Los países de América Latina comienzan a celebrar los bicentenarios de sus independencias del imperio español. Pese a haber avanzado en su desarrollo, aún guardan una gran semejanza con Costaguana, la nación suramericana magistralmente inventada por Joseph Conrad.  

El motín de Aranjuez y la invasión napoleónica de España en 1808 provocaron, entre otras consecuencias no deseadas, la aparición casi simultánea de los llamados movimientos juntistas en las colonias españolas. Las juntas americanas fueron originalmente fieles en cuanto proclamaron lealtad al rey Fernando VII, pero en poco tiempo desembocaron en la independencia de todas las repúblicas hispanoamericanas, con la excepción de Cuba, Puerto Rico y Panamá. El proceso se cumplió entre 1810 y 1830. Hispanoamérica se dispone, pues, a conmemorar los primeros doscientos años de una vida independiente, triste es admitirlo, hecha de pobreza y desigualdades.

Genio: uno de los retratos más conocidos de Joseph Conrad.

Postular una imaginaria nación hispanoamericana y situar en ella la trama de una ficción no es cosa nueva. Tampoco es cosa desdeñable, por muy vista que parezca esa estrategia narrativa. Ha sido el recurso de autores tan dispares como Ramón del Valle-Inclán, Alejo Carpentier, Woody Allen e Isabel Allende. Algunos de los dictadores examinados, en no pocas ocasiones con soterrada admiración por notables novelistas del llamado "boom latinoamericano” en el último cuarto del siglo pasado, despliegan su desaforada atrocidad autocrática en países de embuste, a menudo en países que no llegan a llamarse de ninguna manera. Seduce mucho más atender a la sugerencia, hecha por muchos críticos, de que autores tan disímiles como John Updike o V. S. Naipaul sean tributarios –al menos en esto de figurarse naciones poscoloniales de embeleco– de Joseph Conrad, el narrador británico de origen polaco, nacido hace 150 años y autor de Nostromo, la novela publicada en 1904 y en la que transcurren tres lustros de una incipiente república suramericana: Costaguana.

“Conrad es el autor del intento imaginativo más profundo que existe en la literatura inglesa para comprender un ambiente latinoamericano”, afirma el inglés Malcolm Deas, especialista en historia colombiana del siglo XIX, en un ensayo sobre las fuentes de Nostromo. El propio Conrad, al escribir sobre su obra, afirmó que su ambición fue la de “realizar el espíritu de toda una época en la historia de América Latina”.

Además de ser quizá la novela más ambiciosa de Conrad, Nostromo es de las pocas que, como bien señala Deas, “ha tratado con éxito la política, con todas sus ambigüedades”. El texto se revela como logro en extremo admirable cuando se repara en que el escritor no vivió jamás en ningún país del Caribe o la América andina. En una carta a su amigo Cunninghame-Graham, Conrad confiesa que “sólo di una breve mirada de soslayo hace 25 años. No era suficiente pour bâtir un roman dessus [para construir sobre ello una novela]”.

No ha sido difícil para los críticos rastrear los libros que leyó Conrad para dar forma a su República de Costaguana. Uno de ellos, escrito por sir Edward Eastwick, enviado especial británico, se ocupa de la intricada política doméstica de Venezuela en la década de 1860. Otro autor es George Masterman, cuyo libro Seven Eventful Years in Paraguay (Siete años de aventuras en Paraguay, Sampson Low, Son and Marston, Londres, 1869) aportó también muchísimo anecdotario. Si bien bastantes elementos culturales provienen de las repúblicas del Río de la Plata, como Argentina y Uruguay, la geografía de Costaguana resuta inequívocamente venezolana, colombiana y panameña. Sin embargo, hablando de forma retrospectiva, mucho después de la publicación de Nostromo, Conrad afirmó categóricamente que con “Costaguana” quería decir cualquier nación suramericana.

De su método y sus fuentes se desprende la extravagante mezcla de toponimias, costumbres y modismos suramericanos que tanto desconcierta y fascina al lector de esta región, enfrentado a un mundo a la vez tan familiar y tan ajeno. Pero, en un nivel más profundo y, parafraseando a lord Keynes, el Nostromo de Conrad bien podría subtitularse Consecuencias económicas de la independencia. Victor Bulmer-Thomas, profesor emérito de Economía en la Universidad de Londres y autor de una hasta hoy insuperada Historia económica de América Latina desde la independencia (Fondo de Cultura Económica, México, 1998), señala que el desarrollo económico de América Latina desde su independencia es la historia de una promesa incumplida. En efecto, después de casi dos siglos de haberse separado del imperio español, ninguna de nuestras Costaguanas ha alcanzado la categoría de país desarrollado. La diferencia entre los niveles de vida de la región y los de los países desarrollados no ha hecho más que ensancharse sin pausa desde comienzos del siglo XIX.

Durante dos décadas, y a partir de los años 50 de la centuria pasada, diversas teorías sobre la dependencia económica atribuyeron al carácter periférico de Costaguana su atraso económico y su déficit de bienestar social. El mejor y más elocuente contraejemplo a esa visión es Estados Unidos, país periférico donde los hubiere a comienzos del XIX. Su productividad ya había alcanzado a la del Reino Unido a finales de ese mismo siglo, gracias a una revolución de la productividad basada en la tecnología y la inversión. Costaguana no puede hoy hallar consuelo en la teoría de la dependencia puesta en boga después de la Segunda Guerra Mundial. Libre desde 1830 del régimen colonial, Costaguana comenzó desde entonces a gozar de un grado de independencia que le fue negado a muchas otras naciones del Tercer Mundo y que, pese a ello, lograron escapar a la maldición de haber nacido periféricas.

 

PROMESAS INCUMPLIDAS
La brecha entre Costaguana y Estados Unidos (y el resto del mundo desarrollado) no parece ser, a la luz de lo que hoy saben los historiadores económicos, sólo el resultado del imperialista siglo XX. La evidencia estadística destaca niveles de renta per cápita en Costaguana que apoyan la idea de que su posición relativa respecto a Estados Unidos no empeoró (aunque tampoco mejoró) durante toda la centuria pasada. Ya existe un vasto consenso académico en torno a que el subdesarrollo costaguánico hunde sus raíces en la crisis colonial del imperio español y, sobre todo, que fue secuela de onerosos desequilibrios económicos y sociales surgidos en la era de aquél y que prevalecieron tercamente más allá de la independencia.

La cronología general de los sucesos narrados en Nostromo permite saber que el abuelo de Charles Gould, criollo costaguanero (¿o costaguanense?) y uno de los protagonistas de la novela, combatió a las órdenes de Simón Bolívar en la batalla de Carabobo, en 1821. Carabobo fue la primera gran contienda de una salvaje guerra que se libraba desde 1812, en la que las tropas independentistas vistieron algún tipo de uniforme, portaron fusiles de buena calidad y contaron con superioridad numérica.

Mentor: el presidente venezolano, Hugo Chávez, se declara heredero
intelectual de Simón Bolívar.

Carabobo aseguró la independencia de Venezuela tres años antes de que la batalla de Ayacucho, en el Perú, asegurase el fin del dominio español en Suramérica. Una suicida legión de mercenarios irlandeses, ingleses y hannoverianos, la Legión Británica, tuvo un papel decisivo en este sangriento encuentro que dejó un elevado saldo de bajas en el bando patriota. Conrad quiso que la dinastía de los Gould comenzase con un mercenario británico condecorado después de Carabobo. Su nieto se pondrá al frente de las minas de plata de San Tomé, “una de las cosas más grandes de Suramérica”, en 1884.

El historial de guerra del primer Charles Gould autoriza a pensar que Costaguana nació a la independencia al mismo tiempo, o poco después, que Venezuela y Colombia. El derecho regalista español, heredado por todas las Costaguanas (entre ellas, la petrolera Venezuela) dispone que la riqueza del subsuelo sea patrimonio exclusivo del Estado. Las leyes de Carlos V rigen la concesión de las minas de plata.

El cuarto Gobierno independiente de Costaguana, metido en serios aprietos fiscales, otorga forzosamente la concesión de la mina al hijo del mercenario-héroe, un próspero comerciante anglocostaguanero. La concesión no es más que un pretexto de extorsión: el Gobierno espera que, a cambio de semejante privilegio, Gould pague de sus bolsillos los gastos de un manirroto ejecutivo en quiebra. La concesión de una mina que requiere de tan fuerte inversión que el expoliado concesionario forzoso nunca podrá llevar a cabo para sacarle provecho es una de las bromas macabras de Nostromo. La mina se convierte en la pesadilla del segundo Gould, de cuya destreza empresarial y contactos comerciales en ultramar el Gobierno lo espera todo. El angustiado segundo Gould muere al borde de la bancarrota y por completo negado a atraer inversionistas para su propio infierno, sin lograr que su hijo se aparte de la idea de explotar con éxito el yacimiento.

El nieto del mercenario decide buscarse otro socio y oponerlo al “tercer socio ingrato, que es una u otra de esas altaneras cuadrillas de malhechores que forman el gobierno de Costaguana”. El elegido es el señor Holroyd, un rico estadounidense, fervoroso creyente de la doctrina Monroe. Conrad describe a Holroyd como “un personaje considerable, millonario, fundador y benefactor de iglesias en una escala proporcional a la grandeza de su tierra nativa”.

Con los fondos aportados por el estadounidense, el tercer Gould logra reabrir la mina y con tesón y puntería para los sobornos logra mantenerla en producción. Desplegando su creciente influencia, el “rey de Sulaco”, como comienza a llamársele, hace ungir presidente a don José Ribeira, un reformista sobriamente manchesteriano que, desde Santa Marta, la capital de Costaguana, se propone gobernar “con hombres que sí sabían cuáles son las condiciones de los negocios civilizados”. Los negocios marchan ahora tan bien que muy pronto llegará un caballero inglés promotor de ferrocarriles.

El subdesarrollo costaguánico hunde sus raíces en la crisis colonial del imperio español y fue secuela de onerosos desequilibrios económicos y sociales

Un levantamiento militar, acaudillado por los hermanos Montero, derroca a Ribeira, y la anomia y la guerra civil hunden a Costaguana en el caos. El rey de Sulaco, mal de su grado, se decanta por un plan para separar la provincia de la república madre de Costaguana. La breve guerra entre Sulaco y Costaguana termina con una “demostración naval internacional” a favor de los secesionistas. Desde el crucero US Powhattan se dispara la primera salva de saludo a la bandera del nuevo Estado Occidental de Sulaco y triunfan los que, a lo largo de la novela, Conrad ha llamado, sin sorna pero sin entusiasmo, “intereses materiales”.
La cortedad de este sumario deja fuera muchos otros elementos de Nostromo, tales como la vida y opiniones de don José Avellanos, heredero de las mejores tradiciones de su país y autor de un libro que jamás dará a la imprenta: Cincuenta años de desgobierno, título de actualidad en cualquier lugar o época latinoamericanos. El héroe de la obra, un jefe de estibadores italiano apodado Nostromo, “capataz magnífico que en su vanidad elemental vivía tan sólo para ser admirado, respetado y reconocido como indispensable”. Nostromo no tiene una muerte heroica: lo mata el disparo hecho por un ex garibaldino que lo toma erróneamente por el seductor de una de sus hijas. Costaguana, “creación literaria anglopolonesa”, como dice Malcolm Deas, es la república hispanoamericana que, con excepción del México revolucionario, mejor ha capturado la imaginación anglosajona.

Y observa que hasta Jorge Luis Borges –frente al trópico, un escritor bastante inglés– adopta el territorio imaginado por Conrad en Guayaquil, uno de los relatos que integran El informe de Brodie (Ed. Emecé, Buenos Aires, 1970): “No veré la cumbre del Higuerota duplicarse en las aguas del Golfo Plácido, no iré al Estado Occidental, no descifraré en esa biblioteca que desde Buenos Aires imagino de tantos modos y que tiene sin duda su forma exacta y sus crecientes sombras, la letra de Bolívar…”. Acaso no se pueda hablar de aquella república del Caribe sin reflejar, siquiera de lejos, el estilo monumental de su historiador más famoso, el capitán José Korseniowski. En su relato, Borges ha casado a la señorita Avellanos, “última de los Avellanos”, que Conrad había dejado soltera y fiel a la memoria del suicida Martin Decoud, cerebro del plan secesionista.

 

HERENCIA CORRUPTORA
“El bolivarianismo es un historicismo de la peor especie que entraña una moral inhumana e impracticable y, por ello mismo, tremendamente corruptora de la vida republicana”. Así definió a esta corriente de pensamiento el desaparecido Luis Castro Leiva, historiador de las ideas venezolano. En el mismo ensayo, publicado hace ya más de una década, este autor explica cómo la biografía ejemplar de Simón Bolívar ha sido la única filosofía política que los venezolanos han sido capaces de discurrir en casi dos siglos de vida independiente. Esa “filosofía” no es, concluyó Castro Leiva, más que una perversa “escatología ambigua” que sólo ha servido para alentar el uso político del pasado.

En su biografía del Libertador (Simón Bolívar, Editorial Crítica, Barcelona, 2006), un gran historiador de Hispanoamérica, John Lynch, afirma que “la independencia de la América española resulta incomprensible sin la presencia de los libertadores y la historia subsiguiente quedaría hueca sin la intervención de la autoridad personal. En los actos de Bolívar observamos una dinámica del liderazgo, la capacidad de mando y unos modos de gobernar la compleja sociedad hispanoamericana. Tal vez eso no sea toda la historia de esa época, pero sí gran parte de ella”. Estos modos de gobernar prefiguraron las modernas encarnaciones del militarismo autocrático de Bolívar, cuyos patrones autoritarios animan varios proyectos populistas en la región.

Doscientos años después de que los primeros movimientos independentistas estallaran en nuestra América, la mayoría de ellos inspirados en las ideas de la Ilustración francesa y decididos a fundar repúblicas liberales, ¿qué ha sido de la libertad –de todas las libertades– en nuestras naciones? ¿Qué valor les damos los latinoamericanos? Muchos intelectuales hispanoamericanos han rechazado la pobre opinión que mister Conrad se hizo de nuestras repúblicas liberales del siglo XIX. Su visión, nos dicen, es racista e imperialista, y tal vez lo sea.

Pero las “dinámicas de liderazgo” que Lynch observa en la vida y hechos de Bolívar durante la era de los libertadores se remontan a los días coloniales y hallan eco incomparable en los mitos de fundación de la República de Costaguana: “Una exagerada y cruel caricatura, la fatuidad de una mascarada solemne, la grotesca atrocidad de cualquier ídolo militar de concepción azteca y aderezo europeo a la espera de sus adoradores”. Dos siglos más tarde, aquellas dinámicas todavía actúan como la mayor amenaza a las frágiles democracias de nuestras muchas Costaguanas.

 

 

¿Algo más?
Pese a las teorías de ciertos autores críticos con Occidente, como el desaparecido escritor palestino Edward Said o el novelista nigeriano Chinua Achebe, que ven en las novelas de Joseph Conrad la reivindicación de la supremacía del hombre blanco y del imperialismo, Nostromo suscita hoy un renovado interés entre la intelligentsia hispanoamericana. El mejor ejemplo de ello es Historia secreta de Costaguana (Alfaguara, Madrid, 2007)¸ novela del joven escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez. Además de recomendar la lectura o relectura de la novela que suscita este artículo, cuya edición más reciente en castellano es la de Belacqua (2007), es recomendable ahondar en la figura del escritor anglopolaco con una extraordinaria biografía: Las vidas de Joseph Conrad, de John Stapes (Editorial Lumen, Madrid, 2007).

Para un exhaustivo examen de la trayectoria económica y social de las muchas Costaguanas, conviene leer La historia económica de América Latina desde la independencia, de Victor Bulmer Thomas (Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1998). Malcolm Deas pasa revista a las fuentes que inspiraron a Joseph Conrad en Del poder y la gramática: ensayos de historia, política y literatura colombianas (Ed. Taurus, Madrid, 2006).