Cuando la línea entre la guerra y la paz se vuelve borrosa, ¿cómo nos mantenemos a salvo?

Un hombre camina al lado de un vehículo policial cerca de un mercado navideño en Budapest tras los atentados en Berlín en diciembre de 2016. Attila Kisbenedek/AFP/Getty Images

¿Un mundo más conectado es más seguro y más resiliente o es más frágil y quebradizo? Todo depende de cómo organizamos nuestra defensa. El fracaso para detener el incremento del terrorismo en los últimos 15 años sugiere que no lo hemos hecho bien. ¿Cómo podemos reestructurar nuestros sistemas de defensa teniendo en cuenta los inmensos cambios que están ocurriendo, y la diferencia poco clara entre la guerra y la paz?

En la actualidad la defensa se basa un modelo centralizado en manos del Estado. Se espera que cada país proteja a sus ciudadanos contra las amenazas externas, y desanime las agresiones de un Estado a otro e intervenga en aquellos que proporcionan refugio seguro a los enemigos no estatales.

También se espera que los Estados protejan a las personas contra las amenazas internas; lo que hacen a través de una mayor presencia policial y militar en las ciudades, y mediante la vigilancia digital masiva en constante expansión para detectar conductas anómalas e identificar posibles amenazas.

Este modelo no está funcionando. Tanto si se trata de los pequeños hombres de verde en Crimea como de los ataques cibernéticos, la línea entre la guerra y la paz se ha desdibujado y, en un mundo que ya no está estructurado por una división ideológica, explotar las vulnerabilidades del enemigo es una manera más eficaz de hacer la guerra que enfrentándolo en el frente.

En cuanto a los países en crisis, 15 años de intervenciones costosas deberían habernos enseñado los límites de la intervención militar: los extranjeros pueden ayudar pero no pueden suplantar al impulso local para la construcción de un Estado.

Por último, encontrar la aguja del terrorismo en el pajar de ciudadanos respetuosos de la ley es una tarea abrumadora, que en el peor de los casos podría convertir a los países democráticos en Estados policiales y, en el mejor, generar muchas banderas falsas y no garantizar nunca un éxito total, incluso si el registro de las agencias de seguridad fuera mejor de lo que se suele sostener.

Necesitamos un modelo alternativo de defensa descentralizada que refleje la profunda transformación que nos trajo la era digital y el aumento de la conectividad.

 

Una nueva estrategia de defensa

Cámara de vigilancia en Londres. Scott Barbour/Getty Images

Lo que tenemos en la actualidad es lo peor de ambos mundos: los sistemas centralizados tradicionales son ineficaces para identificar y corregir las vulnerabilidades locales y, al mismo tiempo, la conectividad aumenta la vulnerabilidad porque acelera y multiplica el impacto psicológico, político y, en algunos casos físico, de un ataque a cualquier parte de un sistema. Esto es muy diferente de los ataques terroristas de los 70, que no eran una amenaza para nuestras sociedades.

¿Cuál, entonces, debería ser nuestra nueva estrategia de defensa? No es una pregunta fácil de contestar, pero cualquiera que sea el modelo con el que terminemos, deberá tener en cuenta cinco puntos importantes:

El enemigo interno. Las fragilidades internas son un riesgo mayor que las amenazas externas. Cualquier medición objetiva muestra que el terrorismo y la agresión externos representan un riesgo muy bajo para nuestra seguridad personal, pero exacerban nuestro sentido preexistente de vulnerabilidad. Los mayores riesgos son los conflictos políticos que dicha sensación de vulnerabilidad pueden provocar y que los actores malintencionados pueden explotar.

No podemos dejar que el miedo gane. Las comunidades unidas solo por el miedo son vulnerables porque el miedo destruye la confianza, que es la base de cualquier comunidad humana a largo plazo. Se necesita un esfuerzo mucho mayor para promover una sensación positiva de propósito común. Las organizaciones civiles y el debate público tienen un papel fundamental que desempeñar en el fortalecimiento de la estructura de la sociedad desde abajo hacia arriba.

Las ciudades suplantarán a los Estados. La proximidad física es cada vez más relevante como contrapeso al anonimato de la globalización: en un mundo urbanizado, es probable que las urbes se vuelvan cada vez más importantes como unidades políticas y portadoras de los estándares de identidad. Con el tiempo, pueden llegar a ser más relevantes para nuestra seguridad que los Estados, siempre que se establezcan mecanismos para asegurar el intercambio efectivo de datos.

La naturaleza cambiante de la guerra. La defensa de la seguridad de arriba hacia abajo, basada en el modelo burocrático weberiano que goza de un monopolio del uso legal de la fuerza, no está adaptado a la creciente difusión del poder, incluido el poder letal, que multiplica las capacidades de los individuos de realizar actos devastadores en una sociedad. El ataque se está volviendo mucho más barato que la defensa, en especial, entre otros, en el mundo cibernético. No debemos sorprendernos si esto hace de la guerra asimétrica la manera más racional de conducir una guerra, lo que generaría una mayor inestabilidad.

El poder de devolución. La única manera de restablecer la simetría y la estabilidad es organizar la defensa en el nivel más bajo posible, capacitando a las personas para protegerse contra los ataques cibernéticos a través del cifrado punto a punto, y capacitar a las ciudades para fortalecer las conexiones locales entre sus ciudadanos, dificultando los ataques de los forasteros. La delegación de poder a los individuos y a los niveles más bajos de gobierno también privará a los enemigos de objetivos de gran valor simbólico, como los centros de gran poder, reduciendo la ventaja del ataque asimétrico. Tanto la guerra nuclear como la cibernética serán menos probables sin un objetivo de importancia estratégica.

 

Un mundo feliz

Las consecuencias de esta transformación serán inevitablemente graduales, pero de largo alcance.

Las armas nucleares, por ejemplo, son la máxima expresión del tradicional sistema estatal centralizado: necesitan sus recursos para ser desarrollados, requieren una concentración extrema en las decisiones para que la amenaza de uso sea creíble y requieren enemigos con estructuras similares para que la amenaza tenga un objetivo. Su eliminación, esencial para la supervivencia a largo plazo de la humanidad, no es probable que surja de la decisión de la abolición de las armas nucleares, pero eventualmente puede ocurrir a través de una evolución de las estructuras políticas que las transformen en irrelevantes, por falta de recursos, tomadores de decisiones centralizados y objetivos.

En el plano estratégico, se revertirá la evolución del mundo hacia bloques de construcción cada vez más grandes: Estados Unidos, China, Europa y Rusia. La respuesta negativa actual contra un superestado europeo es en parte una expresión de nacionalismo nostálgico y, en parte, un reconocimiento de que las grandes estructuras pueden ser peligrosas porque las apuestas se tornan riesgosas cuando se produce un cambio en las esferas más altas. Pero ahora la era del gran Estado está llegando a su fin.

Apoyo a la llegada de refugiados en las calles de Madrid. Pierre-Philippe Marcou/AFP/Getty Images

Al mismo tiempo, el mundo se ha beneficiado enormemente de la escala de las economías globalizadas y del dinamismo provocado por la diversidad. Los individuos y las ciudades deben estar conectados, pero es poco probable que las conexiones reproduzcan el modelo piramidal del federalismo tradicional. La Unión Europea tendrá que adaptarse a esa nueva situación si quiere adaptare a los tiempos.

Es más probable que, en un mundo más plano, la interoperabilidad y las comunicaciones entre entidades más pequeñas se logren mediante una multiplicidad de acuerdos específicos que equilibrarán la legitimidad democrática y técnica: piense en la evolución de la gobernanza de Internet.

A nivel operativo, al igual que conocer a sus clientes se ha convertido en una obligación para cualquier banco que cumple con la ley, conocer a sus vecinos es probable que se convierta en una característica de las sociedades de mañana. Si se aplica a grandes entidades, como mega Estados o incluso mega ciudades, podría destruir el anonimato, que ha sido un elemento esencial de la libertad, y podrían surgir ciudades opresivas como las descritas por George Orwell.

Sin embargo, si hay una multiplicidad de entidades políticas, que nos permite elegir a nuestros vecinos, y si podemos proteger la privacidad a través de cifrado robusto, ese riesgo será en gran medida eliminado. La libertad se garantizará menos por la separación de poderes y más por la yuxtaposición de múltiples poderes.

La experiencia actual con el aumento de los flujos de refugiados que llegan a Europa es el mejor ejemplo del valor de la descentralización. Cuando los seres humanos son solo parte de una estadística, pueden ser fácilmente percibidos como una amenaza. Cuando adquieren un rostro humano, la empatía natural se reafirma, como ha sido el caso en muchas pequeñas ciudades alemanas que acogen a los refugiados.

La defensa descentralizada logrará esa intuición: la abstracción de la nación alimenta el nacionalismo peligroso; el fortalecimiento de los individuos conectados por la proximidad fortalece el tejido de una sociedad resiliente y abierta.

Este artículo ha sido publicado con anterioridad en el Foro Económico Internacional.