Desde el terrorismo hasta el calentamiento global, los peligros de la
globalización son más visibles que nunca. ¿Qué ha ocurrido? Que el mundo ha pasado a depender de una sola superpotencia. Es preciso rectificar ese desequilibrio para que el planeta sea más seguro.

El mundo, hoy, es más peligroso y menos ordenado de lo que estaba previsto. Hace 10 o 15 años, creíamos ingenuamente que se aproximaba el fin de la historia. Ha ocurrido todo lo contrario. Hay más terrorismo internacional y más proliferación nuclear ahora que en 1990. Las instituciones internacionales son más débiles. La amenaza de pandemias y cambio climático es más grave. El sistema financiero mundial es más desequilibrado y precario.

¿Qué ha pasado? El siglo XXI ha traído la mala noticia de que la globalización tiene un lado oscuro importante. Los buques de carga que transportan artículos fabricados en China también llevan drogas. Los aviones que trasladan pasajeros de Nueva York a Singapur transportan enfermedades infecciosas e Internet ha demostrado tener tanta capacidad de difundir ideologías extremistas y asesinas como de extender el comercio electrónico. La idea generalizada es que el mayor reto de la geopolítica actual es cómo controlar este lado oscuro. La estrategia actual de EE UU consiste en presionar para que haya más comercio, más conectividad, más mercados y más apertura. Tiene buenos motivos: la globalización le beneficia más que a ningún otro país. Reconoce que ésta tiene un lado oscuro, pero lo atribuye al comportamiento explotador de los criminales, los extremistas religiosos y otros elementos anacrónicos a los que es posible eliminar. El lado oscuro, dicen con escasa sutileza los estadounidenses, puede mitigarse mediante la expansión del poder de su país, a veces de forma unilateral y otras a través de las instituciones multilaterales, según quiera EE UU. En otras palabras, lo que desea es un mundo globalizado plano, coordinado por una sola superpotencia.

Una idea estupenda, si alguien fuera capaz de llevarla a cabo. Sin embargo, está bastante claro que Estados Unidos no puede. No sólo porque los demás países no le dejarían, sino, sobre todo, porque esa línea de pensamiento tiene fallos. El predominio del poder estadounidense tiene muchas ventajas, pero el control de la globalización no está entre ellas. La movilidad de ideas, capital, tecnología y personas no es un fenómeno nuevo. En cambio, la rápida expansión de los males de la globalización, sí. Y casi toda esa expansión se ha producido desde 1990. ¿Por qué? Porque lo que se transformó por completo en los 90 fue la polaridad del sistema internacional. La globalización fue un elemento añadido en un mundo en el que, por primera vez en la historia moderna, existía una sola superpotencia. Lo que hemos descubierto en los últimos quince años es que ésa es una mezcla peligrosa. Los efectos negativos de la globalización desde 1990 no son consecuencia de la globalización en sí. Son el lado oscuro de la hegemonía estadounidense. He aquí tres axiomas de la globalización bajo la unipolaridad que dejan al descubierto estos peligros.

Axioma número 1. Por encima de un nivel determinado de poder, la velocidad a la que surjan nuevos problemas globales será superior a la rapidez con la que se resuelvan los viejos. El poder hace dos cosas en la política internacional: aumenta la capacidad del Estado de hacer cosas, pero también aumenta el número de cosas por las que tiene que preocuparse. En un momento dado, lo segundo supera a lo primero. Es la famosa ley de los rendimientos decrecientes. Como los Estados poderosos tienen grandes esferas de influencia y sus intereses económicos y de seguridad afectan a todas las regiones del mundo, la posibilidad de que las cosas salgan mal en cualquier sitio es una amenaza para ellos.

Ocurre especialmente en el caso de EE UU, que basa su capacidad de ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa en una deuda masiva. Nadie sabe con exactitud cuándo entrará en acción esta ley, pero suele actuar mucho antes de que una sola gran potencia domine el mundo entero, y ésa es la razón de que los grandes imperios hayan llegado siempre a un punto en el que dejaban de ser sostenibles.

Lo que nos dice el axioma 1 es que la solución no consiste en que EE UU tenga más poder, porque eso es parte del problema. Un mundo multipolar abordaría seguramente las crisis más acuciantes del mundo con más eficacia. En la medida en que existan más grandes potencias, habrá más posibilidades de que al menos una de ellas ejerza algún control sobre un espacio, unos actores y unos conflictos determinados. La capacidad de gobernar se repartirá y las grandes potencias tendrán intereses en casi todas las partes del mundo a través de una rivalidad productiva.

El mundo está pagando muy cara la inestabilidad creada por la mezcla de globalización y unipolaridad, y EE UU es el que soporta la mayor parte de la carga

Axioma número 2. En un mundo cada vez más unido a través de redes, los huecos entre éstas son muy peligrosos, y hay más zonas sin gobernar cuando sólo existe una red a la que unirse. El segundo axioma reconoce que las redes que están muy conectadas pueden ser eficaces, robustas y resistentes a los choques. Ahora bien, en un mundo muy conectado, las partes que quedan en los huecos están cada vez más al margen de las ventajas de la conectividad. Estos problemas degeneran en Estados fallidos, que mutan como las bacterias patógenas y, en algunos casos, vuelven a conectarse en redes subterráneas como Al Qaeda. Los puntos de mayor riesgo son los lugares en los que las redes subterráneas entran en contacto con la política y la economía globalizadas. Lo que hizo de Afganistán un país tan peligroso cuando lo gobernaban los talibanes no es que fuese un Estado fallido (que no lo era), sino que era parcialmente fallido y parcialmente conectado y que operaba en los intersticios de la globalización a través del narcotráfico, las falsificaciones y el terrorismo. ¿Puede una sola superpotencia vigilar todas las costuras y pasadizos de la globalización? No. Es más, un país hegemónico no suele fijarse mucho en estos problemas: tiene otras preocupaciones más urgentes en sitios en los que el comercio y la tecnología están creciendo. Por el contrario, un mundo con varias grandes potencias está más lleno de intereses y, en él, los países deben recurrir a cosas menos evidentes para obtener ventaja.

Axioma número 3. Si no tienen posibilidades de contar con aliados útiles para contrarrestar a la superpotencia, los adversarios tratan de neutralizar su poder haciéndose clandestinos, nuclearizándose o volviéndose malos. Los Estados intentan conseguir un equilibrio de poder. Para protegerse se integran en grupos capaces de mantener a raya las amenazas hegemónicas. ¿Pero qué ocurre si no hay un grupo al que incorporarse? En el mundo unipolar de hoy, todos los países, desde Venezuela hasta Corea del Norte, buscan la manera de limitar el poder de EE UU. Sin embargo, en este mundo unipolar, es más difícil que se unan para lograrlo. Por eso recurren a otros medios. Hamás, Irán, Somalia, Corea del Norte y Venezuela no van a hacerse aliados a corto plazo. Cada uno de ellos está mejor buscando formas de hacerle la vida más difícil a Washington. Una de ellas es nuclearizarse. Otra, falsificar moneda estadounidense. El método más claro de todos es, tal vez, provocar la incertidumbre sobre los suministros de crudo. En un planeta con múltiples grandes potencias, muchas de estas amenazas serían menos preocupantes. Los Estados relativamente débiles podrían escoger entre socios posibles con los que aliarse y de esa forma aumentarían su influencia.

COMPARTIR LA CARGA
El mundo está pagando muy cara la inestabilidad creada por la mezcla de globalización y unipolaridad, y EE UU es quien soporta la mayor parte de la carga. Pensemos en el caso de la proliferación nuclear. Existe un mercado dotado de su propio mecanismo de oferta (Estados dispuestos a compartir la tecnología nuclear) y demanda (países que quieren tener como sea un arma atómica). La superposición de la unipolaridad con la globalización dispara ambas, en detrimento de la seguridad nacional de Estados Unidos.

Efecto global: el 11-S, preludio de la ruptura del derecho internacional.

Efecto global:
el 11-S, preludio de la ruptura del derecho internacional

Proliferación: Mahmud Ahmadineyad lidera la carrera nuclear iraní.

Proliferación:
Mahmud Ahmadineyad lidera la carrera nuclear iraní.

Con la guerra de Irak, se ha puesto de moda hacer comentarios sobre las limitaciones de la fuerza militar convencional. Pero se trata, en gran parte, de análisis pretenciosos. Es posible que Washington no pueda estabilizar y reconstruir el país árabe. Pero eso no importa demasiado cuando un gobierno está convencido de que el Pentágono tiene su mira puesta en él. En Teherán, Pyongyang y muchas otras capitales, incluida Pekín, tienen las cosas muy claras: el Ejército de EE UU, sólo con fuerzas convencionales, podría acabar con sus regímenes mañana mismo si quisiera. Ningún país puede aspirar a desafiar el poder militar convencional estadounidense. Pero sí puede intentar evitar que lo utilice. Y el mejor instrumento de disuasión que se ha inventado es la amenaza de represalias nucleares. Hasta 1989, los Estados que se sentían amenazados por Washington podían recurrir al paraguas nuclear de la Unión Soviética en busca de protección. Ahora acuden a gente como el padre de la bomba paquistaní Abdul Qader Jan. Antes, tener un arma nuclear propia era un lujo. Hoy, casi una necesidad.

Corea del Norte es el ejemplo más claro. Pocos países lo pasaron peor durante la guerra fría. Tenía alrededor unos vecinos comunistas peleados y dotados de armas atómicas, y tenía constantemente en su frontera a decenas de miles de soldados estadounidenses. Sin embargo, durante 40 años no hizo ningún esfuerzo para conseguir armamento atómico. No lo necesitaba, tenía el paraguas nuclear soviético. Cinco años después de que desapareciera la URSS, Pyongyang emprendía a toda máquina el programa de tratamiento de plutonio. El fundador de Corea del Norte, Kim Sung Il, prácticamente ni se inmutó cuando Bill Clinton elaboró planes de guerra para lanzar un ataque preventivo contra sus instalaciones nucleares. Aquella jugada suicida le salió bien. Hoy, Pyongyang es seguramente una potencia nuclear, y el hijo de Kim dirige el país con mano de hierro. La fuerza militar convencional de EE UU significa mucho menos para una Corea del Norte nuclear. El gran fallo estratégico de Sadam fue que tardó demasiado en lograr la bomba.

¿En qué sentido serían distintas las cosas en un mundo multipolar? Para empezar, las grandes potencias podrían repartirse la tarea de vigilar la proliferación e incluso colaborar en los casos más difíciles. Se olvida con frecuencia que, durante la guerra fría, el único Estado con una política de no proliferación más estricta que EE UU era la Unión Soviética. Ningún país de los que tenían una alianza formal con la URSS fue nunca una potencia nuclear. Moscú no lo permitía. Hoy, en cambio, los esfuerzos que dedican las no superpotencias a detener la proliferación son desiguales e insuficientes. Los europeos tientan a Irán con la zanahoria, pero no están dispuestos a empuñar seriamente el palo. Los chinos se niegan a reconocer que existe un problema. Y los rusos están facilitando las ambiciones de los iraníes. A la hora de la verdad, la no proliferación recae casi exclusivamente sobre los hombros de Estados Unidos.

Lo mismo ocurre con la salud pública mundial. La globalización está transformando el mundo en una inmensa placa de Petri en la que se incuban enfermedades infecciosas. Las bacterias pueden reproducirse en menos de 30 minutos, cuando cuesta decenios crear una nueva generación de antibióticos. Los países pobres en los que las personas viven muy cerca de los animales de granja son el mejor sitio para que surjan enfermedades zoonóticas muy peligrosas. Muchas veces, y quizá no por casualidad, son los mismos países que se sienten amenazados por el poder de Washington. Si se quiere crear un sistema de alerta temprana para estas enfermedades (justo lo que no tuvimos hace unos años para el SARS y justo lo que no tenemos hoy en el caso de la gripe aviar) será necesaria una intervención significativa en los lugares que no la quieren. Y que seguirán sin desearla mientras intervención internacional equivalga a interferencia de EE UU.

Los focos más probables de la próxima pandemia al estilo del ébola o el VIH son los países que no están dispuestos a recibir a instituciones de Washington ni de Occidente en general, incluida la OMS. Por otro lado, la amenaza es demasiado misteriosa como para que Occidente pueda forzar el asunto. Lo que hace falta es otra gran potencia que asuma parte de la tarea, que tenga intereses más inmediatos en los países en los que se incuban las enfermedades y que no se considere tanta amenaza. Incluso después del VIH, el SARS y varios años de histeria en torno a la gripe aviar, el mundo sigue poco preparado para una pandemia vírica en el sureste asiático o el África subsahariana. Y Estados Unidos no puede cambiar la situación solo.

Si existieran unas grandes potencias rivales de distinta tendencia cultural e ideológica, el lado más oscuro de la globalización (el terrorismo) también sería seguramente distinto. Al Qaeda utiliza Internet para transmitir mensajes, recurre a las tarjetas de crédito y los instrumentos bancarios modernos para trasladar el dinero y emplea móviles y portátiles para preparar los atentados. Sin embargo, no es la globalización lo que hizo que Osama Bin Laden pasara de disidente saudí sin importancia a jefe simbólico de un movimiento radical mundial. Lo que creó a Osama Bin Laden fue la hegemonía del poder estadounidense.

Una organización terrorista necesita basarse en algo para atraer recursos y reclutas. Muchas veces, la mera frustración por las condiciones políticas, económicas o religiosas no es suficiente. Al Qaeda lo ha entendido y por eso ha creado la historia de una yihad (guerra santa) mundial contra la "modernización", la "occidentalización" y la "amenaza judeocristiana". No hay más que un país que encabece y represente esa amenaza: Estados Unidos. Por consiguiente, el método más eficaz que tiene un terrorista para labrarse su reputación es atacar EE UU. Es una lógica aplicable a todos los monopolios. Hace unos años, todos los piratas informáticos del mundo querían acabar con Microsoft, del mismo modo que todos los aspirantes a terroristas quieren crear un espectáculo de destrucción similar al del 11-S en Estados Unidos. Las células de la base han atacado otros objetivos como España, Gran Bretaña o Egipto. Pero esas acciones no son las que hacen que lleguen más reclutas o fondos. No hay nada que realce el perfil de un terrorista tanto como matar a un estadounidense. Aunque las aspiraciones fundamentales de Al Qaeda consisten en la caída del régimen saudí, el poder predominante de EE UU y su respaldo a la casa de Saud hacen que sea el único enemigo contra el que merece la pena luchar. Un mundo multipolar diluiría este esquema tan claro que enfrenta al islamismo contra Occidente. ¿Cuál sería el mensaje de Al Qaeda si los chinos también se dedicaran a apoyar a regímenes autoritarios en los Estados islámicos y petroleros del Golfo? ¿Funcionaría igual de bien la historia que presenta Al Qaeda si la mitad de sus enemigos no fuera occidental ni cristiano?

Alarma: una granja en Durham tras el brote de gripe aviaria de 2006.

Alarma:
una granja en Durham tras el brote de gripe aviaria de 2006.

Epidemia: niños portando camisetas anti sida en una escuela africana.

Epidemia:
niños portando camisetas anti sida en una escuela africana.

RESTABLECER EL EQUILIBRIO
Entre quienes se dedican a la política exterior en Estados Unidos existe hoy el consenso de que es mejor que haya más poder estadounidense, tanto para ellos como para el resto del mundo. Los documentos sobre Estrategia de Seguridad Nacional de 2002 y 2006 consagran dicho acuerdo cuando hablan de "un equilibrio de poder que favorezca la libertad" (en realidad, un desequilibrio permanente, en el que Washington siga "disuadiendo a posibles rivales (…) de desafiar a EE UU sus aliados y sus socios").

El poder de Estados Unidos no es intrínsecamente malo, en absoluto. Y tampoco es verdad que la unipolaridad no produzca nada bueno. Pero sí es cierto que el desequilibrio de poder tiene graves inconvenientes. Esta opinión no es nada revolucionaria, puesto que existe desde hace mucho en el pensamiento estadounidense sobre política exterior. Fue, por ejemplo, el punto de vista de George Kennan a finales de los 40, cuando dijo que era deseable que existiera una superpotencia europea que contuviera a Washington. Aunque los problemas actuales son distintos a los de aquella época, sigue siendo cierto que un poder excesivo puede desembocar en una tendencia a extralimitarse, a la arrogancia, a la insensibilidad respecto a las preocupaciones de los demás… Y, por muy profético que fuera Kennan, le habría sido imposible predecir hasta qué punto la unipolaridad estadounidense iba a acabar superponiéndose de manera inestable con la globalización del mundo actual.

Estados Unidos lleva con esta peligrosa carga a cuestas desde hace 15 años, pero sigue negándose a ver las cosas tal como son. El sentimiento antiglobalizador procede hoy tanto de la izquierda como de la derecha. Pero, al culpar a la globalización de los males que aquejan al mundo, los responsables de su política exterior ignoran gran parte de lo que está socavando una de las tendencias más esperanzadoras en la historia moderna: la recuperación de lazos entre unas sociedades, economías y mentes que las fronteras políticas han mantenido separadas durante demasiado tiempo.

Un cambio en el equilibrio de poder ayudaría a la superpotencia a controlar algunas de las consecuencias más costosas y peligrosas de la globalización. A medida que el equilibrio internacional sea mayor, la dimensión de esos problemas y la amenaza que representan para Estados Unidos disminuirán. Entonces, lo estadounidenses descubrirán que la globalización es una carga más fácil de llevar.

 

¿Algo más?
Para profundizar en las virtudes y los peligros de la unipolaridad en un mundo globalizado, ver la obra de John Mearsheimer The Tragedy of Great Power Politics (Norton, Nueva York, 2003), America Unrivaled: The Future of the Balance of Power (Cornell University Press, Ithaca, EE UU, 2002), editada por G. John Ikenberry, y el artículo de Niall Ferguson ‘Si EE UU no mandara ( FP Edición Española , agosto/ septiembre 2004). Stephen Walt examina el desafío a la hegemonía estadounidense por parte de otros países en Taming American Power: The Global Response to US Primacy (Norton, Nueva York, 2005). Puede verse un análisis de la opinión estratégica que existe en Estados Unidos sobre el mundo posterior a la guerra fría en Poder y debilidad. Europa y Estados Unidos en el nuevo orden mundial (Taurus, Madrid, 2003), de Robert Kagan. El texto clásico a propósito de las ideas sobre el equilibrio de poder sigue siendo un ensayo escrito por el historiador alemán Leopold von Ranke en 1833 ‘Las grandes potencias’, incluido en Leopold von Ranke, Pueblos y Estados en la historia moderna (FCE, México, 1979). El libro de A. J. P. Taylor The Struggle for Mastery in Europe, 1848-1918, ofrece un relato autorizado de cómo influyó la política del equilibrio de poder en la historia del siglo XX.

 

 

Desde el terrorismo hasta el calentamiento global, los peligros de la
globalización son más visibles que nunca. ¿Qué ha ocurrido? Que el mundo ha pasado a depender de una sola superpotencia. Es preciso rectificar ese desequilibrio para que el planeta sea más seguro.
Steven Weber, Naazneen Barma, Matthew Kroenig y Ely Ratner

El mundo, hoy, es más peligroso y menos ordenado de lo que estaba previsto. Hace 10 o 15 años, creíamos ingenuamente que se aproximaba el fin de la historia. Ha ocurrido todo lo contrario. Hay más terrorismo internacional y más proliferación nuclear ahora que en 1990. Las instituciones internacionales son más débiles. La amenaza de pandemias y cambio climático es más grave. El sistema financiero mundial es más desequilibrado y precario.

¿Qué ha pasado? El siglo XXI ha traído la mala noticia de que la globalización tiene un lado oscuro importante. Los buques de carga que transportan artículos fabricados en China también llevan drogas. Los aviones que trasladan pasajeros de Nueva York a Singapur transportan enfermedades infecciosas e Internet ha demostrado tener tanta capacidad de difundir ideologías extremistas y asesinas como de extender el comercio electrónico. La idea generalizada es que el mayor reto de la geopolítica actual es cómo controlar este lado oscuro. La estrategia actual de EE UU consiste en presionar para que haya más comercio, más conectividad, más mercados y más apertura. Tiene buenos motivos: la globalización le beneficia más que a ningún otro país. Reconoce que ésta tiene un lado oscuro, pero lo atribuye al comportamiento explotador de los criminales, los extremistas religiosos y otros elementos anacrónicos a los que es posible eliminar. El lado oscuro, dicen con escasa sutileza los estadounidenses, puede mitigarse mediante la expansión del poder de su país, a veces de forma unilateral y otras a través de las instituciones multilaterales, según quiera EE UU. En otras palabras, lo que desea es un mundo globalizado plano, coordinado por una sola superpotencia.

Una idea estupenda, si alguien fuera capaz de llevarla a cabo. Sin embargo, está bastante claro que Estados Unidos no puede. No sólo porque los demás países no le dejarían, sino, sobre todo, porque esa línea de pensamiento tiene fallos. El predominio del poder estadounidense tiene muchas ventajas, pero el control de la globalización no está entre ellas. La movilidad de ideas, capital, tecnología y personas no es un fenómeno nuevo. En cambio, la rápida expansión de los males de la globalización, sí. Y casi toda esa expansión se ha producido desde 1990. ¿Por qué? Porque lo que se transformó por completo en los 90 fue la polaridad del sistema internacional. La globalización fue un elemento añadido en un mundo en el que, por primera vez en la historia moderna, existía una sola superpotencia. Lo que hemos descubierto en los últimos quince años es que ésa es una mezcla peligrosa. Los efectos negativos de la globalización desde 1990 no son consecuencia de la globalización en sí. Son el lado oscuro de la hegemonía estadounidense. He aquí tres axiomas de la globalización bajo la unipolaridad que dejan al descubierto estos peligros.

Axioma número 1. Por encima de un nivel determinado de poder, la velocidad a la que surjan nuevos problemas globales será superior a la rapidez con la que se resuelvan los viejos. El poder hace dos cosas en la política internacional: aumenta la capacidad del Estado de hacer cosas, pero también aumenta el número de cosas por las que tiene que preocuparse. En un momento dado, lo segundo supera a lo primero. Es la famosa ley de los rendimientos decrecientes. Como los Estados poderosos tienen grandes esferas de influencia y sus intereses económicos y de seguridad afectan a todas las regiones del mundo, la posibilidad de que las cosas salgan mal en cualquier sitio es una amenaza para ellos.

Ocurre especialmente en el caso de EE UU, que basa su capacidad de ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa en una deuda masiva. Nadie sabe con exactitud cuándo entrará en acción esta ley, pero suele actuar mucho antes de que una sola gran potencia domine el mundo entero, y ésa es la razón de que los grandes imperios hayan llegado siempre a un punto en el que dejaban de ser sostenibles.

Lo que nos dice el axioma 1 es que la solución no consiste en que EE UU tenga más poder, porque eso es parte del problema. Un mundo multipolar abordaría seguramente las crisis más acuciantes del mundo con más eficacia. En la medida en que existan más grandes potencias, habrá más posibilidades de que al menos una de ellas ejerza algún control sobre un espacio, unos actores y unos conflictos determinados. La capacidad de gobernar se repartirá y las grandes potencias tendrán intereses en casi todas las partes del mundo a través de una rivalidad productiva.

El mundo está pagando muy cara la inestabilidad creada por la mezcla de globalización y unipolaridad, y EE UU es el que soporta la mayor parte de la carga

Axioma número 2. En un mundo cada vez más unido a través de redes, los huecos entre éstas son muy peligrosos, y hay más zonas sin gobernar cuando sólo existe una red a la que unirse. El segundo axioma reconoce que las redes que están muy conectadas pueden ser eficaces, robustas y resistentes a los choques. Ahora bien, en un mundo muy conectado, las partes que quedan en los huecos están cada vez más al margen de las ventajas de la conectividad. Estos problemas degeneran en Estados fallidos, que mutan como las bacterias patógenas y, en algunos casos, vuelven a conectarse en redes subterráneas como Al Qaeda. Los puntos de mayor riesgo son los lugares en los que las redes subterráneas entran en contacto con la política y la economía globalizadas. Lo que hizo de Afganistán un país tan peligroso cuando lo gobernaban los talibanes no es que fuese un Estado fallido (que no lo era), sino que era parcialmente fallido y parcialmente conectado y que operaba en los intersticios de la globalización a través del narcotráfico, las falsificaciones y el terrorismo. ¿Puede una sola superpotencia vigilar todas las costuras y pasadizos de la globalización? No. Es más, un país hegemónico no suele fijarse mucho en estos problemas: tiene otras preocupaciones más urgentes en sitios en los que el comercio y la tecnología están creciendo. Por el contrario, un mundo con varias grandes potencias está más lleno de intereses y, en él, los países deben recurrir a cosas menos evidentes para obtener ventaja.

Axioma número 3. Si no tienen posibilidades de contar con aliados útiles para contrarrestar a la superpotencia, los adversarios tratan de neutralizar su poder haciéndose clandestinos, nuclearizándose o volviéndose malos. Los Estados intentan conseguir un equilibrio de poder. Para protegerse se integran en grupos capaces de mantener a raya las amenazas hegemónicas. ¿Pero qué ocurre si no hay un grupo al que incorporarse? En el mundo unipolar de hoy, todos los países, desde Venezuela hasta Corea del Norte, buscan la manera de limitar el poder de EE UU. Sin embargo, en este mundo unipolar, es más difícil que se unan para lograrlo. Por eso recurren a otros medios. Hamás, Irán, Somalia, Corea del Norte y Venezuela no van a hacerse aliados a corto plazo. Cada uno de ellos está mejor buscando formas de hacerle la vida más difícil a Washington. Una de ellas es nuclearizarse. Otra, falsificar moneda estadounidense. El método más claro de todos es, tal vez, provocar la incertidumbre sobre los suministros de crudo. En un planeta con múltiples grandes potencias, muchas de estas amenazas serían menos preocupantes. Los Estados relativamente débiles podrían escoger entre socios posibles con los que aliarse y de esa forma aumentarían su influencia.

COMPARTIR LA CARGA
El mundo está pagando muy cara la inestabilidad creada por la mezcla de globalización y unipolaridad, y EE UU es quien soporta la mayor parte de la carga. Pensemos en el caso de la proliferación nuclear. Existe un mercado dotado de su propio mecanismo de oferta (Estados dispuestos a compartir la tecnología nuclear) y demanda (países que quieren tener como sea un arma atómica). La superposición de la unipolaridad con la globalización dispara ambas, en detrimento de la seguridad nacional de Estados Unidos.

Efecto global: el 11-S, preludio de la ruptura del derecho internacional.

Efecto global:
el 11-S, preludio de la ruptura del derecho internacional

Proliferación: Mahmud Ahmadineyad lidera la carrera nuclear iraní.

Proliferación:
Mahmud Ahmadineyad lidera la carrera nuclear iraní.

Con la guerra de Irak, se ha puesto de moda hacer comentarios sobre las limitaciones de la fuerza militar convencional. Pero se trata, en gran parte, de análisis pretenciosos. Es posible que Washington no pueda estabilizar y reconstruir el país árabe. Pero eso no importa demasiado cuando un gobierno está convencido de que el Pentágono tiene su mira puesta en él. En Teherán, Pyongyang y muchas otras capitales, incluida Pekín, tienen las cosas muy claras: el Ejército de EE UU, sólo con fuerzas convencionales, podría acabar con sus regímenes mañana mismo si quisiera. Ningún país puede aspirar a desafiar el poder militar convencional estadounidense. Pero sí puede intentar evitar que lo utilice. Y el mejor instrumento de disuasión que se ha inventado es la amenaza de represalias nucleares. Hasta 1989, los Estados que se sentían amenazados por Washington podían recurrir al paraguas nuclear de la Unión Soviética en busca de protección. Ahora acuden a gente como el padre de la bomba paquistaní Abdul Qader Jan. Antes, tener un arma nuclear propia era un lujo. Hoy, casi una necesidad.

Corea del Norte es el ejemplo más claro. Pocos países lo pasaron peor durante la guerra fría. Tenía alrededor unos vecinos comunistas peleados y dotados de armas atómicas, y tenía constantemente en su frontera a decenas de miles de soldados estadounidenses. Sin embargo, durante 40 años no hizo ningún esfuerzo para conseguir armamento atómico. No lo necesitaba, tenía el paraguas nuclear soviético. Cinco años después de que desapareciera la URSS, Pyongyang emprendía a toda máquina el programa de tratamiento de plutonio. El fundador de Corea del Norte, Kim Sung Il, prácticamente ni se inmutó cuando Bill Clinton elaboró planes de guerra para lanzar un ataque preventivo contra sus instalaciones nucleares. Aquella jugada suicida le salió bien. Hoy, Pyongyang es seguramente una potencia nuclear, y el hijo de Kim dirige el país con mano de hierro. La fuerza militar convencional de EE UU significa mucho menos para una Corea del Norte nuclear. El gran fallo estratégico de Sadam fue que tardó demasiado en lograr la bomba.

¿En qué sentido serían distintas las cosas en un mundo multipolar? Para empezar, las grandes potencias podrían repartirse la tarea de vigilar la proliferación e incluso colaborar en los casos más difíciles. Se olvida con frecuencia que, durante la guerra fría, el único Estado con una política de no proliferación más estricta que EE UU era la Unión Soviética. Ningún país de los que tenían una alianza formal con la URSS fue nunca una potencia nuclear. Moscú no lo permitía. Hoy, en cambio, los esfuerzos que dedican las no superpotencias a detener la proliferación son desiguales e insuficientes. Los europeos tientan a Irán con la zanahoria, pero no están dispuestos a empuñar seriamente el palo. Los chinos se niegan a reconocer que existe un problema. Y los rusos están facilitando las ambiciones de los iraníes. A la hora de la verdad, la no proliferación recae casi exclusivamente sobre los hombros de Estados Unidos.

Lo mismo ocurre con la salud pública mundial. La globalización está transformando el mundo en una inmensa placa de Petri en la que se incuban enfermedades infecciosas. Las bacterias pueden reproducirse en menos de 30 minutos, cuando cuesta decenios crear una nueva generación de antibióticos. Los países pobres en los que las personas viven muy cerca de los animales de granja son el mejor sitio para que surjan enfermedades zoonóticas muy peligrosas. Muchas veces, y quizá no por casualidad, son los mismos países que se sienten amenazados por el poder de Washington. Si se quiere crear un sistema de alerta temprana para estas enfermedades (justo lo que no tuvimos hace unos años para el SARS y justo lo que no tenemos hoy en el caso de la gripe aviar) será necesaria una intervención significativa en los lugares que no la quieren. Y que seguirán sin desearla mientras intervención internacional equivalga a interferencia de EE UU.

Los focos más probables de la próxima pandemia al estilo del ébola o el VIH son los países que no están dispuestos a recibir a instituciones de Washington ni de Occidente en general, incluida la OMS. Por otro lado, la amenaza es demasiado misteriosa como para que Occidente pueda forzar el asunto. Lo que hace falta es otra gran potencia que asuma parte de la tarea, que tenga intereses más inmediatos en los países en los que se incuban las enfermedades y que no se considere tanta amenaza. Incluso después del VIH, el SARS y varios años de histeria en torno a la gripe aviar, el mundo sigue poco preparado para una pandemia vírica en el sureste asiático o el África subsahariana. Y Estados Unidos no puede cambiar la situación solo.

Si existieran unas grandes potencias rivales de distinta tendencia cultural e ideológica, el lado más oscuro de la globalización (el terrorismo) también sería seguramente distinto. Al Qaeda utiliza Internet para transmitir mensajes, recurre a las tarjetas de crédito y los instrumentos bancarios modernos para trasladar el dinero y emplea móviles y portátiles para preparar los atentados. Sin embargo, no es la globalización lo que hizo que Osama Bin Laden pasara de disidente saudí sin importancia a jefe simbólico de un movimiento radical mundial. Lo que creó a Osama Bin Laden fue la hegemonía del poder estadounidense.

Una organización terrorista necesita basarse en algo para atraer recursos y reclutas. Muchas veces, la mera frustración por las condiciones políticas, económicas o religiosas no es suficiente. Al Qaeda lo ha entendido y por eso ha creado la historia de una yihad (guerra santa) mundial contra la "modernización", la "occidentalización" y la "amenaza judeocristiana". No hay más que un país que encabece y represente esa amenaza: Estados Unidos. Por consiguiente, el método más eficaz que tiene un terrorista para labrarse su reputación es atacar EE UU. Es una lógica aplicable a todos los monopolios. Hace unos años, todos los piratas informáticos del mundo querían acabar con Microsoft, del mismo modo que todos los aspirantes a terroristas quieren crear un espectáculo de destrucción similar al del 11-S en Estados Unidos. Las células de la base han atacado otros objetivos como España, Gran Bretaña o Egipto. Pero esas acciones no son las que hacen que lleguen más reclutas o fondos. No hay nada que realce el perfil de un terrorista tanto como matar a un estadounidense. Aunque las aspiraciones fundamentales de Al Qaeda consisten en la caída del régimen saudí, el poder predominante de EE UU y su respaldo a la casa de Saud hacen que sea el único enemigo contra el que merece la pena luchar. Un mundo multipolar diluiría este esquema tan claro que enfrenta al islamismo contra Occidente. ¿Cuál sería el mensaje de Al Qaeda si los chinos también se dedicaran a apoyar a regímenes autoritarios en los Estados islámicos y petroleros del Golfo? ¿Funcionaría igual de bien la historia que presenta Al Qaeda si la mitad de sus enemigos no fuera occidental ni cristiano?

Alarma: una granja en Durham tras el brote de gripe aviaria de 2006.

Alarma:
una granja en Durham tras el brote de gripe aviaria de 2006.

Epidemia: niños portando camisetas anti sida en una escuela africana.

Epidemia:
niños portando camisetas anti sida en una escuela africana.

RESTABLECER EL EQUILIBRIO
Entre quienes se dedican a la política exterior en Estados Unidos existe hoy el consenso de que es mejor que haya más poder estadounidense, tanto para ellos como para el resto del mundo. Los documentos sobre Estrategia de Seguridad Nacional de 2002 y 2006 consagran dicho acuerdo cuando hablan de "un equilibrio de poder que favorezca la libertad" (en realidad, un desequilibrio permanente, en el que Washington siga "disuadiendo a posibles rivales (…) de desafiar a EE UU sus aliados y sus socios").

El poder de Estados Unidos no es intrínsecamente malo, en absoluto. Y tampoco es verdad que la unipolaridad no produzca nada bueno. Pero sí es cierto que el desequilibrio de poder tiene graves inconvenientes. Esta opinión no es nada revolucionaria, puesto que existe desde hace mucho en el pensamiento estadounidense sobre política exterior. Fue, por ejemplo, el punto de vista de George Kennan a finales de los 40, cuando dijo que era deseable que existiera una superpotencia europea que contuviera a Washington. Aunque los problemas actuales son distintos a los de aquella época, sigue siendo cierto que un poder excesivo puede desembocar en una tendencia a extralimitarse, a la arrogancia, a la insensibilidad respecto a las preocupaciones de los demás… Y, por muy profético que fuera Kennan, le habría sido imposible predecir hasta qué punto la unipolaridad estadounidense iba a acabar superponiéndose de manera inestable con la globalización del mundo actual.

Estados Unidos lleva con esta peligrosa carga a cuestas desde hace 15 años, pero sigue negándose a ver las cosas tal como son. El sentimiento antiglobalizador procede hoy tanto de la izquierda como de la derecha. Pero, al culpar a la globalización de los males que aquejan al mundo, los responsables de su política exterior ignoran gran parte de lo que está socavando una de las tendencias más esperanzadoras en la historia moderna: la recuperación de lazos entre unas sociedades, economías y mentes que las fronteras políticas han mantenido separadas durante demasiado tiempo.

Un cambio en el equilibrio de poder ayudaría a la superpotencia a controlar algunas de las consecuencias más costosas y peligrosas de la globalización. A medida que el equilibrio internacional sea mayor, la dimensión de esos problemas y la amenaza que representan para Estados Unidos disminuirán. Entonces, lo estadounidenses descubrirán que la globalización es una carga más fácil de llevar.

 

¿Algo más?
Para profundizar en las virtudes y los peligros de la unipolaridad en un mundo globalizado, ver la obra de John Mearsheimer The Tragedy of Great Power Politics (Norton, Nueva York, 2003), America Unrivaled: The Future of the Balance of Power (Cornell University Press, Ithaca, EE UU, 2002), editada por G. John Ikenberry, y el artículo de Niall Ferguson ‘Si EE UU no mandara ( FP Edición Española , agosto/ septiembre 2004). Stephen Walt examina el desafío a la hegemonía estadounidense por parte de otros países en Taming American Power: The Global Response to US Primacy (Norton, Nueva York, 2005). Puede verse un análisis de la opinión estratégica que existe en Estados Unidos sobre el mundo posterior a la guerra fría en Poder y debilidad. Europa y Estados Unidos en el nuevo orden mundial (Taurus, Madrid, 2003), de Robert Kagan. El texto clásico a propósito de las ideas sobre el equilibrio de poder sigue siendo un ensayo escrito por el historiador alemán Leopold von Ranke en 1833 ‘Las grandes potencias’, incluido en Leopold von Ranke, Pueblos y Estados en la historia moderna (FCE, México, 1979). El libro de A. J. P. Taylor The Struggle for Mastery in Europe, 1848-1918, ofrece un relato autorizado de cómo influyó la política del equilibrio de poder en la historia del siglo XX.

 

 

Steven Weber es catedrático de Ciencia Política y director del Instituto de Estudios Internacionales en la Universidad de California (EE UU). Naazneen Barma, Matthew Kroenig y Ely Ratner son investigadores del Centro de Política Exterior Nueva Era de la misma universidad.