¿Hasta qué punto acaba de fastidiar Europa la posibilidad de evitar en última instancia la catástrofe económica?

 

AFP/Getty Images

 

Parecía todo muy prometedor. En las primeras horas de la madrugada del 17 de octubre, la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Nicolas Sarkozy, salieron de un día de frenéticas negociaciones y anunciaron un plan histórico para alejar a la economía del continente del borde del abismo.

El acuerdo al que habían llegado los Gobiernos europeos y el Instituto de Finanzas Internacionales tenía tres partes. Los inversores –en su mayoría, bancos europeos— cancelarían la mitad del valor nominal de los bonos griegos que tuvieran, un ingrediente especialmente tóxico en la crisis de la deuda europea. Los bancos reunirían un capital cercano a los 100.000 millones de euros para eliminar parte de la incertidumbre sobre la delicada deuda soberana en sus libros. Y el Instrumento Europeo de Estabilidad Financiera (IEEF) —el fondo de rescate de 625.000 millones de euros— aumentaría a un billón de euros con el fin de proteger otras economías vulnerables e impedir que se derrumbaran como la griega. Los políticos participantes en la reunión se dieron palmaditas en la espalda, y las bolsas de tres continentes experimentaron una tremenda recuperación ante la noticia del acuerdo; las acciones de algunos bancos europeos llegaron a subir un 25% en un solo día.

Por desgracia, no hizo falta mucho tiempo para que las expectativas de la cumbre de la semana pasada se hicieran pedazos, en medio de un gran estrépito. Y no va a ser fácil recomponerlas. Las consecuencias son importantes, entre otras cosas para la reunión del G-20, cuya agenda se ha visto probablemente sobrepasada por la nueva tormenta europea.

La eufórica reacción inicial de los mercados se basaba en dos esperanzas. La primera, que Europa iba a darse prisa en traducir los acuerdos en medidas específicas y duraderas. La segunda, que iba a abordar dos grandes cuestiones que no estaban en el orden del día de la cumbre y debían estar: la restauración del crecimiento económico y el fortalecimiento de las bases institucionales de la eurozona.

Los inversores estaban concediendo a las autoridades el beneficio de la duda, y resulta que los mercados no tardaron más que unos días en darse cuenta de que, una vez más, habían depositado demasiada fe en la capacidad de los dirigentes de avanzar con decisión. El resultado ha sido una confusión considerable en cuanto tres acontecimientos han desbaratado los logros de la reunión.

Primero, y por sorpresa, el primer ministro griego, Yorgos Papandreu, anunció que iba a celebrar un referéndum nacional en busca de un amplio apoyo popular a las medidas acordadas la semana anterior. La medida desconcertó a otros líderes europeos, que creían que Papandreu y su Gobierno ya habían firmado de manera definitiva el acuerdo. Además, tiñó de incertidumbre la voluntad de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional (y, mucho más, países como China) de prestar dinero a Grecia antes del referéndum –que en principio podría celebrarse el 4 de diciembre–, con el consiguiente aumento del riesgo de que el país se quede sin dinero para pagar facturas este mismo mes.

En segundo lugar, algunos bancos poseedores de deuda griega empezaron a expresar sus reservas sobre la quita acordada del 50%, un recorte que, en principio, confiaban en que no fuera de más del 21%. Esta situación vuelve a colocar sobre la mesa la amenaza de una quiebra griega muy caótica y perjudicial, y además abre un interrogante sobre la solidez de la estrategia de cooperación entre el sector público y el privado que es tan crucial para resolver la crisis de Europa; y la resistencia de los bancos no ha hecho sino aumentar desde que Papandreu anunció el referéndum.

En tercer lugar, el Banco Central Europeo (BCE) no se ha mostrado muy eficiente en la estabilización de los tipos de interés sobre la deuda emitida por otras economías europeas, en particular Italia. Pese a las compras del BCE, el tipo de interés de los bonos italianos a 10 años ha superado el 6%, más del doble de lo que se considera seguro. El diferencial entre los tipos de los bonos italianos y los alemanes –un índice que utiliza el mercado para medir el riesgo crediticio— alcanzó un nuevo récord para la eurozona. Aunque no está claro si es un problema de voluntad o de capacidad del BCE a la hora de estabilizar los mercados, la decepción ha contribuido a dar más intranquilidad a los mercados.

Las expectativas han disminuido mucho y los más optimistas se limitan a esperar una nueva tirita de urgencia para Europa

El miércoles, los mercados se hundieron, como era previsible, y ahora los líderes europeos –que han retenido 8.000 millones de ayudas a la espera de un sí en el referéndum– tienen que volver a arreglárselas para recomponer la situación. De paso, tratarán de recuperar terreno, o al menos de evitar quedarse muy atrás, en una crisis que está extendiéndose mucho más allá de los límites iniciales de los problemas de deuda soberana en los países periféricos. El sector bancario ya está contaminado, y existen cada vez más preocupaciones sobre los efectos en varios países importantes; por ejemplo, sobre la capacidad de Francia para conservar su calificación AAA.

No es extraño que haya enormes presiones para que Papandreu celebre  el referéndum cuanto antes, y son presiones procedentes tanto de dentro como de fuera de Francia. Mientras tanto, se recuerda a los bancos que la alternativa a la quita del 50% es una pérdida de valor aún más drástica. Y sospecho que el BCE debe de estar recibiendo llamadas para que sea más enérgico en sus esfuerzos para estabilizar los mercados.

Sin duda, estos problemas serán los asuntos fundamentales en la cumbre del G-20 que se celebra en Cannes esta semana. Por desgracia, le robarán el hueco a otras deliberaciones muy necesarias sobre temas también cruciales para el bienestar de la economía mundial. Los dirigentes, preocupados por la crisis de la deuda soberana, se quedarán de nuevo, con toda probabilidad, sin formular un muy necesario pacto mundial de empleo y crecimiento. Es posible que tampoco se ocupen de los históricos acontecimientos que se han producido en el norte de África y Oriente Medio –con varias economías que tienen una necesidad de apoyo tan desesperada como las economías vulnerables de Europa– desde la última reunión del G-20, para no hablar del problema, aún acuciante, del cambio climático.

La semana pasada, teníamos la esperanza de que, después de respaldar el resultado de la cumbre europea, los miembros del G-20 acordarían varias medidas de apoyo y abordarían los demás grandes problemas que aquejan a la economía global. Hoy, las expectativas han disminuido mucho y los más optimistas se limitan a esperar una nueva tirita de urgencia para Europa. Mientras tanto, el panorama de empleo y crecimiento en el mundo va oscureciéndose un poco más.

 

Artículos relacionados