Bruselas y Moscú necesitan entenderse, pero el camino será complicado. La guerra de los cinco días en Georgia el pasado verano, la posible colocación de misiles en Kaliningrado y la desconfianza mutua no ayudan a normalizar las relaciones, como ha quedado patente en la reciente Cumbre UE-Rusia en Niza. Sin embargo, un sistema de seguridad europeo en el ambas partes confíen puede ser la solución.

Rusia y la Unión Europea han anunciado que retoman las negociaciones para un nuevo acuerdo estratégico, que habían sido suspendidas por la UE a raíz de la crisis del Cáucaso en agosto. Ambas decisiones –la congelación y la descongelación del diálogo– fueron en gran medida actos simbólicos. En realidad, Moscú y Bruselas no se consultaron ni siquiera antes de la guerra entre Rusia y Georgia; y tampoco ahora cabe esperar una mejora espectacular de la diplomacia.

Necesidad mutua: Las negociaciones del nuevo acuerdo entre la UE y Rusia serán largas y dolorosas. AFP/Getty Images

La UE ha advertido que tras lo ocurrido en la ex república soviética del Cáucaso ya no es posible seguir dispensando el trato habitual a Rusia. Esto puede considerarse una consecuencia positiva de la crisis. Las relaciones que se venían manteniendo en los últimos años eran intentos inútiles de imitar el avance de la integración, cuando en realidad ambas partes se sentían cada vez más irritadas una con la otra.

Los principios en los que se basó el acercamiento entre Rusia y Europa a principios de los 90 han desaparecido a medida que cambiaban las circunstancias. En aquellos años se pensaba que Rusia se integraría en el sistema de la Europa Unida, aceptando sus normas y sus reglas sin ingresar en la UE. Después, las prioridades de Moscú cambiaron y Bruselas acabó en una situación incómoda desde el punto de vista conceptual.

Rusia no sólo es un país próximo a las fronteras comunitarias, sino también un socio culturalmente muy cercano. La estructura de las relaciones de la UE con los países vecinos proporciona un modelo de integración que permite entrar sin problemas en su espacio político, legal y económico, ya sea con la perspectiva de convertirse en Estado miembro o de una estrecha dependencia y trato preferente.

Moscú ha rechazado ambas opciones y Bruselas no ha sido capaz de ofrecerle otra cosa. Los rusos tampoco quieren mantener relaciones puramente comerciales, como las que la UE mantiene con China, ya que exigen un trato especial y único –no sin motivos, si tenemos en cuenta su cercanía cultural y los lazos económicos entre ambas.

El resultado es que las dos partes han dejado de comprender los objetivos estratégicos de sus relaciones. Las diferencias se ven ahora exacerbadas por la división interna entre la nueva y la vieja Europa en torno al tema de Rusia. Lo ocurrido en Georgia ha servido para sacar a la luz problemas latentes y ha permitido hacer un mejor análisis de cómo están realmente las cosas.

Primero, todos los aspectos de la vida europea están estrechamente interconectados –por ejemplo, es imposible hablar de integración económica sin tener en cuenta los temas de seguridad. Los miedos siempre acaban aflorando, como ha quedado patente en el tema de la energía. Cualquier debate sobre el suministro de gas ruso se politiza porque el diseño de la seguridad paneuropea no infunde confianza en ciertos países.

Ocurre en ambos bandos. Para los rusos es muy difícil negociar con normalidad con Ucrania debido a que la OTAN y todos los problemas y emociones relacionados con ella están siempre presentes en el ambiente. Mientras tanto, naciones como Polonia o los países bálticos, que en el fondo no confían en las garantías que la OTAN y la UE les han dado, creen ver en todas partes un emergente expansionismo ruso y el fantasma del Pacto Molotov-Ribbentrop. Esto significa que, si no se crea un sistema de seguridad en el que todos los implicados confíen, será imposible lograr avances en el terreno económico.

Segundo, tanto Rusia como la Unión Europea continúan intentando definir sus identidades geopolíticas. Moscú anda buscando a tientas su papel en la escena mundial. Le gustaría ser una potencia influyente e independiente, pero no tiene suficiente poder para lograrlo. A la vez, no puede integrarse en ninguna parte, ya que es demasiado grande e independiente.

Tampoco en la Unión Europea están las cosas claras. Las reformas institucionales, con las que se pretendía convertir a la Unión en una alianza política más consolidada, han embarrancado una vez más. Aunque se ratificara el Tratado de Lisboa, en el fondo no cambiaría nada. Entre tanto, al menos algunos países miembros intentan fortalecer su poder político y su independencia. El papel que ha jugado Francia, al frente de la UE, en la resolución política de la crisis del Cáucaso ha dado ánimos a muchos en Europa. Pero no es difícil imaginar en qué situación se habría encontrado Bruselas si el conflicto hubiera ocurrido durante la presidencia de Polonia o de Estonia.

Las negociaciones del nuevo acuerdo serán largas y dolorosas, ya que la comprensión mutua está bajo mínimos, y el interés de las partes en el resultado final también deja mucho que desear. En cualquier caso, no deberíamos esperar que se logre un acuerdo para años y décadas. Más bien se aprobará un tratado interino que permitirá salir del paso y hará que las relaciones sean más eficaces.

Durante las próximas décadas, Rusia y la Unión Europea están destinadas a interactuar estrechamente si quieren desempeñar un papel importante en el siglo XXI. La construcción de una nueva Europa más grande sobre los cimientos de Rusia y la UE es una tarea comparable en escala a la que se fijaron los arquitectos de la integración europea tras la Segunda Guerra Mundial. Tampoco en aquella época casi nadie creyó que tendría éxito.