Cuando se cumplen 20 años de la creación de las cumbres iberoamericanas, su papel es cada vez más irrelevante y existe el riesgo de que caigan en el olvido. España debería replantearse su utilidad y apostar por Euro-América para ampliar los lazos a uno y otro lado del Atlántico.

 

Iberoamérica fue un bonito invento de españoles y portugueses desde que en 1990 se crearon las cumbres anuales de jefes de Estado y de Gobierno para dar un nuevo rumbo a sus destinos en democracia junto a sus ex colonias. Pero este marco para una vasta comunidad cultural es menos operativo políticamente que en el pasado. La razón reside en los cambios que se han producido en la región latinoamericana, en la que España y Portugal han perdido su relativa influencia política y económica en países clave como Brasil, Argentina, Chile o México –en favor de Asia o América del Norte–, o en la esfera de los díscolos (Venezuela, Bolivia). En este proceso ha tenido mucho que ver la imbricación cada vez mayor de la península Ibérica en los avatares del proceso de construcción y ampliación de Europa.

Además, la globalización rampante desvanece o agrega las identidades tradicionales, mezclándolas con elementos nuevos o retomando otros muy antiguos, como el indigenismo que hoy viene a cuestionar la celebración de los bicentenarios de las independencias en suelo americano, agitando de nuevo el fantasma contra el Quinto Centenario.

Cuando en 1999 se inauguraron las cumbres entre Europa y América Latina y Caribe se abrió una gran opción geopolítica por parte española, llamada Euro-América, un marco más amplio en el que profundizar los vínculos a uno y otro lado del Atlántico. Una apuesta en la que España tiene mucho que ganar en relación con América Latina, Estados Unidos y la propia Europa. Con todos estos cambios, parece llegado el momento de preguntarse: ¿hay que olvidar Iberoamérica?

 

Alianza sur-sur: Los líderes de los países de América Latina y Caribe en el encuentro de Cancún, el pasado febrero, donde se dio el pistoletazo de salida de una nueva comunidad con ambición de peso global.

 

La historia es bien conocida: en uno de esos momentos de lucidez que depara la política, durante una visita de los Reyes de España a México en enero de 1990, el entonces presidente, Carlos Salinas de Gortari, propuso institucionalizar una reunión anual con toda la familia iberoamericana. Para Madrid esto suponía una gran foto de familia a la vez que unificaba, con efecto multiplicador, contactos e iniciativas que se hallaban dispersas por Centroamérica y el Cono Sur, que a duras penas salían de guerras civiles y dictaduras militares. La cita tuvo lugar en suelo mexicano (Guadalajara) en 1991, y fue seguida por una Cumbre de Madrid el año siguiente que, si bien coincidía con los fastos del Quinto Centenario, lanzaba un mensaje firme de mirada hacia el futuro.

El largo –y ciertamente asombroso– recorrido de cumbres iberoamericanas celebradas hasta hoy –en 2010 sumarán 20– se debe quizá a una feliz combinación. Por un lado, el interés de la Corona española y un Portugal democráticos en aportar su acervo propio al club europeo tras su ingreso, en 1986; por otro lado, la voluntad de prodigar ese ejemplo junto a los gobiernos latinoamericanos que retornaban a la democracia, iniciándose una especie de redescubrimiento mutuo.

En torno a ese nuevo imaginario, apuntalado por el desembarco en los años siguientes de Telefónica, Repsol, Banco Santander o BBVA, se fueron consolidando estas citas. El desarrollo económico español y los inmensos beneficios de sus multinacionales en suelo latinoamericano contrastaban, sin embargo, con la década perdida en el continente por culpa del caos macroeconómico y a pesar de la ayuda al desarrollo que se destinaba a la región.

Pero la sombra colonizadora de españoles y portugueses ha sabido disiparse, y no es el mayor escollo. Más bien, han sido el afianzamiento de los populismos en los países andinos, el ascenso imparable de Brasil o la nueva relación económica de los países de la región con China lo que ha cambiado casi por completo el panorama. El destacado rol mediador, pacificador y democratizador, en suma, el factor de progreso social y económico que suponía la presencia española, y en menor medida portuguesa, para los países de América Latina ha entrado desde mediados de esta década en una pendiente deslizante. Hay ya demasiadas cosas que ni españoles ni portugueses alcanzan siquiera a prever, y menos aún controlar. Hablemos de las negociaciones del Gobierno boliviano con Repsol, los acuerdos en materia de defensa de Unasur, o las amistades peligrosas de Brasil, por poner sólo algunos ejemplos. ¿No sería conveniente replantearse este marco de relaciones e introducir cambios?

 

LA CULTURA NO ES SUFICIENTE

Las cumbres se plantearon como un foro de concertación política para impulsar la cooperación y la solidaridad de 22 países, y a pesar de la creciente ampliación de los temas de la agenda a la tecnología, la salud o las migraciones, han otorgado una inevitable prioridad al factor identitario heredero de la historia común: la vasta comunidad de las lenguas y las culturas española y portuguesa. Pero si se mira con más detenimiento este aspecto vertebrador de la comunidad, se descubrirá que el asunto dista mucho de estar resuelto.

En primer lugar, está la interminable disquisición de la terminología que, desde luego, no resulta baladí para valorar el futuro de Iberoamérica. “Ibérico-y-americano” habría  sido el término más correcto para dejar contentos a todos; pero la economía lingüística impuso el otro, que ya existía en centenares de organizaciones colectivas.

Lo iberoamericano se contrapone a unidades con las que, a la postre, está destinado a conectarse si quiere constituir un proyecto político en el futuro: con lo hispánico –de connotación política hegemónica–, lo latinoamericano –derivado de la latinidad–, ese otro invento francés que pretendía ampliar lo ibericoamericano, incluyendo a franceses e italianos en las Américas; y, en fin, con lo panamericano (un proyecto gringo) y la americanidad.

El factor de progreso social y económico que suponía la presencia española en América Latina ha entrado desde la mitad de esta década en una senda deslizante

Y aquí se entra en la interminable discusión: ¿cómo definir la cultura iberoamericana? Tal vez sus contornos prácticos vienen definidos por dos lenguas –español y portugués– que vertebran una industria cultural y una red mediática de cooperación. Y está claro que, en tanto que factor creador de puestos de trabajo cualificados como en términos de influencia global y poder blando –la competencia en el mercado audiovisual mundial con el inglés, el francés, el árabe o el chino–, reside en el idioma un elemento político de primera magnitud.

Pero más allá de todo esto: sin resultados que mejoren la vida de la gente, la tan cacareada cultura común y los valores suenan a disco rayado. Con la lección aprendida, los bicentenarios de las independencias de las repúblicas latinoamericanas se están enfocando por parte de la Comisión Nacional creada al efecto con un leitmotiv algo menos cultural –territorio minado– y bastante más político: la celebración de las libertades y los derechos a uno y otro lado del charco. Al fin y al cabo, es perfectamente asumible por la antigua metrópoli integrar en esta historia el ideario del segundo Túpac Amaru, fundador de la identidad nacional peruana en el siglo XVIII, que pedía la libertad de toda América de cualquier dependencia, y el fin de la explotación de los indígenas y de la esclavitud negra.

 

¿UNA COMMONWEALTH IBÉRICA EN DECLIVE?

Para valorar mejor el punto en el que se encuentran los iberoamericanos, quizá no venga mal mirar de reojo las barbas de nuestros semejantes anglosajones: la Commonwealth.

La habitual retórica iberoamericana no ha impedido producir algunos resultados destacables: decenas de declaraciones políticas, debates y programas en marcha en educación, inmigración, tecnologías o juventud. No hay duda de que la Comunidad Iberoamericana produce más resultados y, posiblemente, goza de mayor vitalidad que su homóloga angloparlante. Ésta tiene 154 miembros, más del doble que la Comunidad Iberoamericana, y sus 2.000 millones de personas –un tercio de la población del planeta– se reparten por los cinco continentes. Sin embargo, a pesar de contar con el idioma más extendido, el inglés, y con una secretaría general, y de mantener lazos de cooperación económica y política, en comparación su impacto es testimonial. Se trata más bien de un club de ex colonias dispersas –desde Nigeria o India hasta Tuvalu– que carece de una agenda política y de liderazgo a la altura de Londres, que utiliza la sociedad más bien como un escaparate de su política exterior. La ventaja comparativa de Iberoamérica –también sobre la francofonía, otro invento fallido del presidente Mitterrand– se debe quizá a su mayor homogeneidad geográfica y cultural, pero además a una actitud que ha sabido renovarse en muy pocos años. Mientras una gran parte de las ex colonias británicas siguen dominadas económica y políticamente por Reino Unido, España y Portugal ni se lo plantean.

Otra diferencia importante, que dice mucho de la idiosincrasia iberoamericana, es que nunca se ha producido la suspensión de alguno de sus miembros por razones políticas o de violación de derechos humanos. En cambio, la Commonwealth lo ha hecho con Zimbabue, Pakistán o Nigeria. El otro elemento que acerca a ambas organizaciones: el fuerte rol simbólico de la Monarquía, que es a la vez su fortaleza y su debilidad, si bien en España se manifiesta de modo muy distinto. La Corona española, por su lado, ha logrado con su liderazgo alejar el fantasma del conquistador, y es una piedra angular en esta arquitectura y valiosa pieza de la diplomacia española. Cabe pensar si un hipotético cambio de régimen daría al traste con el soporte último de la Comunidad.

Pero hay un componente adicional distintivo en la Comunidad Iberoamericana respecto a la otra, y que ejerce gran presión para un cambio: una regionalización que no existía en 1991 pero que ahora acapara grandes energías de los gobiernos. Unasur en particular, con Brasil a la cabeza. Hay en germen una imparable alianza Sur-Sur, y en Cancún en febrero pasado se ha plantado una semilla de comunidad de Estados latinoamericanos y caribeños para el diálogo político de alto nivel y con ambición de peso global. Además China, el magnate de reservas, acaba de incorporarse al Banco Interamericano de Desarrollo (BID) como proveedor de fondos, lo que va a tener más consecuencias políticas. En cualquier caso, salvadas las distancias, el riesgo de fatiga es, en cambio, común al de la Commonwealth: ¿está Iberoamérica destinada a languidecer como espacio de acción política y a quedarse en una gran efeméride anual de nostalgias compartidas? ¿Nos basta con que se convierta en una gran feria interesada en realidad en la promoción de la industria cultural y de la lengua en un mercado global de la cultura? Hoy, debilitada la presencia económica española, nivelada la influencia política a uno y otro lado y relativizada la unidad cultural: ¿qué le queda al proyecto iberoamericano?

 

MENOS RETÓRICA Y MÁS RESULTADOS

La cumbritis –como se la empieza a llamar–, o saturación de reuniones de alto nivel, puede convertirse en una enfermedad mortal. Más aún si, cada año, viene a alimentar el morbo de la opinión pública la última bronca sobre Cuba o Chávez, la disputa por una fábrica papelera, o el desplante de turno de algún presidente.

Trabajando por iberoamérica: El uruguayo Enrique Iglesias, secretario general iberoamericano desde 2005, es la imagen permanente de la comunidad. Con anterioridad estuvo 17 años al frente del Banco Interamericano de Desarrollo.

En paralelo, crece la presión sobre España: su doble naturaleza europea y latinoamericana no supone sólo una ventaja comparativa, sino que comporta la obligación de jugar muy bien a dos barajas. La Cumbre se ha mantenido viva durante 20 años, con sus decenas de conferencias sectoriales y nuevos foros de empresarios, de sociedad civil y parlamentario. ¿Cómo puede resultar útil el invento iberoamericano? Parece necesario un cambio en dos planos: tanto de dirección estratégica como de su principal mecanismo institucional. En cuanto a lo primero, España y Portugal se juegan mucho en el terreno europeo. Hay que maniobrar rápido y, dado que los sentimientos afines a menudo se traducen en política en frustraciones y divorcios, lo mejor es centrarse en los resultados que ha producido y todo lo que aún puede reportar. Para ambos no se trata ya de hacer de valedores de lo latinoamericano ante los socios europeos; esto puede servir todavía para Centroamérica pero no para el Cono Sur. Europa no mira a la región como oportunidad estratégica y, cuando lo hace, es sobre todo a Brasil: franceses y alemanes están abriendo centros allí. Tampoco se trata de invocar una Iberoamérica política, pues en Europa se vería como un retorno a la zona propia de influencia, y del lado americano se percibiría como pretencioso o irreal.

Aunque no todos lo ven igual. Para países como Ecuador, Guatemala o Bolivia, que precisan una ayuda bilateral al desarrollo, el marco iberoamericano puede dejarlos relativamente satisfechos. Pero el traje iberoamericano le viene corto ya a la mayor parte. Es el caso de Brasil, que juega en un tablero global, con los BRIC (acrónimo de Brasil, Rusia, India y China); o de Argentina, Chile o México, con lazos con China, Norteamérica o África. Estos necesitan que lo iberoamericano les sirva de palanca para escalar posiciones, algo que los conecte con otros foros y cree sinergias muy visibles, que sea motor creador de agenda política de vastas proporciones. La recomposición de las economías y de los equilibrios globales va a llevar al menos una década: ¿proporcionará alguna guía para Iberoamérica?

El reto consiste en saber sumar: lo iberoamericano a lo latino, e incluso a lo hispano, para conectar Europa y las Américas, a partir de esquemas identitarios abiertos. Ésa puede ser la forma en que europeos y americanos se vean reflejados en el proyecto iberoamericano y lo incorporen activamente en sus programas de acción. Iberoamérica está para quedarse si sabe convivir con otros espacios interamericanos y su diversidad; pero, si no se adapta, entonces sucumbirá a las ráfagas de viento centrífugas que sacuden la nave. ¿Cómo institucionalizar esto? Respecto a la reforma de las cumbres aún hay demasiada timidez. Pero el mundo no espera y puede quedarse anquilosado. A medida que se han ido consolidando a lo largo de dos décadas, gobernantes y expertos, oficiales de las administraciones y ONG le han dado vueltas a cómo mejorar su efectividad. Hoy lo que está encima de la mesa es cómo darle mayor seguimiento a los acuerdos firmados, cómo simplificar su declaración política final; cómo crear más sinergias con organismos subregionales –Unasur o Grupo de Río– y con organismos como Naciones Unidas, el BID o la CEPAL; y –esto es lo decisivo– cómo conectar con la Cumbre bianual Unión Europea-ALC.

 

EURO-AMÉRICA ES EL FUTURO

Desde España, la mejor manera de ser fieles al espíritu de la Conferencia Iberoamericana –no sustituir, sino estimular y complementar la cooperación y la integración regional– es encajar Iberoamérica en el puzle euroamericano para que éste adquiera una forma más consistente. Esto es, hacer de Euro-América y de Iberoamérica dos piezas complementarias, conceptual y operativamente. El problema es que para los gobiernos iberoamericanos los foros actuales no son prioritarios, y para los europeos, tampoco.

Por eso resulta urgente que desde la Secretaría General Ibero-americana (SEGIB) se gire hacia el motor del desarrollo económico y social equilibrado: la integración regional. Que la Comunidad Iberoamericana conecte con los nuevos intereses y sensibilidades para no quedarse atrás y potencie los programas, por ejemplo, con Unasur, Centroamérica o Mercosur, hoy dirigidos también desde la UE a través de sus asociaciones birregionales. La clave reside en la anticipación: en crear agenda, como ocurre de facto desde la Cumbre de Salamanca en 2005: en migraciones, cohesión social o innovación, marcando el rumbo a las Cumbres UE-ALC subsiguientes. Inversamente, el potencial europeo sería notable para apuntalar iniciativas como la del Fondo del Agua, impulsado por España pero cuya dotación de mil millones de euros se queda inevitablemente corta.

Falta, pues, institucionalizar el vínculo, una “concertación temática”, como apunta Alicia Bárcena, secretaria general de la CEPAL. Una apuesta importante, en opinión del secretario general, es contribuir con su acervo, ideas y recursos en el marco de la futura Fundación EURO-LAC. Es cierto que Enrique Iglesias ejerce su pequeño papel de lobby en Bruselas. Dos veces al año se reúne en consultas con autoridades de la Comisión y del Parlamento europeos, y la SEGIB es la única institución observadora en el Parlamento Eurolatinoamericano (EUROLAT). Pero la relación con Bruselas tiene que institucionalizarse mucho más y, en ese sentido, habrá que estar preparados para, en el próximo periodo de perspectivas financieras 2013-2020, gestionar con la Comisión proyectos de cooperación.

Habría que complementar Euro-América e Iberoamérica. El problema es que para los gobiernos iberoamericanos los foros actuales no son prioritarios, y para los europeos, tampoco

Tal vez una racionalización de tiempo y de recursos lleve a espaciar más las cumbres iberoamericanas, y, en unos años, a fundirlas con la Cumbre UE-ALC. En todo caso, parece claro que debería avanzarse hacia grupos de trabajo conjuntos en coordinación con otras cumbres (de las Américas, Grupo de Río), desde una perspectiva más sectorial y transversal, como corresponde a la globalización, y no ya tanto de cara a hacerse una foto de familia, a veces, mal avenida.

Otra vía por explorar es la agenda global, y para ello hay que conectarse más con Naciones Unidas, y galvanizar recursos y nuevos instrumentos, del Banco Europeo de Inversiones y del BID hacia la región. Además, ¿por qué no fortalecer el ámbito iberoamericano para alimentar consensos de cara a las reuniones del G-20? Ahí está, de rabiosa actualidad, la propuesta de la Cumbre de San Salvador en 2008 para controlar los desmanes de las agencias de evaluación de riesgo y elevar al ámbito de las Naciones Unidas un código internacional de conducta. Es éste un elemento clave de gobernanza global que, si en el pasado golpeó a Latinoamérica, hoy lo hace a la Unión Europea. Iglesias apunta a otro instrumento futuro: una cámara de arbitraje euro-americana, fundamental para la inversión desde el sector privado.

Queda mucho por hacer, y la SEGIB, con apenas 30 técnicos y 15 administrativos, no tiene fuerzas. Para solventarlo en parte podría hermanarse a los oficiales de las Administraciones de la UE, la SEGIB y organismos subregionales, promoviendo una cultura de buen gobierno para Europa y las Américas.

 

OLVIDAR PARA REINVENTARSE

A pesar de todos los esfuerzos y los logros conseguidos, todo aconseja dejar atrás cosmovisiones y esquemas de acción compartimentados. Olvidar la vieja Iberoamérica puede servirnos para transformarla: en un producto nuevo a través de un camino de ida y vuelta. Uno que conecte la agenda política iberoamericana con la europea. Otro, en dirección inversa, que canalice recursos y lo mejor del sistema europeo hacia la entera región latinoamericana. En el camino pueden sumarse otros amigos de las Américas y de más allá. De ese viaje continuo ninguno de los actores volverá a ser el mismo que en el pasado.

Cómo dar continuidad a un proyecto que surgió de una brillante idea política –no ya la conquista de pueblos y territorios de América, sino la conquista democrática común– es una cuestión que, una vez más, requiere una respuesta política en las dos lenguas comunes. El futuro está abierto, pero hay que reinventar Iberoamérica antes de que ésta caiga en el olvido o, peor, en la irrelevancia.