Congo: casi cuatro millones de muertos desde
1997. Apenas unas páginas en
los periódicos e indiferencia por parte de la comunidad internacional,
que ha visto estrellarse todos los acuerdos de paz. Pero por primera vez hay
un proceso
político incipiente, lleno de obstáculos y problemas, que podría
poner fin al
conflicto más sangriento de los últimos 25 años.
La situación en la República Democrática del Congo (antiguo
Zaire) hace bueno el dicho de que para llamar la atención de la prensa
basta un muerto en el propio país, algunos más en los Estados
vecinos o en el mundo desarrollado, y más de cien en África.
En realidad, parece que son necesarios muchísimos más. Esta guerra
es, con diferencia, la más sangrienta del último cuarto de siglo,
muy por encima de las sufridas en los Balcanes, Oriente Medio, Afganistán
o Irak. Fuentes humanitarias sitúan el número de víctimas
del conflicto en el este del país por encima de los tres millones desde
1997 (sin contar las bajas directas del genocidio ruandés de 1994, entre
500.000 y 1.000.000). La indiferencia general no se debe sólo a la falta
de atención mediática, sino también a la desesperanza
generada por una situación que parece no tener arreglo y en la que,
hasta el momento, han fracasado todos los intentos de paz. Sin embargo, puede
que estemos en el umbral de una solución.
La inestabilidad en el este de la RDC comenzó con el éxodo masivo
de hutus ruandeses que, en 1994, huyeron del nuevo Gobierno tutsi de Kigali.
Entre los desplazados se encontraban los protagonistas del genocidio tutsi.
Abusando de la ayuda de la comunidad internacional destinada a los refugiados,
los hutus realizaron incursiones en Ruanda, lo que ofreció una justificación
a Kigali para, con el apoyo de Uganda, entrar en 1997 en el entonces Zaire,
forzar el retorno de los refugiados y, de paso, contribuir a derrocar al régimen
de Mobutu Sese Seko e instalar en el Gobierno a Laurent Kabila. El problema
es que los genocidas hutus –entre ellos, los conocidos interahamwe
(los que matan juntos)– permanecieron en el país, y desde entonces
han continuado las incursiones ruandesas en el este de la RDC y los ataques
esporádicos de lo que queda de las milicias hutus en Ruanda. A esta
situación se añade la falta de control de Kinshasa sobre el este
del país, la proliferación de grupos rebeldes y la intensificación
de las tensiones entre los casi cuatrocientos grupos étnicos que conviven
en el país, y cuyo exponente más violento lo constituyen los
enfrentamientos entre los hema y los lendu en la provincia de Ituri (norte
del Congo).
A partir de 1999, han continuado los acuerdos incumplidos de alto el fuego
en los que llegaron a participar hasta 11 Estados africanos implicados de una
manera u otra en la que se ha llamado la "primera guerra mundial africana".
Aquel año, la ONU desplegó un primer grupo de 90 observadores
militares, que crecería rápidamente hasta 500. Con el asesinato
de Kabila en 2001 y la sucesión en la jefatura del Estado de su hijo,
Joseph, se abrió un nuevo proceso que desembocaría en la firma,
el 16 de diciembre de 2002, del Acuerdo de Transición en la RDC. Este
pacto establece un periodo de gobierno cuatripartito que debería haber
desembocado, en junio de 2005, en elecciones generales. Durante este tiempo
tendría que haberse aprobado en referéndum una Constitución
y logrado unas fuerzas armadas congoleñas unificadas, y la reinserción
civil del resto de combatientes. Nada de esto ha sucedido. Aun así,
un viento de cauto optimismo recorre la región. ¿Qué ha
cambiado?
Afortunados supervivientes: refugiadas congoleñas y sus niños a las afueras de su campo, situado al este del Congo, en febrero de 2005. |
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En primer lugar, parece que EE UU y el Reino Unido han alterado su posición
de apoyo incondicional al Gobierno ruandés, al que han presionado para
que adopte una posición más constructiva. La permanencia de guerrilleros hutus en territorio congoleño –razón esgrimida por Kigali
para mantener su control del otro lado de la frontera– ya no es aceptada
de buen grado. Las últimas estimaciones cifran en no más de 10.000
los combatientes que permanecen en la RDC, una gran parte de los cuales eran
menores de edad durante el genocidio. Ya no constituyen una amenaza real para
la seguridad de Ruanda y, por tanto, no justifican las incursiones. Crece la
presión internacional sobre Kigali para que acepte su regreso, asigne
responsabilidades a los que tuvieron un papel destacado en las matanzas y ofrezca
vías de reintegración social al resto. Y, sobre todo, para que
cese sus incursiones.
En segundo lugar, la Misión de Naciones Unidas en el Congo (MONUC),
que ha crecido hasta alcanzar unos 16.000 efectivos militares, parece haber
tomado la actitud enérgica que los congoleños reclamaban. Durante
sus primeros años de vida, asistió impasible a numerosos episodios
de violencia, en parte limitada por el mandato recibido del Consejo de Seguridad
y en parte por su reticencia a tomar iniciativas que pudieran causar bajas
entre sus soldados.
Con un mandato reforzado por la resolución 1.565 del Consejo y posteriores,
que autorizan un uso más amplio de la fuerza, la misión ha comenzado
a imponer el orden entre las facciones. El ejemplo de la Operación Artemis
en Ituri –de la Unión Europea, y liderada por Francia– mostró que
era posible y necesario el uso de la fuerza para obtener resultados en la RDC.
Con esta nueva actitud, MONUC puede forzar el desarme de los bandos, impulsar
la desmovilización y reinserción de los combatientes, y acorralar
a los grupos genocidas ruandeses que se resistan a volver a su país.
Europa en el corazón de África Cómo se reestructuran, en menos de dos años, las fuerzas El aterrizaje de la Unión en el conflicto se produjo en 2003, Ahora, Bruselas quiere contribuir a formar a la policía local
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En tercer lugar, el proceso político avanza, aunque con retrasos. La
Constitución acaba de ser aprobada por la Asamblea Nacional y todavía
hay tiempo de someterla a referéndum y celebrar elecciones generales,
dentro del plazo excepcional previsto en el Acuerdo de Transición que
se extiende hasta junio de 2006.
Todos los problemas técnicos pueden ser superados con el apoyo financiero
de la comunidad internacional. Lo que queda por probar es la voluntad real
de las partes de aceptar cuotas de poder –y de acceso a los recursos
económicos– en función de resultados democráticos.
Años de economía de guerra han generado una cultura de enriquecimiento
por la fuerza en la que los grupos armados se apropian sistemáticamente
de la riqueza generada por los recursos naturales y extorsionan a la población
de las zonas que controlan. No creen en el Estado porque éste simplemente
no está presente. El Gobierno cuatripartito actual es descrito por algunos
diplomáticos como cuatro administraciones separadas que coexisten, cada
una con su milicia, sus fuentes de financiación, sus apoyos externos
y sus objetivos. A la hora de reconvertir este entramado en un Gobierno unificado,
se enfrentan dos concepciones distintas de la RDC del futuro, dos visiones
geoestratégicas: una, más favorecida por Francia, y la otra,
por EE UU y el Reino Unido. La primera apoyaría un Estado centralizado
y fuerte en Kinshasa, que enfatizaría la integración de todo
el Estado y el refuerzo de las vías de comunicación entre Kinshasa
y el este, de tal manera que las riquezas naturales de esa zona transitaran
hacia el Atlántico. La segunda propiciaría un Estado descentralizado,
con una autonomía avanzada para las provincias de Kivu Norte y Kivu
Sur, limítrofes con Ruanda y pobladas por tutsis congoleños.
Esta fórmula, además de promover la salida de las riquezas naturales
de esta zona hacia el Índico a través de Kigali, permitiría
una interacción mucho más estrecha entre estas provincias y Ruanda,
y la consolidación de una zona de influencia ruandesa en la RDC.
La maldición del ‘coltan’ Hay demasiadas riquezas, sobre todo en el este del país, la Un grupo de expertos designado por el Consejo de Seguridad de la ONU
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Existen argumentos válidos para ambas opciones. Un Estado centralizado
es necesario para vertebrar un país hoy por hoy carente de infraestructuras
de comunicación y administrativas, de recaudación fiscal o de
prestación de servicios. También existe el riesgo de que la creación
de estructuras de poder regionales fuertes, a partir de una situación
de no-Estado, degenere en la coexistencia de gobiernos locales soberanos de
facto. Por otra parte, la formalización de una zona de influencia ruandesa
en el este de la RDC parece una fórmula razonable para satisfacer tanto
los deseos de los tutsis congoleños de mantener una interacción
privilegiada con Kigali (mucho más cercana que Kinshasa), como de aliviar
algunos de los problemas de Ruanda (superpoblación y carencia de recursos
naturales, dos de las causas del genocidio y permanente tensión étnica
en este país). La cuestión es si los congoleños serán
capaces de decidir y poner en práctica un modelo de gobernabilidad por
métodos pacíficos, y si sus líderes y los dirigentes de
los países vecinos van a aceptar sus límites. La comunidad internacional
y los principales actores bilaterales parece que ya han clarificado sus posiciones
y están decididos a apoyar un proceso que puede aportar enormes beneficios
para la estabilidad regional, mucho mas allá de las fronteras de la
RDC.