Año 2025. Uno de cada tres españoles es inmigrante. Después de un crecimiento económico espectacular, la economía entra en recesión. En Madrid, el derrumbe parcial de un nuevo hotel se atribuye a la escasa destreza de los ilegales africanos. Recelosos de la mano de obra extranjera, los empresarios empiezan a discriminar: los blancos que hablan español son contratados, el resto no. Proliferan los guetos de inmigrantes sin empleo y las imágenes de los primeros disturbios salpican las televisiones. El Gobierno –con retraso– trata de integrar a los foráneos en el proceso político y concede a muchos de ellos el derecho de sufragio. Pero la estrategia fracasa. La mayoría se desentiende y no vota. Mientras, los nacionalistas catalanes y vascos expresan su rabia ante un ejecutivo que recorta su autonomía, pero mima a los extranjeros.

Nueva identidad: España ya no es blanca y católica.

Este escenario parece hoy remoto. España ha disfrutado de un saludable crecimiento económico. Pero esas riquezas ocultan fisuras en la identidad nacional. Y en una hipotética gran crisis, económica o de otro tipo, cualquier país sin un nacionalismo fuerte se desgarra con facilidad. El reto para España es evitarlo. Incluso si lo consigue, la actual identidad española estará obsoleta en 2025. ¿Y qué debería reemplazarla?

El país necesita con urgencia un nacionalismo cívico integrador, por el que la gente sea considerada española por su lealtad a las instituciones políticas y su observancia de la ley. Pero persiste un nacionalismo étnico, por el cual ser blanco y católico es el mínimo común denominador de la identidad nacional. Hasta ahora ha funcionado: catalanes y vascos reclaman a diario la independencia, pero España ha evitado verdaderas guerras separatistas. Así, al contrario que las eternas preocupaciones de vascos y catalanes, los problemas reales crecen a medida que la identidad tradicional se muestra incapaz de integrar a los inmigrantes. Los latinoamericanos, por ejemplo, son
católicos (aunque no todos) pero no españoles, según la
tradición: muchos son mestizos.

Los políticos deben dejar de lado los textos económicos y estudiar los países multiétnicos que han tenido éxito. Los inmigrantes legales deben recibir los mismos beneficios, pero también afrontar los mismos costes, por decirlo en jerga financiera, que cualquier ciudadano español. El derecho a voto es un ejemplo perfecto. Les da la oportunidad de implicarse en el futuro de la nación, pero les exige un esfuerzo: desde informarse sobre los candidatos a afiliarse a un partido, pasando por el simple hecho de coger un autobús para ir a votar. Más aún, España debería garantizar el sufragio a los inmigrantes cualificados antes de que pierdan su fe en el sistema.

Pero esto no es suficiente. Los líderes deben materializar un sentido de unidad. Éste comienza con un sistema educativo que enseñe a los niños las diferencias entre ellos, pero también sus obligaciones comunes. Los adultos necesitan una convicción mayor, a la que podría contribuir una campaña publicitaria honesta. Mi sugerencia: anuncios pagados con los impuestos de los inmigrantes que muestren el lema Soy España junto a los nuevos ciudadanos que contribuyen a la riqueza del país. Conocer el rostro del médico ecuatoriano que cura a los bebés catalanes despierta mayor confianza que cualquier discurso político. También, porque todas las etnias son iguales en una nación cívica, medidas como éstas reducirán las tensiones con catalanes y vascos.