Años después del final oficial de la segunda guerra del Congo, que se prolongó de 1998 a 2003 y fue responsable de hasta 4,5 millones de muertes, franjas enteras del inmenso país centroafricano continúan en armas. En las provincias orientales de Kivu, un Ejército nacional sin disciplina combate a los grupos rebeldes por el control del territorio. En medio del torbellino de violencia y violaciones que dejan a su paso, la mayor fuerza de paz que ha desplegado la ONU en el mundo se ve impotente para proteger incluso a los que más cerca viven de sus bases.

Lo que acecha detrás del conflicto es la vasta riqueza natural del Congo, que es el ejemplo perfecto de la llamada maldición de los recursos. El Gobierno, los guerrilleros, las empresas privadas y los ciudadanos buscan la forma de beneficiarse del oro, el cobalto, el cobre, el coltán y todos los demás minerales existentes bajo el suelo del país, sobre todo en el este y el sur, mientras que el Ejecutivo central tiene su sede a 1.500 kilómetros al oeste y está separado de las provincias orientales por una jungla impenetrable y una lengua y una etnia distintas. Los grupos rebeldes siguen recorriendo las regiones fronterizas orientales y ejerciendo su autoridad de manera impune y cruel. Ni el Gobierno ni los grupos rebeldes tienen la fuerza suficiente para vencer, pero ambos tienen los recursos necesarios para luchar indefinidamente.

Por si fuera poco todo esto, las condiciones en las que viven los habitantes son espantosas. Sólo un tercio de los congoleños que habitan en zonas rurales tiene acceso a agua potable, se calcula que cada año mueren 16.000 niños antes de cumplir cinco años y la esperanza de vida ha bajado cinco años desde 1990.

Mientras los gobiernos nacional y regionales no cambien de tácticas, no terminarán los problemas del Congo. En un mundo ideal, habría que interrumpir las campañas militares en las provincias de Kivu del Norte y del Sur hasta que sea posible desplegar tropas mejor entrenadas, capaces de realizar operaciones selectivas y proteger a la población civil. Los gobiernos de la región de los Grandes Lagos deberían convocar una cumbre y negociar acuerdos sobre cuestiones económicas, tierras y movimientos de población. En el peor de los casos, seguiremos viendo lo mismo: un mosaico de grupos armados en el este del Congo que seguirá luchando indefinidamente, mientras la población civil paga un precio terrible.