¿Por qué se han levantado los estudiantes chilenos en amplias manifestaciones contra su Gobierno?

 

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Por qué Chile está salpicado de protestas cuando su economía muestra el mayor crecimiento en 16 años y el desempleo apenas supera el 7%. Por qué se rechaza masivamente el afán de lucro, cuando en 2010 se eligió de presidente de la República a Sebastián Piñera, uno de sus representantes más conspicuos. Por qué ahora se cuestiona el modelo, cuando éste ha convertido a Chile en un ejemplo de crecimiento y prosperidad. Por qué cae tan estrepitosamente la popularidad del Gobierno y, al mismo tiempo, no gana adherentes la oposición.

Muchos sociólogos han reflexionado sobre lo que ocurre cuando una sociedad experimenta un salto brusco en su escolaridad y bienestar. Cruzado un cierto umbral, señalan, los valores materiales ligados a la seguridad económica son desplazados por valores no materiales asociados a la autorrealización y la participación. Entonces, las demandas de la clase media opacan a las de los pobres. Se le podría bautizar como el síndrome 15M. Éste no tiene nada que ver con los indignados españoles, sino con los 15.000 dólares per cápita, como los que Chile ha alcanzado.

Los cientos de miles de jóvenes chilenos que han salido a las calles en los últimos meses son los hijos de la clase media. Una generación que no vivió las guerras de sus padres contra la escasez y el autoritarismo, y que ha disfrutado de un nivel de vida y de oportunidades que no tienen parangón. Por ejemplo, 7 de cada 10 estudiantes que cursan la educación superior son los primeros de su familia en llegar ahí. Lo que ellos piden no es que se les abran las puertas para acceder al sistema (en cierto modo, ya están ahí) sino que se revisen sus fundamentos. El Gobierno les ofrece mas recursos para educación y ellos piden hablar sobre el sentido de la misma. La clase dirigente les habla desde la racionalidad y ellos responden desde la moralidad. Son, en suma, inmunes al relato de la generación precedente. Quieren escribir uno propio. Y se sienten preparados para ello.

Se suma a ésto un extendido malestar hacia lo que podríamos llamar un capitalismo de triquiñuelas. Ese que se basa en estimular el uso de estratagemas para engañar a los consumidores, y en el que la capacidad de inventiva no se ocupa de crear más valor, sino de diseñar dispositivos para arrebatárselos a inocentes por medio de artimañas. Todo a través de escándalos que han afectado a grupos con pocos ingresos.

Los adultos reconocen haber progresado, pero sienten que ya tocaron techo. Las esperanzas están depositadas en los hijos. Se les ha señalado que el mecanismo para que progresen es la educación. Que ésta les abrirá las puertas a una vida liberada del esfuerzo y de las humillaciones que los progenitores han tenido que aceptar para ofrecerles lo que ellos no tuvieron: educación, y con esto, un futuro cuyo único límite es el talento de cada uno.

Éste fue el contrato social tácito: “ustedes aceptan el modelo y postergan otras demandas, y el sistema les garantiza, vía educación, que vuestros hijos alcanzarán una vida nueva”. Los mayores lo aceptaron. Prueba de ello es que destinan a educación un porcentaje de sus ingresos que está entre los más altos del mundo. Que se han resignado pasivamente a las condiciones laborales y de endeudamiento que se les han impuesto.  ¿Qué ha ocurrido? Que los jóvenes no aceptan este contrato y que los mayores sienten haber sido estafados, porque la recompensa no era tal, estiman hipotecadas sus vidas por una quimera.

Los problemas que no se resuelven sustituyendo a la centro-izquierda por la centroderecha

Se sienten engañados y han salido a las calles para desahogar su frustración y su rabia. ¿Contra qué? Contra ese relato que sostenía que la educación es la madre de todas las victorias; que daba lo mismo si su provisión es pública o privada, con tal de que diera cabida a todos; que no importaba que fuese cara, porque sus beneficios compensarían su coste. Un relato que, implícitamente, sostenía que las energías individuales había que centrarlas en estudiar y en ahorrar con tal objeto, no en promover cambios estructurales. Lo que antes hacía ilusión, ahora es percibido como estafa. Se acusa a los grupos dirigentes por haberlos embarcado en un sistema que los devora. Por haber fundado la paz social en un engaño.

Tener un Gobierno de derechas que extremó las expectativas y que no tiene expertise para lidiar con movimientos sociales y para trocar demandas presentes por esperanzas futuras, ha contribuido, y mucho, a este malestar. Prometió que modernizaría el Estado en base a la aplicación de una lógica empresarial y que el imperio de la técnica daría mejores resultados que el diálogo y la negociación, tan caras para los políticos. Pero ha fracasado. Asediado por la baja popularidad, el presidente Piñera se vio obligado en julio pasado a sustituir técnicos por políticos, al tiempo que ha subido impuestos y aumentando las regulaciones de todo orden. En la ciudadanía, esto sólo confirma que los problemas que le aquejan no se resuelven sustituyendo a la centro-izquierda por la centroderecha -como lo imaginó-, sino con un cambio del modelo, al margen de lo que esto signifique.

En las últimas décadas Chile se desplazó desde un modelo de cohesión social de tipo europeo, sostenido en la ilusión de derechos garantizados por el Estado, a uno estadounidense, basado en la ilusión de oportunidades creadas por el mercado. Ha sido buen alumno, como que ostenta la quinta posición mundial en el Índice Frazer de Libertad Económica. La fórmula adoptada genera altas expectativas de movilidad social, lo que le permite soportar elevados niveles de desigualdad. ¿Qué ocurre, sin embargo, si se percibe que ellas no son satisfechas y no hay una clase política capaz de gestionar esta asimetría? Precisamente lo que está pasando en Chile: un difuminado sentimiento de malaise.

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