y se ha permitido a los partidos de la oposición y a las incipientes ONG birmanas cierto grado de libertad que no conocían desde hacía medio siglo.

Es una apertura frágil. El presidente parece decidido a avanzar, pero su voz no es la única que se hace oír. Hay otros exgenerales poderosos en el Parlamento y en el gabinete, y las estructuras represivas permanecen intactas. El país se halla en un punto de inflexión decisivo.

Y ahora, por primera vez, la situación política birmana tiene repercusiones más allá de sus fronteras inmediatas. Si el país desperdicia esta oportunidad para cambiar en sentido positivo, seguirá siendo quizá un lugar espantosamente gobernado, pero ya no será un sitio atrasado y aislado. Los grandes proyectos de infraestructuras seguirán adelante, así como el proceso de cambio a más largo plazo. La frontera de Asia se cerrará y el resultado será una encrucijada nueva pero peligrosa.

Ahora bien, si el país empieza a mejorar y vemos el fin de decenios de conflicto armado, el levantamiento de las sanciones occidentales, un gobierno democrático y un crecimiento económico generalizado, las consecuencias podrían ser espectaculares. El interior de China, de pronto, limitará con una democracia joven y vibrante, y el nordeste de India dejará de ser un callejón sin salida para convertirse en su puente hacia el Lejano Oriente. Lo que suceda en Birmania podría cambiar la situación de toda Asia.

 

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