
Tras el nombramiento del general Prayuth Chan-ocha, artífice del golpe de Estado en Tailandia del pasado mayo, como primer ministro hay serias dudas sobre si el país asiático volverá a un régimen democrático.
El pasado 21 de agosto, la Asamblea Nacional de Tailandia lanzó una voz prácticamente unánime: de los 194 diputados que estaban presentes en la Cámara, 191 votaron a favor, 3 se abstuvieron y ninguno se opuso. La votación no era baladí; se trataba de la confirmación como nuevo primer ministro del general Prayuth Chan-ocha. El resultado, sin embargo, no sorprendió a nadie. Prayuth, artífice del golpe de Estado del pasado 22 de mayo, era el único candidato y la Asamblea, designada a dedo, estaba compuesta principalmente de militares.
Prayuth no es un novato en las técnicas golpistas. En 2006, cuando otra asonada depuso al entonces primer ministro Thaksin Shinawatra, Prayuth ya se encontraba en el núcleo duro de los militares sublevados. La democracia tailandesa tampoco es nueva en injerencias por parte de las Fuerzas Armadas; los militares han intentado tomar el poder por la fuerza en 19 ocasiones desde 1932, en 12 de ellas consiguieron su propósito.
El golpe de 2006 supuso la vuelta de los militares al poder. Tras décadas de control casi absoluto de la política tailandesa, los militares habían perdido influencia en los 90. El proceso vino acompañado de una revitalización de otros sectores políticos, incluidos la clase empresarial y los movimientos sociales. Todo ello culminó en la redacción de una nueva Carta Magna en 1997, conocida como la Constitución del Pueblo por el gran paso democrático que supuso en un país acostumbrado a que el poder se lo repartieran soldados, aristocracia y monarquía. El cambio era inevitable. En 2001, Thaksin Shinawatra se convertía en la primera persona no procedente de la vieja clase rica tailandesa en acceder a la jefatura de Gobierno del país. No fue, sin embargo, una revolución; cuando Thaksin se convirtió en primer ministro era una de las personas más ricas del país gracias a sus empresas de telecomunicaciones.
Sus políticas sí resultaron más novedosas. Sus medidas redistributivas, especialmente el acceso barato a la sanidad o un sistema de microcréditos a bajo interés, le granjearon un fuerte apoyo entre las clases populares, concentradas en el norte y el noreste del país. Thaksin se convirtió así en el primer mandatario en terminar su legislatura y en renovarlo además en las urnas, en 2005. Todo un hito para la democracia tailandesa.
Thaksin, sin embargo, quiso también imponer un nuevo reparto del poder, beneficiando a sus aliados y marginando a las clases altas tradicionales, que comenzaron a conspirar contra él y a preparar el golpe de 2006. Su mandato también tuvo numerosas sombras y Thaksin abusó de su poder, en lo que el analista político Thitinan Pongsudhirak llamó un “autoritarismo democrático”. “Monopolizó el sistema de partidos, marginalizó a la oposición, restringió a los medios, extendió ...
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