El orden multipolar al que se dirige el mundo podría alejarse aún más del multilateralismo. ¿Cómo evitarlo?

 

Para los aficionados a la pintura, el mundo actual se asemejaría a un cuadro impresionista, con figuras borrosas, o incluso a una obra surrealista que rechaza criterios racionales y donde predominan sorpresa y desorden. No sería una obra clásica, de formas nítidas, como desearon Wilson o Roosevelt para remediar el caos posterior a las dos guerras mundiales.

 

WPA Pool /AFP/Getty Images
El presidente francés, Nicolás Sarkozy, y el primer ministro británico, David Cameron, firmando un acuerdo bilateral de defensa, noviembre de 2010.

Pero no hay mucho arte en el sistema internacional contemporáneo. Ni mucha estrategia. Más que el Gran Juego decimonónico, la política internacional es un juego de póquer donde se utilizan cartas como la política monetaria o la energía, y se guardan otras a la espera de la siguiente mano. Pocos socios, menos aliados y muchos rivales. Los sofisticados esquemas académicos y designios estratégicos ideados en los laboratorios políticos casan mal con la enrevesada realidad de las relaciones internacionales modernas.

Lo cierto es que, más allá de que asistimos a cambios geopolíticos de envergadura, no sabemos mucho del futuro orden internacional. Sí podemos aventurar que será un mundo multipolar o no polar, donde coexistirán, aún de forma desordenada, varios poderes de influencia dispar, muy vulnerables ante factores no estatales (desde emergencias civiles, shocks financieros hasta acciones de grupos terroristas). Un mundo donde lo doméstico se entremezcla de forma confusa con lo internacional; fenómenos aparentemente locales, como nacionalismos y xenofobia, tienen serias implicaciones geopolíticas. Imprevisibilidad e incertidumbre son palabras que reflejan nuestra perplejidad ante el orden internacional que se avecina.

En este contexto, la crisis económica y financiera, con sus sucesivas réplicas sísmicas,  ha acelerado tendencias geopolíticas preexistentes, como el desplazamiento del centro de gravedad económico y político del Atlántico Norte hacia Asia y el Pacífico.

Es una crisis que a su vez evidencia la del propio sistema multilateral, al menos a tres niveles: legitimidad, eficacia y capacidad. Legitimidad, por el déficit democrático de la mayoría de sus miembros. Eficacia, porque el sistema resulta insuficiente a la hora de evitar actos de agresión mediante la aplicación del principio de seguridad colectiva, o de disuadir serias vulneraciones a las reglas de juego, como la proliferación nuclear o las violaciones masivas de derechos humanos. El sistema multilateral tampoco consigue otorgar suficiente legitimidad a las acciones internacionales frente a tales violaciones, como demuestran las reticencias de muchos miembros de la ONU (entre ellos, la práctica totalidad de los poderes emergentes) hacia el principio de Responsabilidad de Proteger (R2P). Finalmente, es una crisis de capacidad, dado que las instituciones no pueden responder adecuadamente a las necesidades de gobernanza global, marcadas por desafíos transversales como el cambio climático o las pandemias.

Si el sistema multilateral ya está seriamente tocado, el orden multipolar al que parece conducir la crisis podría alejarse aún más del multilateralismo. Las grandes organizaciones de seguridad coinciden en la identificación de las nuevas amenazas y desafíos (como muestran los documentos estratégicos de la ONU, UE, OTAN u OSCE), pero no existe un verdadero consenso acerca de cuáles son prioritarias, algo que las diferencias políticas en la agenda de seguridad hacen aún más palpable. Incluso cuando hay acuerdo sobre la gravedad de la amenaza, como la proliferación nuclear, nuevas y complejas relaciones de poder reducen el margen de acción colectiva. El criterio de “éxito” deja de ser la modificación de la conducta de los transgresores; basta con que órganos como el Consejo de Seguridad consigan tomar alguna decisión. Se abre así la veda para el free-lancing en materia de seguridad, como las gestiones de Turquía y Brasil con Irán. Si eso ocurre con amenazas sistémicas como la nuclear, las posibilidades de acción multilateral son aún menores respecto a riesgos que no afectan de manera tan evidente a intereses vitales; es el caso de la gestión de conflictos en Estados fallidos como Somalia o Sudán.

La ambición de Europa no puede ser la mera suma de las ambiciones de los Estados, como hoy parecen entender los grandes como Francia, Alemania o Reino Unido

Como alternativa a este sistema, los países recurren a foros del estilo del G-20 o grupos regionales, como la Organización de Cooperación de Shanghai; foros que intentan aunar intereses muy dispares. Cobran nueva fuerza los intereses nacionales y la soberanía resurge, aunque hoy es relativa. Ejemplo de ello en la propia UE es la actual crisis de solidaridad que se manifiesta en profundas divisiones a la hora de acordar mecanismos para salvar el euro de las especulaciones financieras, o en el estancamiento de los mecanismos comunes de seguridad y defensa que introdujo el Tratado de Lisboa frente a acuerdos puramente bilaterales en materia de defensa, como los firmados recientemente entre Francia y el Reino Unido. El resultado es, por un lado, un orden global de seguridad colectiva que entra en quiebra, y por otro, un incipiente orden que germina, basado en el clásico equilibrio de poderes en torno a una o dos potencias globales (EE UU y China), varios aspirantes (como la UE), una multitud de potencias regionales, y cambiantes alianzas basadas en intereses concretos –sea defensa, energía o comercio.

Pero es un error intentar organizar el mundo del siglo XXI exclusivamente en claves de soberanía clásica. Es demasiado interdependiente y muchos de los riesgos a nuestra seguridad son trasversales; ello requiere esfuerzos colectivos que también incluyan actores no estatales (por ejemplo, en el ámbito de la investigación científica, mediante partenariados público-privados). Un multilateralismo moderno exige un nuevo marco de cooperación que, además de los equilibrios de poder, tenga en cuenta la complejidad de los desafíos de seguridad, la importancia de las acciones preventivas (como en la lucha contra el cambio climático), así como la necesidad de reafirmar un modelo normativo sobre una base democrática.

La Unión Europea, como modelo metasoberano, tendría ventajas comparativas en este otro orden posible si aprovecha de manera creativa los desafíos que plantea la crisis económica. El historiador Tony Judt hablaba de la incapacidad de los gobernantes actuales de concebir la política más allá de un estrecho economicismo. Desgraciadamente, este parece ser el único criterio de análisis estratégico para las nuevas instituciones de Bruselas. La ambición de Europa no puede ser la mera suma de las ambiciones de los Estados, como hoy parecen entender los grandes como Francia, Alemania o Reino Unido. Es necesario un interés colectivo europeo para moldear el entorno global, como se acordó en la Estrategia de Seguridad, avanzando en algunas opciones que tengan verdadero impacto geopolítico –la integración de Turquía es un ejemplo.

Por ello, ante el invierno de cumbres multilaterales que se avecina –OTAN en Lisboa, OSCE en Astana, etc. –, los gobiernos europeos deberían tener presente que si el interés europeo es que el mundo multipolar sea también multilateral, no bastará sólo con jugar a la Realpolitik por el afán de mantenerse en la foto –como vienen haciendo desde que estalló la crisis.

 

Artículos relacionados