Galileo: un pequeño paso para el hombre, un gran salto para Europa.

 

Galileo
JODY AMIET/AFP/Getty Images

Los dos primeros satélites del sistema Galileo despegan de la base aérea europea en Sinnamary, en la Guayana Francesa, en octubre de 2011

 

Después de una larga década de negociaciones y complicaciones, por fin la Unión Europea puede empezar a hablar de un sistema de navegación propio. El pasado 21 de octubre la Agencia Espacial Europea lanzó los dos primeros satélites que formarán parte del sistema de navegación Galileo. Este programa establece un sistema mejorado de navegación que proporciona un servicio de posicionamiento mundial más preciso y de mayores garantías. Entrará en funcionamiento en 2014 con 14 satélites desplegados y llegará a los 30 en 2020, cuando será totalmente operativo e independiente del GPS de EE UU.

No cabe duda alguna de que el sistema Galileo es un gran paso para la Unión y se considera uno de los proyectos más ambiciosos de la industria aeroespacial europea. Sin embargo, ha sufrido numerosos reveses desde que se pusiera encima de la mesa hace más de una década. Actualmente, existen dos sistemas de localización por satélite activos en el mundo, el estadounidense GPS y el ruso GLONASS, ambos concebidos en los 80 para uso militar. En concreto, el sistema de EE UU, creado por el Pentágono, tiene 31 satélites activos y en este momento es el que utilizan la mayoría de países. Por su parte, Rusia cuenta con una constelación de 24 satélites, aunque no todos activos por problemas financieros tras la caída del comunismo. China también empezó en 2007 su andadura con los sistemas de navegación en un proyecto conocido como Beidou-2 o sistema COMPASS, que dispone ya de 4 satélites en órbita de carácter experimental. El objetivo del Gobierno chino, que está invirtiendo mucho en tecnología aeroespacial, es contar con una constelación de 35 satélites.

Pero, ¿por qué ha costado tanto tiempo a los europeos? Mucho ha llovido desde que el 10 de febrero de 1999 la Comisión Europea redactara un informe para “la participación de Europa en una nueva generación de servicios de navegación por satélite”. En aquel entonces, la vicepresidenta y comisaria de Transporte y Energía de la CE, Loyola de Palacio, fue quien empezó a mover los hilos de la mano de la Agencia Espacial Europea.

El primer obstáculo que se encontró el proyecto fueron los estadounidenses, por temor a perder la hegemonía de su GPS. Al principio EE UU manifestó su reticencia a la idea porque pretendía mantener la casi exclusividad de su sistema. Principalmente, se mantuvo alerta al ver el potencial del interés que China mostraba, ya que Beijing empezó a negociar la posibilidad de aportar fondos para formar parte de Galileo. Aunque años más tarde anunciara que en 2020 contaría con el suyo propio. En su política realista, Washington estaba dispuesto a tumbar el proyecto europeo. En aquel entonces, los datos del GPS que proporcionaban los militares estadounidenses para organismos civiles extranjeros en todo el mundo eran alterados voluntariamente. La Administración Clinton en mayo de 2000 corrigió parte del error de la señal que ellos mismos provocaban, con la idea de enviar un mensaje a Europa para que no invirtiera en un sistema propio. Sin embargo, EE UU podía, y puede, volver a degradar la señal cuando quiera y sin previo aviso.

En diciembre de 2001, el entonces secretario de Estado adjunto para la defensa de EE UU, Paul Wolfowitz, declaró en una carta dirigida a los países europeos su preocupación por el potencial impacto de Galileo en la seguridad de futuras operaciones de la OTAN. En los pasillos de Bruselas se comentaba que no solo pesaba la preocupación estadounidense de que la señal de Galileo fuera utilizada por algunos de sus enemigos para uso militar, sino su inquietud por no poder utilizar la exclusividad del GPS como arma de guerra (EE UU degradó la señal sin previo aviso en la primera guerra del Golfo).

Con Galileo más encima de la mesa que nunca, Washington se resignó y empezó a pedir compatibilidad y no competencia. El entonces secretario de Estado, Colin Powell, y Loyola de Palacio firmaron a finales de junio de 2004 un acuerdo que aseguraba la interoperabilidad y compatibilidad del GPS y Galileo.

Galileo no contó con la aprobación general de los Estados miembros, por las cifras desorbitadas de su presupuesto y los desacuerdos en la estrategia a seguir

El segundo obstáculo, fue que Galileo no contó con la unidad de aprobación entre los Estados miembros, principalmente por las cifras desorbitadas de su presupuesto y por los desacuerdos en la estrategia a seguir. Demasiados países, demasiados años de discusiones. Al principio Alemania, Holanda, Dinamarca, Suecia y Reino Unido se opusieron a este reto tecnológico por su elevado coste, estimado por aquel entonces en unos 3.200 millones de euros.

Del coste total del proyecto, el 50% de la primera fase de desarrollo sería financiado por la Agencia Espacial Europea y el otro 50% por la Comisión. Para el resto del dinero hubo muchas discusiones. Los británicos, con el apoyo de los Países Bajos y Alemania, pedían que el sector privado financiara la fase de despliegue, pero las inversiones eran demasiado pesadas y las prolongadas negociaciones fueron retrasando el primer lanzamiento. Además, el consorcio de empresas privadas se retiró al ver las luchas internas de la UE. La oleada de patriotismo perjudicaba el proyecto. Los alemanes creían que invertir en Galileo era pagar a la industria francesa. Todos querían que fueran sus empresas nacionales las que se beneficiaran de las inversiones. Mientras, la segunda y la tercera fase serán gestionadas directamente por la CE con cargo a los presupuestos de la Unión.

Finalmente, se decidió tomar las riendas del proyecto, hacerle frente y asegurar un “justo retorno” de las inversiones a través de la división de los contratos industriales de acuerdo a las normas de competencia. Los Veintisiete y los eurodiputados acordaron aprovechar el fondo de la comunidad para pagar los 30 satélites necesarios para ejecutar Galileo. Fue entonces cuando soplaron vientos de cambio y desde Berlín se aseguraba que las garantías ofrecidas por Bruselas eran “una buena base de trabajo”. Aún así, Galileo cuenta con tres centros, dos en Alemania y uno en Francia, que suponen la triplicación de sedes y personas y, por lo tanto, un mayor coste. Hecho que sitúa a Europa en desventaja con respecto a China, Rusia y EE UU y sus centros únicos desde dónde controlan todo.

A pesar de la poca confianza que se tuvo en el ejecutivo europeo, los obstáculos se han ido resolviendo poco a poco y los dos primeros satélites ya están en órbita. El más ambicioso de los proyectos de la aeronáutica europea no es un capricho, es la mera demostración de que la política industrial europea puede llegar a ser fuerte si se abre camino a través de la cooperación de los Estados miembros. Al lado del euro, Galileo será otro símbolo de demonstración institucional: una demonstración de política colectiva y no política nacional unitaria. Y es que ningún país de la UE podría haber lanzado su propio sistema de navegación de forma individual. En contra de lo que los eurófobos desearían, Galileo está saliendo adelante.

Un sistema de navegación espacial propio europeo no solo garantizará mayor precisión, sino que además evitará la dependencia de un sistema ajeno. Éste hecho supondrá para los Veintisiete no solo una muestra de poder, sino también una garantía para su seguridad y estrategia en su política exterior. Como bien explicó Loyola de Palacio en los albores de Galileo, los sistemas existentes “tienen el inconveniente de ser de origen militar y su acceso por parte del público depende totalmente de la buena voluntad de sus propietarios. Por otro lado, no cubren perfectamente toda la superficie del globo, dejando zonas en  sombra”. Los países del norte de Europa, por ejemplo, contarán con una mayor cobertura gracias a la localización e inclinación de los satélites europeos. Según explica para FP en español el portavoz de la Agencia Espacial Europea en España, Javier Ventura-Traveset, “gracias a la compatibilidad con el GPS, el número de satélites a la vista en un momento y lugar dados será más del doble con GPS/Galileo que con GPS solo, lo que significa una precisión y disponibilidad de servicio netamente superiores a las que ofrece el GPS actualmente de forma individual”. Las zonas donde la señal puede ser obstruida con mayor facilidad, como las ciudades de edificios altos o las regiones montañosas, contarán con una mayor precisión. A su vez, en términos generales, el margen de error de la señal tendrá una precisión de menos de un metro, frente a los ocho metros que puede llegar a tener el GPS.

Galileo presentará una serie de ventajas económicas ya que el mercado global anual de los servicios y productos de los satélites de navegación está valorado en unos 124.000 millones de euros. El vicepresidente de la CE y comisario de industria y política espacial, Antonio Tajani, explica que “Europa necesita Galileo para ser independiente en un sector que se ha convertido en crítico para la economía y para el bienestar de los ciudadanos”. Y es que hay que tener en cuenta que las señales de posicionamiento y tiempo suministradas por los satélites se usan en muchas áreas de la economía, incluidas la “sincronización con la red de energía, comercio electrónico y redes de telefonía móvil, eficacia en la gestión de tráfico terrestre, marítimo y aéreo, y búsqueda y rescate de personas. Se estima que ya entre el 6 o 7% del PIB de Europa depende de las aplicaciones de navegación por satélite. Galileo será una alternativa más barata y más eficaz para la aviación civil a través de la mejora en la gestión del tráfico aéreo, la reducción del consumo y combustible y mayor seguridad en aterrizajes”, explica Tajani.

La principal desventaja de esta gran aventura son las posibles consecuencias negativas de carácter económico, que en todo caso serán relevantes si no se puede sacar rentabilidad alguna del proyecto. El coste total de Galileo supera ya los 5.000 millones de euros. Al ser un servicio gratuito la rentabilidad sería limitada. Sin embargo, desde la Comisión se trabaja para encontrar la forma de generar ingresos a partir del sistema y se anima a las PYME a colaborar en ello. Bruselas estima que el impacto económico global, gracias a la actividad económica y a los puestos de trabajo, sería de unos 90 mil millones de euros en los próximos veinte años.

 

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