Bailarines durante la apertura de la 14ª edición del Festival Iberoamericano de Teatro en Bogotá. (Luis Acosta/AFP/Getty Images)

Abra usted el periódico. ¿Ve esos países de la página internacional? Son los que nos preocupan. Un país no aparece en las noticias porque le vaya muy mal, sino porque sus problemas son nuestros problemas.

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Compare, por ejemplo, a Estados Unidos y Níger: el primero es el país más rico del mundo. Aún así, aparece sin cesar en los informativos. El segundo es el más pobre del mundo. Y todos lo confunden con Nigeria.

Deberían preocuparnos más los países pobres que los ricos. Pero éstos tienen más impacto que aquellos en nuestras vidas. Un presidente como Donald Trump podría forzar a empresas americanas a regresar a su territorio, desentenderse de la OTAN y cambiar el equilibrio de poder con Rusia. Queremos saber qué ocurre con él. En cambio, Níger carece siquiera de potencial para ser una amenaza (a menos que la yihad empiece a asestar golpes importantes ahí. En ese caso, tristemente, Níger aparecerá en la prensa).

El intercambio de información es especialmente importante en Occidente. Desde la época colonial, Europa extendió sus intereses comerciales por todo el planeta. En el siglo XX, Estados Unidos se le unió. Durante las últimas décadas, ambos territorios han recibido la migración más diversa y masiva de la historia universal. Todas esas condiciones generaron un interés extraordinario de ida y vuelta entre ellos y el mundo exterior.

En cambio, las economías emergentes del siglo XXI no se han tomado esa molestia. La China actual es muy poderosa comercialmente, pero su población carece de acceso significativo a información del exterior, el Estado ejerce un restrictivo control migratorio y su exportación cultural hacia otros continentes es mínima. Lo mismo pasa con Rusia. Lo que solemos llamar "diálogo global" sigue siendo el intercambio de ideas entre Occidente y los demás.

El arte no es una excepción. El público occidental se siente atraído por los creadores de países occidentales más grandes, como Tim Burton o Marion Cotillard, porque provienen de sus grandes referentes culturales. O los de países ‘polémicos’, como el chino Ai Weiwei o el turco Orhan Pamuk, porque les hablan del mundo que se les viene: China se lleva puestos de trabajo. Turquía es la frontera del islam. Lo que ocurre en esos lugares involucra a ingleses, alemanes o estadounidenses.

Los artistas e intelectuales son las voces de sus países. El público interesado en la cultura compra novelas, asiste a festivales de cine y visita galerías de arte para entender lo que ocurre más allá de sus lugares de origen. Pero para que haya cualquier diálogo, debe haber un oyente y un hablante.

Entre América Latina y Occidente, ninguno de los dos está cumpliendo ese papel.

El oyente sordo

Mientras duró la guerra fría, América Latina fue el lugar donde ocurrían las noticias. Los procesos históricos que podían alterar el desarrollo de Occidente tenían su laboratorio de ensayo en Cuba, Nicaragua o Colombia. Los dictadores de Chile o Argentina compartían retórica y objetivos con Franco. No por casualidad, ese fue el momento del boom latinoamericano. Tampoco es gratuito que todos los escritores de ese movimiento fuesen activos políticamente. Incluso los artistas plásticos como Oswaldo Guayasamín o Fernando Botero impactaron más en Europa cuando retrataron ese mundo en transformación, ese cambio que un día podría cruzar el océano.

Hoy en día, aparte de la migración hispana en Estados Unidos, lo que ocurre en América Latina no resulta crucial para Occidente. La crisis política en Venezuela es dramática, pero los intentos de incorporarla en la campaña electoral española fracasaron, porque no afecta directamente a la vida de los votantes. Los asesinatos del narco en México son atroces, pero quedan lejos. La estabilidad política de Brasil, vista desde Europa, es a lo sumo, un problema empresarial.

Las cuestiones internacionales que preocupan a la opinión pública occidental están en otros continentes: refugiados sirios, yihadismo africano, potencia económica china o desafío ruso. En cierto modo, las preocupaciones internacionales de Occidente no son internacionales, sino problemas internos de una región cada vez más insegura sobre su papel en el mundo.

Hasta los 90, un Occidente rico, libre y triunfador miraba al resto del mundo desde la superioridad, y se proponía a sí mismo como un espacio tolerante y multicultural. Hoy, el viejo continente se siente más viejo que nunca. Europeos y norteamericanos están demasiado preocupados repensándose a sí mismos. El mundo exterior les resulta amenazante.

El hablante solitario

En contraste con el Occidente deprimido, América Latina vive el momento creativo más intenso de su historia. La población ha accedido a niveles de educación nunca antes vistos. Se ha incrementado la lectura y la producción cultural. México ha superado a España como mercado editorial, y dos directores de cine de ese país han ganado el Óscar.

Potencialmente, la caja de resonancia de este crecimiento es el territorio cultural más fértil del planeta: dos grandes lenguas muy similares entre sí unen a 500 millones de personas, con una importante penetración en Estados Unidos. Una concepción religiosa y política relativamente homogénea les permite convivir y entenderse. Un continente sin guerras entre países y con un claro predominio de la democracia ofrece un espacio de intercambio muy abierto. La región consume cada vez más su propia cultura, construyendo así una identidad colectiva.

Por tanto, la cultura de América Latina no está presente de manera significativa en el diálogo global. Ni creo que lo esté en el corto plazo. Pero eso no es, necesariamente, una mala señal. Simplemente, para un diálogo hacen falta dos partes. Y en este caso, una de ellas tiene otras cosas que escuchar. Y la otra empieza a aprender a escucharse a sí misma.