Siguiendo el ejemplo de los soviéticos, el régimen está construyendo un nuevo telón de acero, en la Red.

 

Desde el punto de vista poco informado o apresurado de un turista, en Irán se vive hoy una extraña calma. Y los brutales gobernantes han hecho todo lo imaginable para convertirnos a todos en turistas -en el mejor de los casos- a la hora de interpretar los acontecimientos del turbulento último año vivido en el país.

En este y otros muchos aspectos, la teocracia de los mulás recuerda de forma inevitable a los últimos días de la URSS. Pero los censores soviéticos, al menos hasta muy al final, podían emplear la fuerza bruta para impedir que se difundieran las informaciones, por lo que los periodistas extranjeros no sabían lo que sucedía tras el Telón de Acero. Era fácil: no había Internet. Los cazaperiodistas del presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, deben enfrentarse a un mundo en el que la información se extiende libremente, las antenas parabólicas están en todas partes y más de 22 millones de sus ciudadanos utilizan la Red. En esa situación, el polémico Gobierno ha hecho todo lo posible durante el último año para interrumpir la circulación de noticias y hacer que, cuando acaban filtrándose algunas de ellas, sea imposible verificarlas. Ha conseguido erigir, si no un muro sólido y a prueba de fugas como el de sus antecesores soviéticos, sí al menos una cortina de humo confusa y cambiante.

 

ATT KENARE/AFP/Getty Images

 

Teherán emplea un ejército enorme y a veces invisible de subordinados a sueldo y guerreros ideológicos para ayudar a situar todas las cuestiones en el ámbito público e incluso fabricar datos convenientes que encajen con sus afirmaciones. Uno de los principales elementos de esta estrategia es una iniciativa masiva, de la que se sabe poco, que el Ejecutivo -cada vez más obsesionado con combatir lo que el órgano político del Cuerpo de Guardia Revolucionaria Islámica (CGRI), Sobhe Sadeq, denomina el “poder blando” de Estados Unidos- llama “yihad cibernética”. Al parecer, el Gobierno iraní ha destinado a 10.000 miembros basij, su milicia de matones, al servicio de esta lucha. Compañías occidentales como Nokia Siemens han vendido al país persa las tecnologías y el conocimiento necesarios para censurar y controlar Internet. Los aliados del régimen han conseguido piratear páginas relacionadas con la oposición, entre ellas la del líder de ésta, Mir Hossein Mousaví, Kaleme, otra vinculada al clérigo reformista Mehdi Karroubi y docenas pertenecientes a importantes disidentes en el exilio.

El Gobierno iraní entrena a sus ciberyihadistas para todo, desde cómo influir en los chats hasta ser expertos en la “semiótica del ciberespacio”, según un programa que me ha enviado un miembro desencantado del régimen. La página de la Guardia Revolucionaria Gerdab.ir muestra fotos de manifestantes, con el fin de realizar una labor de vigilancia de multitudes. Desde septiembre, el CGRI es dueño del gigante de las telecomunicaciones que controla todo el acceso a Internet, los teléfonos móviles y las redes sociales en el país. Pero la historia de la ciberyihad iraní ha pasado casi inadvertida en los medios de comunicación occidentales, a pesar de su enorme dimensión y su relativa eficacia.

Existen también sólidas pruebas de la vitalidad que sigue teniendo el movimiento democrático del país

Los periodistas estadounidenses tampoco han sabido ver otras noticias más rutinarias que muestran el sórdido estado de la sociedad iraní. Por supuesto, siempre es arriesgado reflejar informaciones no comprobadas de un país cerrado, pero el peligro que supone ignorarlas por completo es también grave. Desde el año pasado, las leyes de censura, que ya eran draconianas, se han endurecido todavía más. Autores de libros que habían obtenido el “permiso para imprimir” han tenido que volver a solicitarlo. En los medios en persa aparecen historias cada vez más atroces sobre el sistema de clientelismo de Ahmadineyad, los millones de dólares que regala su oficina para comprar apoyos políticos. Las informaciones ofrecidas por una página de la oposición sobre la decisión del líder Supremo, el ayatolá Alí Jamenei, de detener la investigación sobre los cargos de corrupción contra un importante asesor del Presidente, nunca han llegado a los medios occidentales, ni tampoco las afirmaciones de la página oficial del Gobierno, Kayhan News, sobre al menos 8.000 millones de dólares (unos 6.700 millones de euros) enviados a bancos extranjeros por expertos en diversos esquemas Ponzi durante el último año. La prohibición de viajar a Simin Behbahani -la principal poeta iraní y luchadora incansable por la causa de la democracia y los derechos humanos- recibió escasa atención. La destrucción gradual pero inexorable del sector privado por las insensatas políticas económicas de Ahmadineyad ha pasado casi inadvertida.

Existen también sólidas pruebas de la vitalidad que sigue teniendo el movimiento democrático del país, pero casi no se habla de ellas. No hay más que fijarse en la guerra cultural -muy vinculada a la oposición democrática- por el intento del Gobierno de restringir la enseñanza y las actuaciones musicales. Lo que ha conseguido engendrar es un renacimiento en este ámbito, un mundillo clandestino lleno de fuerza que está produciendo obras fascinantes -y a menudo explícitamente políticas- en rap, pop y un nuevo género híbrido de folk y rock, creado por Mohsen Namjoo, al que llaman el “Bob Dylan iraní”.

Cuando la periodista del diario The New York Times Nazila Fathi vivía en Teherán, escribió sobre la poderosa música de Namjoo. Ahora que no sólo ella sino todos los periodistas estadounidenses más veteranos están fuera del país persa, y que los visados de entrada se conceden de forma meticulosa a quienes menos probabilidades tienen de escribir crónicas negativas, estos choques culturales -y la lucha política general de la que son síntomas- son invisibles. Y eso es justo lo que quiere Ahmadineyad.

 

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