• African Affairs,
    vol. 103, nº 410,
    Enero 2004, Londres

 

Tras el genocidio que acabó con las vidas de 800.000 ruandeses en 100
días en la primavera de 1994, la búsqueda de justicia y de asunción
de responsabilidades ha tomado caminos sinuosos. Ha pasado de flamantes tribunales
internacionales, con sus jueces extranjeros togados, a atestados tribunales
nacionales, para terminar en juicios locales, celebrados en las aldeas, sin
jueces o abogados formados. En un reciente artículo en la revista trimestral
African Affairs, publicada por la Royal African Society, las investigadoras
Allison Corey y Sandra F. Joireman afirman que esa búsqueda ha fracasado.

En un primer momento, Naciones Unidas puso en marcha una investigación
internacional e interpuso acciones judiciales contra los líderes hutus
que habían planeado y perpetrado el genocidio contra la minoría
tutsi y los hutus moderados. El Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia,
creado en 1993, ofrecía un buen modelo para la justicia internacional
en Ruanda; una noción básica de justicia parecía dictar
que un genocidio mucho más sangriento no podía tener una respuesta
menor. El Consejo de Seguridad de la ONU creó el Tribunal Penal Internacional
para Ruanda (TPIR) en noviembre de 1994 y, en parte por motivos de seguridad,
situó su sede en Arusha, Tanzania. Una década después,
al hacer un breve balance de la actuación del TPIR, Corey y Joreiman
afirman que "los fallos del tribunal para Ruanda exceden con mucho los
beneficios aportados".

Tribunal popular: acusados de crímenes de guerra esperan su traslado a un tribunal gacaca en 2003.
Tribunal popular: acusados de
crímenes de guerra esperan su traslado a un tribunal gacaca en 2003.

Las autoras aciertan al señalar que el tribunal sufrió en sus
primeros años una mala administración y tuvo un mandato demasiado
limitado. Pero subestiman los obstáculos que ha afrontado y minimizan
sus logros. El genocidio es un delito complejo, con miles de víctimas
y, en el caso de Ruanda, miles de autores. Demostrar la culpabilidad de determinados
altos cargos en un tribunal que cumpla con los requisitos internacionales para
los procedimientos legales resulta muy difícil. Comparado con el coste
de juzgar un número similar de delitos graves en EE UU, los alrededor
de 500 millones de euros que ha costado el TPIR en una década no son
sorprendentes. Los juicios y sentencias históricas del tribunal contra
altos cargos han hecho que valgan la pena.

Pero el TPIR no es el único mecanismo para la asunción de responsabilidades.
El Gobierno ruandés, hostil al tribunal en parte porque éste no
admite la pena de muerte, ha recurrido a los tribunales nacionales para encausar
a las decenas de miles de ruandeses implicados en la masacre. EE UU y otros
países donantes han apoyado la iniciativa. Como embajador plenipotenciario
del presidente Bill Clinton para asuntos relacionados con crímenes de
guerra, durante años defendí en vano la creación en Ruanda
de programas de asistencia judicial y la introducción de una nueva ley
sobre genocidio que administrara justicia penal con garantías judiciales.
Era una tarea imposible, dado el alto número de sospechosos y la importante
ayuda internacional que exigía. Los funcionarios ruandeses suelen comparar,
con amargura, los centenares de millones de dólares gastados en el TPIR
con el mísero porcentaje de la ayuda internacional al desarrollo que
se ha dado a sus tribunales nacionales. Sin embargo, no es un problema sólo
de Ruanda ni provocado por el TPIR: pocos sistemas judiciales de países
en desarrollo atraen mucha ayuda financiera o técnica. Aunque los tribunales
ruandeses conservan su competencia para juzgar determinados casos penales derivados
del genocidio, la imposibilidad de llegar a todos los sospechosos ha llevado
a intentar otras aproximaciones.

En 2002 el Gobierno ruandés anunció su versión del sistema
tradicional gacaca ("justicia sobre la hierba") de tribunales
locales. Pretende obtener, de forma rudimentaria, la confesión de decenas
de miles de sospechosos, seguida de un castigo decidido por la comunidad y de
su reinserción en la sociedad al cabo de unos años. Los ruandeses
eligieron localmente a más de 200.000 ciudadanos como jueces gacaca,
que desde entonces han recibido formación informal durante varios meses.

Efectivamente, esa justicia tradicional no ofrece garantías procesales
internacionalmente válidas. Sin embargo, la afirmación de las
autoras de que la justicia de aldea avivará el resentimiento
hutu y hará más probable la comisión de futuras atrocidades
es especialmente grave.

El proceso gacaca no abarca los delitos posteriores a 1994 y, de
hecho, concede inmunidad a quienes atacaron después a los hutus en venganza.
Aunque tienen razón al identificar esta carencia, Corey y Joreiman se
equivocan al insistir en que la justicia gacaca también debería
cubrir los crímenes de guerra posteriores al genocidio, cometidos por
el tutsi Frente Patriótico Ruandés. Estos delitos deben ser investigados
en profundidad por el TPIR y los tribunales nacionales, ayudados por más
asistencia internacional. Sobrecargar los tribunales de aldea sólo supondría
repetir el error que algunos cometimos hace 10 años al pedir que se procesara
de forma legalmente impecable a los miles de personas implicadas en el genocidio.
La justicia ruandesa ha evolucionado y producido un sistema de búsqueda
de la verdad y de redención imperfecto pero, en definitiva, práctico.

ENSAYOS, ARGUMENTOS Y OPINIONES DE TODO EL PLANETA

David Scheffer

African Affairs,
vol. 103, nº 410,
Enero 2004, Londres

Tras el genocidio que acabó con las vidas de 800.000 ruandeses en 100
días en la primavera de 1994, la búsqueda de justicia y de asunción
de responsabilidades ha tomado caminos sinuosos. Ha pasado de flamantes tribunales
internacionales, con sus jueces extranjeros togados, a atestados tribunales
nacionales, para terminar en juicios locales, celebrados en las aldeas, sin
jueces o abogados formados. En un reciente artículo en la revista trimestral
African Affairs, publicada por la Royal African Society, las investigadoras
Allison Corey y Sandra F. Joireman afirman que esa búsqueda ha fracasado.

En un primer momento, Naciones Unidas puso en marcha una investigación
internacional e interpuso acciones judiciales contra los líderes hutus
que habían planeado y perpetrado el genocidio contra la minoría
tutsi y los hutus moderados. El Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia,
creado en 1993, ofrecía un buen modelo para la justicia internacional
en Ruanda; una noción básica de justicia parecía dictar
que un genocidio mucho más sangriento no podía tener una respuesta
menor. El Consejo de Seguridad de la ONU creó el Tribunal Penal Internacional
para Ruanda (TPIR) en noviembre de 1994 y, en parte por motivos de seguridad,
situó su sede en Arusha, Tanzania. Una década después,
al hacer un breve balance de la actuación del TPIR, Corey y Joreiman
afirman que "los fallos del tribunal para Ruanda exceden con mucho los
beneficios aportados".

Tribunal popular: acusados de crímenes de guerra esperan su traslado a un tribunal gacaca en 2003.
Tribunal popular: acusados de
crímenes de guerra esperan su traslado a un tribunal gacaca en 2003.

Las autoras aciertan al señalar que el tribunal sufrió en sus
primeros años una mala administración y tuvo un mandato demasiado
limitado. Pero subestiman los obstáculos que ha afrontado y minimizan
sus logros. El genocidio es un delito complejo, con miles de víctimas
y, en el caso de Ruanda, miles de autores. Demostrar la culpabilidad de determinados
altos cargos en un tribunal que cumpla con los requisitos internacionales para
los procedimientos legales resulta muy difícil. Comparado con el coste
de juzgar un número similar de delitos graves en EE UU, los alrededor
de 500 millones de euros que ha costado el TPIR en una década no son
sorprendentes. Los juicios y sentencias históricas del tribunal contra
altos cargos han hecho que valgan la pena.

Pero el TPIR no es el único mecanismo para la asunción de responsabilidades.
El Gobierno ruandés, hostil al tribunal en parte porque éste no
admite la pena de muerte, ha recurrido a los tribunales nacionales para encausar
a las decenas de miles de ruandeses implicados en la masacre. EE UU y otros
países donantes han apoyado la iniciativa. Como embajador plenipotenciario
del presidente Bill Clinton para asuntos relacionados con crímenes de
guerra, durante años defendí en vano la creación en Ruanda
de programas de asistencia judicial y la introducción de una nueva ley
sobre genocidio que administrara justicia penal con garantías judiciales.
Era una tarea imposible, dado el alto número de sospechosos y la importante
ayuda internacional que exigía. Los funcionarios ruandeses suelen comparar,
con amargura, los centenares de millones de dólares gastados en el TPIR
con el mísero porcentaje de la ayuda internacional al desarrollo que
se ha dado a sus tribunales nacionales. Sin embargo, no es un problema sólo
de Ruanda ni provocado por el TPIR: pocos sistemas judiciales de países
en desarrollo atraen mucha ayuda financiera o técnica. Aunque los tribunales
ruandeses conservan su competencia para juzgar determinados casos penales derivados
del genocidio, la imposibilidad de llegar a todos los sospechosos ha llevado
a intentar otras aproximaciones.

En 2002 el Gobierno ruandés anunció su versión del sistema
tradicional gacaca ("justicia sobre la hierba") de tribunales
locales. Pretende obtener, de forma rudimentaria, la confesión de decenas
de miles de sospechosos, seguida de un castigo decidido por la comunidad y de
su reinserción en la sociedad al cabo de unos años. Los ruandeses
eligieron localmente a más de 200.000 ciudadanos como jueces gacaca,
que desde entonces han recibido formación informal durante varios meses.

Efectivamente, esa justicia tradicional no ofrece garantías procesales
internacionalmente válidas. Sin embargo, la afirmación de las
autoras de que la justicia de aldea avivará el resentimiento
hutu y hará más probable la comisión de futuras atrocidades
es especialmente grave.

El proceso gacaca no abarca los delitos posteriores a 1994 y, de
hecho, concede inmunidad a quienes atacaron después a los hutus en venganza.
Aunque tienen razón al identificar esta carencia, Corey y Joreiman se
equivocan al insistir en que la justicia gacaca también debería
cubrir los crímenes de guerra posteriores al genocidio, cometidos por
el tutsi Frente Patriótico Ruandés. Estos delitos deben ser investigados
en profundidad por el TPIR y los tribunales nacionales, ayudados por más
asistencia internacional. Sobrecargar los tribunales de aldea sólo supondría
repetir el error que algunos cometimos hace 10 años al pedir que se procesara
de forma legalmente impecable a los miles de personas implicadas en el genocidio.
La justicia ruandesa ha evolucionado y producido un sistema de búsqueda
de la verdad y de redención imperfecto pero, en definitiva, práctico.

David Scheffer es profesor visitante de Derecho
Internacional en la Universidad de Georgetown y ex embajador plenipotenciario
para asuntos relacionados con crímenes de guerra.