La recesión en los nuevos casos perdidos de Europa.  

 

Para retratar los Estados bálticos –hasta hace poco los éxitos más relucientes del mundo ex comunista– en su caótica situación actual, no bastan las palabras y los números. Degustar una comida en un restaurante vacío de una de las magníficas capitales –Tallín, Riga y Vilnius– da una sensación del declive. Al igual que el silencio de las obras a medio terminar, las tarifas por los suelos de los hoteles de lujo que aparecieron durante los años del boom y la caída de un Ejecutivo letón bajo el peso de los problemas. Las repúblicas bálticas, hoy, son las mejores candidatas a ser los nuevos casos perdidos de Europa, con sus desastres económicos, sus gobiernos acosados y la increíble disminución de su gasto público.

Sin embargo, hace 20 años, cuando visité por primera vez las que entonces eran aún Repúblicas Soviéticas del Báltico, los problemas de hoy habrían parecido una situación casi impensable. A todos los efectos, estos Estados habían dejado de existir para el mundo casi medio siglo antes. Cuando era niño en Gran Bretaña, en los 70, leía sobre Estonia, Letonia y Lituania como podía hacerlo sobre la mítica Atlántida: un lugar legendario sumergido por una catástrofe inimaginable. A principios de los 80, me unía en Londres a manifestantes cuyas pancartas de – cían: “¡Sacad a los estonios de Siberia! ¡Sacad a los soviéticos de Estonia!”. Era difícil saber cuál de las dos cosas parecía más improbable. En la capital británica conocí a ancianos y dignos supervivientes del mundo perdido báltico, en habitaciones polvorientas que apestaban a irrelevancia y a desesperación. En los años de gobierno soviético, visitar estos países era casi imposible.

Luego llegó el pequeño milagro de los 90. Los dos últimos años de la era soviética, durante los que viví en los Estados bálticos, descubrí la Atlántida: pude ver cómo se alzaba desde el mar y se incorporaba a la ONU. Como responsable del semanario en lengua inglesa The Baltic Independent, relaté cómo las repúblicas renacidas se aferraron a Occidente y se deshicieron del legado económico y político de la ocupación.

 

NUEVAS TEMPESTADES

Hoy, la Atlántida se ve sacudida de nuevo por mareas crueles y amenazadoras. Una es la aguda caída de las economías bálticas, que comenzó hace dos años, cuando sus irresponsables burbujas crediticias empezaron a estallar. Se habían inflado por la creencia de que los mercados de estos países estaban convergiendo rápidamente con los de Europa. Los precios de la vivienda y el gasto de consumo se dispararon y crearon un enorme déficit de cuenta corriente cuando los estonios, los letones y los lituanos aprovecharon las facilidades de crédito ofrecidas por unos bancos deseosos de aumentar su presencia en la nueva región más dinámica del Viejo Continente. El precio del metro cuadrado de los apartamentos de lujo en sus capitales llegó a ser más caro que en Copenhague.

A eso hay que unir que ahora ha chocado una ola aún mayor: la recesión mundial. Al ser unas economías pequeñas y abiertas, prosperan cuando a sus vecinos les va bien y se atrofian cuando les va mal. En la crisis actual, la demanda de productos bálticos –alimentos, muebles y turismo– está hundiéndose tanto en los mercados europeos como en Rusia. Esto ha producido unas asombrosas caídas del PIB en los tres países. Sólo en el primer trimestre de 2009, en Lituania descendió a un ritmo del 12% anual, del 15% en Estonia y del 18% en Letonia. Esta última república tuvo que aceptar un rescate del FMI en diciembre, y ahora está luchando para cumplir las condiciones del préstamo. Los salarios del sector público sufrieron un recorte de al menos el 20%. Y se prevé que el gasto público discrecional baje un 40%.

Una tercera marea que confluye es la geopolítica. Rusia se cierne sobre los Estados bálticos imponente, como un vecino despreciativo e incluso hostil que ha llevado a cabo repetidos ejercicios militares basados en una perspectiva de reconquista. Las tres pequeñas repúblicas son miembros de la OTAN, pero tienen la sensación de que están marginadas; pertenecen a la Alianza en teoría, pero no tienen la planificación de contingencia ni la presencia militar capaces de reafirmar la garantía de seguridad incluida en el artículo V del tratado de la organización. La retórica cada vez más airada y los movimientos amenazadores de Moscú pueden parecer bravatas desde la seguridad de Bruselas y Washington, pero, desde el punto de vista báltico, son un peligro; sobre todo porque, hasta ahora, no han suscitado ninguna respuesta clara por parte de Occidente.

Solía decirse que Bélgica era “el reñidero de Europa”, donde chocaban y se arreglaban los intereses de las grandes potencias. Ahora son los Estados bálticos. Y lo que se juega no es sólo la credibilidad de la OTAN, sino de todo el experimento postcomunista: ¿tienen los países pequeños fronterizos con Rusia posibilidades de obtener una prosperidad, una seguridad y una libertad duraderas, y de que su destino lo decidan su talento y sus virtudes? ¿O acaso el flujo y el reflujo de la fortuna económica acabará demostrando que no son más que satrapías de sus vecinos más poderosos?

Para responder a estas cuestiones hay que comenzar por el pasado, porque lo que de verdad comparten estos tres países es su trágica historia reciente. La presencia soviética supuso en la práctica una revolución cultural. Las élites acabaron asesinadas o en el exilio. Cientos de miles de personas fueron deportadas o murieron ejecutadas o de hambre. La colectivización destruyó las pequeñas granjas que habían sido la columna vertebral de sus economías y sociedades. Y luego llegó la asfixia de la identidad nacional mediante la inmigración en masa de rusoparlantes de otras partes de la URSS y la depuración de libros que retrataban la era de la independencia báltica en términos favorables.

Tras la invasión de 1940-1941, los estonios y letones no pensaban que otra nueva ocupación rusa fuera una “liberación”. A partir de 1944, muchos de sus ciudadanos lucharon contra las fuerzas soviéticas e incluso llegaron a aliarse en ocasiones con los nazis. El resentimiento perdura, como se vio hace dos años, cuando Estonia (o eSStonia, según los propagandistas rusos) decidió trasladar un monumento soviético de guerra del centro de Tallín a un cementerio militar a las afueras de la ciudad. El resultado fue una disputa diplomática, el asedio de la embajada estonia en Moscú y un ciberataque que trastocó durante un breve periodo los servicios públicos de esta república.

A la sombría vida en los países bálticos durante la ocupación correspondió la apatía en el extranjero. Gran Bretaña entregó al Kremlin las reservas de oro del Báltico, que el Banco de Inglaterra había recibido para su salvaguarda. Las polvorientas embajadas en Washington y otras capitales mantuvieron los vestigios de una existencia legal, y un grupo cada vez más reducido de ancianos diplomáticos bálticos se reunía de vez en cuando en el Departamento de Estado de EE UU, en cuyo vestíbulo aún figuraban sus banderas. Era una manera de molestar a Moscú, pero la causa de la independencia estaba prácticamente muerta. A quienes persistían en sacarla a colación se les consideraba excéntricos, anticuados e irrelevantes.

Después de recobrar la independencia en los 90, podían haber acabado como Moldavia: Estados semifallidos en la periferia de Europa, corruptos, atados de pies y manos desde el punto de vista geopolítico y dependientes de las remesas. Su comercio exterior estaba totalmente unido a la derrumbada economía soviética. No poseían instituciones independientes ni funcionarios capaces de administrar un Estado moderno. Sus políticos eran una mezcla de restos soviéticos astutos pero de poco fiar, profesores sin contacto con el mundo real (el primer presidente postsoviético de Lituania, Vytautas Landsbergis, era musicólogo) y jóvenes sin experiencia (Juri Luik, el representante de Estonia en la OTAN, ocupó su primer alto cargo a los 26 años). Mientras tanto, el KGB empleaba su dinero y sus relaciones para conservar y ampliar su influencia, una tarea que resultó más fácil por la cuestión no resuelta de qué hacer con los cientos de miles de emigrantes de la era soviética y sus descendientes.

Esa mezcla de problemas hacía que pocos vieran los Estados bálticos como futuros miembros de las organizaciones más serias de Occidente. Eran raros para la UE, tenían una situación geopolítica delicada para la OTAN y eran demasiado pobres para la OCDE. Y muchos occidentales se lo dijeron. Con el final de la guerra fría, los líderes bálticos que aspiraban a la independencia no recibieron cálidas palabras de bienvenida de Occidente. ¿Por qué eran tan impacientes? ¿Por qué estaban impidiendo las reformas del líder soviético Mijaíl Gorbachov con su nacionalismo inflexible? Esos argumentos eran mal recibidos en la zona. Era como decirle a un prisionero que tuviera en cuenta los sentimientos de sus carceleros y no intentara escaparse.

Entonces, ¿cómo se las arreglaron estos países para triunfar con tanta rapidez? En parte fue cuestión de suerte: Rusia era débil y sus posibilidades de interferir eran limitadas. Además, las diásporas bálticas proporcionaron una gran variedad de líderes impensables. El presidente de Lituania, Valdas Adamkus, pasó la mayor parte de su vida como funcionario en la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos. Su homólogo estonio, Toomas Hendrik Ilves, creció en EE UU y estudió en la Universidad de Columbia. La ex presidenta letona, Vaira Vike-Freiberga, vivió en Canadá, donde trabajó como profesora de Psicología. Cientos de personas ayudaron a reconstruir todo, desde el cuerpo diplomático hasta las empresas.

Pero la principal razón del éxito fue que se tomaron buenas decisiones políticas, normalmente primero en Estonia, y luego se copiaron en los otros dos. En apenas dos años, de 1992 a 1994, el Gobierno estonio de Mart Laar llevó a cabo una serie de reformas radicales: introdujo el impuesto de tipo único, privatizó la mayor parte de la industria nacional en ofertas públicas transparentes, abolió aranceles y subsidios, estabilizó la economía, equilibró el presupuesto y restauró la moneda de antes de la guerra, la corona, y la asoció al sólido marco alemán. Como consecuencia, el país se convirtió en una de las economías más abiertas y transparentes de Europa, y con el crecimiento llegó la estabilidad política: las tropas rusas dejaron la región en 1994, los temores a conflictos étnicos como los de los Balcanes disminuyeron y los ciudadanos no soviéticos en Estonia y Letonia empezaron a asimilarse.

¿Tienen los pequeños países fronterizos con Rusia la posibilidad de obtener una prosperidad, una seguridad y una libertad duraderas?

Empezó a verse una ventaja competitiva. El primer sector en expansión fue el transporte. Luego, aunque estos países casi no tenían industria metalúrgica, se convirtieron en actores importantes del comercio del metal. Después llegó la fabricación, gracias a la deslocalización de la vieja Europa. Empezaron a entrar las inversiones extranjeras y, con ellas, la tecnología, los conocimientos y la experiencia. La productividad empezó a dispararse y el turismo despegó.

Estonia tuvo especial éxito. Varias compañías de alta tecnología se establecieron allí y dieron trabajo a mucha gente. Los informáticos de este país inventaron en 2002 Skype, un programa de telefonía individual por Internet que cuenta ya con más de 400 millones de usuarios en todo el mundo. El Estado, además, fue el primero en poner en marcha el e-gobierno, la idea de poner la Administración pública en la Red. Llegaban visitantes de todo el mundo para estudiar el modelo estonio de impuestos de tipo único, gobierno racionalizado y rápidas innovaciones, que inspiraba gran envidia entre los lituanos y los letones, por no hablar de sus vecinos rusos.

Con el inicio del nuevo milenio, la Atlántida estaba funcionando de nuevo, libre y democrática. Pero no estaba asegurada del todo. Las cosas parecieron cambiar en 2004, cuando los Estados bálticos se convirtieron en miembros de la Unión Europea y la OTAN. El cambio fue, en parte, nominal. Aprobaron grandes paquetes de leyes de la UE, a menudo con una supervisión muy somera de su aplicación. Por su parte, la OTAN eludió la cuestión de si estaría de verdad dispuesta a defender sus nuevas fronteras contra Rusia. Todavía hoy, la presencia de la Alianza en esta zona consiste en un pequeño escuadrón de aviones de combate, suministrados por otros países mediante un turno rotatorio.

No obstante, parecía que las pequeñas repúblicas se disponían a atravesar su periodo más feliz en la historia. Eran aliados útiles, se habían convertido en símbolo del éxito postcomunista y formaban parte integrante del mundo euroatlántico. Eran más seguros y prósperos que nunca. Y habían empezado a perder la etiqueta de “ex soviéticos”, que quedaba relegada para casos clínicos, como Georgia y Ucrania.

 

A orillas del Báltico

En ruso, se llama a los Estados bálticos “pribaltiya”, la “orilla báltica”. Eso enfurece a estonios, letones y lituanos, como lo hacen la mayoría de intentos de meterlos a todos en el mismo saco. Los estonios son los más quisquillosos: Toomas Hendrik Ilves, el ahora presidente, enojó a sus vecinos del sur cuando afirmó que sería más justo considerar a su país como nórdico. Eso resultó poco diplomático. Pero en honor a la verdad, las similitudes entre estos países son –excepto un buen pedazo trágico del siglo XX– escasas.

En Estonia y Letonia, la conciencia nacional no emergió hasta el siglo XIX, con la emancipación de los siervos de la gleba, la disminución del analfabetismo y el despertar del resentimiento contra los señores alemanes y los zares. No así en Lituania. Su identidad ha sido configurada por la memoria de su estatus de superpotencia. El Gran Ducado de Lituania, el último Estado pagano de Europa hasta 1387, se extendió una vez hasta las orillas del Mar Negro. Era más grande que el Sacro Imperio Romano y tenía seis idiomas oficiales. Aunque Lituania –con sus actuales 3,7 millones de habitantes– ha encogido, todavía conserva su sentido de una identidad majestuosa. En cualquier debate entre los tres países, tiende a tomar el liderazgo con un plan grandioso y egocéntrico. En marzo de 1990, por ejemplo, orquestó un ataque frontal contra la URSS y declaró su independencia; Estonia y Letonia, en contraste, inicialmente se refrenaron y sólo declararon su “soberanía”.

Los tres tienen también diferentes fobias internacionales. El antisemitismo ha asolado Letonia y Lituania, pero no Estonia. Rusia y la rusificación preocupan a Estonia y Letonia más que a Lituania, a la que por el contrario le inquieta más Polonia. Ha tenido repetidos enfrentamientos con este país por la ciudad de Vilnius (ocupada por los polacos en el periodo de entreguerras), y en años recientes a cuenta de si sus respectivas minorías pueden escribir sus nombres en documentos oficiales con letras que existe en polaco, pero no en lituano, y viceversa.

Estos Estados han luchado para encontrar un lenguaje común. La población de más edad habla ruso, en general mal en Estonia y bastante bien en Lituania. Los más jóvenes saben inglés, a menudo con soltura en Estonia y algo más raramente en Letonia y Lituania. Casi ningún país báltico estudia o habla la lengua de los otros. Un diplomático lituano me dijo una vez: “Es más fácil para nosotros encontrar alguien que hable chino que estonio”. La vida bajo el régimen soviético también fue diferente. Algunos lituanos podían ver la televisión polaca, un acontecimiento muy emocionante durante la época de Solidaridad en 1980-81, y siempre más informativa que la propaganda soviética. De igual manera, desde comienzos de los 60 los estonios del norte del país podían recibir la televisión finlandesa, que emite películas extranjeras subtituladas y documentales: una ventana vital al mundo real. Estos vecinos del norte también acudían en masa a Tallín en rápidos y baratos viajes sin necesidad de visado. Los estonios se referían a ellos burlonamente como los “alces” (porque, como una mujer estonia me dijo, son “grandes, ruidosos y con torpes costumbres de apareamiento”).

Las diferencias entre los bálticos son enigmáticas y en ocasiones divertidas. Pero importan. La frugalidad, la apertura y la cuidadosa planificación de estilo nórdico de Estonia se han demostrado casi ideales para los años del postcomunismo. Era el más rico de los tres antes de la ocupación, y aún es el líder. Pero su engreimiento lo ha traicionado. La más difusa identidad de Letonia se ha traducido quizá en vínculos más débiles entre el Estado y la sociedad, lo que ha permitido que florezca la corrupción y ha evitado una respuesta más rápida a la crisis. La testaruda actitud de “nosotros lo hacemos diferente” de Lituania le ha costado tiempo y amigos, pero el retraso le ha evitado el frenesí de gasto que tan caro les ha salido a los otros dos.

La rivalidad entre hermanos tiene sus ventajas. Fomenta la innovación –lo que inventa un país los otros pueden copiarlo. Y cada uno de ellos está decidido a ser el primero en salir de la crisis.

 

 

EL PECADO DE LA VANIDAD

Fue necesaria la caída del Gobierno letón en febrero, en medio de especulaciones sin fin sobre la devaluación y el malestar político, para que el mundo prestara atención a los problemas de estos tres países. Pero ya había indicios visibles desde mucho antes. Para quienes los conocían bien, la sensación de soberbia en los años posteriores al boom de 2004 era casi insoportable. Por ejemplo, el crecimiento en Letonia fue de un insostenible 11,9% en 2006, y de un 10,2% en 2007, alimentado por la deuda. Los déficit por cuenta corriente –una buena señal de hasta qué punto un país vive por encima de sus posibilidades– también se dispararon, hasta alcanzar casi el 25% del PIB. Eso hizo que los tres Estados dependieran por completo de la voluntad extranjera de seguir prestándoles dinero. Durante varios años, las entradas de dinero hincharon la burbuja. Ahora, la supervivencia nacional depende de que los contribuyentes suecos quieran avalar a unos bancos que sobrepasaron sus límites de forma tan imprudente.

Los años del auge en el Báltico acabaron siendo un desperdicio. En vez de aplicar el freno, administrar grandes superávit presupuestarios, reforzar el control del sistema bancario y emprender medidas para conservar la competitividad, los políticos cosecharon los beneficios e ignoraron los riesgos, pensando que el crecimiento era resultado de sus buenas decisiones. No se hizo caso a los llamamientos de que se actuara con cautela. Por el contrario, el impulso fue, como dijo el magnate letón convertido en político Ainars Slesers, “pisar el acelerador”.

Los efectos perniciosos de esa mentalidad quedaron claros. Un mercado de trabajo restringido hizo que el nivel en el sector de los servicios cayera. Los operadores turísticos extranjeros se quejaron. Los países bálticos, que habían sido un destino barato, se volvieron caros antes de mejorar de calidad.

La soberbia no sólo alimentó el boom, sino que permitió eludir decisiones sobre corrupción, amiguismo y problemas económicos estructurales. En Letonia y Lituania, la política iba de mal en peor. El presidente lituano Rolandas Paksas tuvo que dimitir en 2004 entre alegaciones de extorsión y vínculos con el crimen organizado ruso. Otro político destacado de este país, Víktor Uspaskich, huyó a Rusia cuando su contable presentó a las autoridades pruebas de que se habían cometido graves infracciones de las leyes sobre financiación de partidos. Letonia estaba en manos de un puñado de dirigentes con estrechos lazos empresariales, a los que se llamaba con irreverencia el “Politburó”.

La perspectiva más amenazadora para los estonios, letones y lituanos es la ‘schröderización’ de la política exterior alemana

El primer indicio claro de problemas se vio cuando la única gran entidad bancaria de la región que no era propiedad de otro banco extranjero, el Parex de Letonia, empezó a verse en dificultades a mediados de 2008. Siempre había sido un caso de éxito sospechoso. A finales de los 90, solía hacer publicidad en la televisión rusa con un anuncio que mostraba un billete de un dólar y el lema “Estamos más cerca que América”. Lo que quería decir es que Parex era una forma cómoda para los rusos ricos de sacar su dinero fuera del país. El banco niega enérgicamente haber infringido jamás las leyes letonas, y nunca se ha visto sometido a una causa judicial. Pero sí ha sido objeto de intenso escrutinio por parte de las autoridades internacionales de la lucha contra el blanqueo de dinero.

La debilidad de Parex fue que sus inversores eran gente de fuera del país y con gran movilidad, mientras que los préstamos los hacía, sobre todo, a proyectos de construcción en el interior de Letonia, muchos de los cuales se vinieron abajo al mismo tiempo. Los depositarios retiraron casi 430 millones de dólares (unos 310 millones de euros) en el curso de seis semanas, tras lo cual el banco fue nacionalizado, en noviembre, por el precio simbólico de un par de dólares. Además, se benefició de un rescate por más de 380 millones de dólares a cargo del Estado letón y del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo.

El incidente hizo enorme mella en la reputación de esta república. Hasta entonces, parecía que sus instituciones habían conseguido separar el Gobierno de los chanchullos de la élite. Pero entonces se vio que habían fracasado a la hora de supervisar la empresa financiera más conocida de Letonia, con consecuencias casi catastróficas. La debilidad financiera del país dejó de pronto al descubierto que los éxitos anteriores estaban huecos.

La crisis ha alcanzado también a Estonia y a Lituania. Una clara muestra es la pérdida de enlaces aéreos con el mundo. Volar directamente a Tallín y Vilnius desde los principales destinos europeos se ha vuelto difícil o casi imposible. La línea aérea nacional Estonian Air ha disminuido sus rutas. La lituana FlyLAL ha quebrado en medio de una enconada disputa con el propietario del aeropuerto de Vilnius, con lo que ha puesto en peligro el papel del país como corazón intelectual y diplomático del Báltico. También corre peligro el premio más valorado por Lituania, el año de celebraciones por el nombramiento de Vilnius como Capital Europea de la Cultura para 2009. Ante la perspectiva de una costosa y pesada parada en Copenhague, Helsinki o Frankfurt, muchos posibles visitantes quizá decidan no ir. Las pequeñas repúblicas vuelven a tener la sensación de que desaparecen del mapa.

¿CÓMO MANTENERSE A FLOTE?

Los tres países afrontan la actual crisis económica sin tener a su alcance una serie de instrumentos políticos importantes. La medida más obvia sería devaluar sus divisas, pero, como están protegidas por los bancos, esa decisión sacudiría a cada república de raíz y causaría la bancarrota de muchos hogares y empresas que tienen préstamos en euros y francos suizos. Los Esta dos bálticos no tienen margen para relajar la política monetaria. Ni tampoco pueden utilizar la política fiscal para aliviar las dificultades, porque están intentando cumplir el criterio de 3% de déficit presupuestario de la eurozona.

Por el contrario, están promoviendo una “devaluación interna”, recortando salarios y la burocracia con la esperanza de que esas medidas ayuden a impulsar sus exportaciones y a atraer nuevas inversiones extranjeras. El único colchón es el dinero de la UE y otros acreedores internacionales. Quizá salga bien. Las tres economías han demostrado ya que son capaces de dar la vuelta a una situación. Lo hicieron en 1991, en condiciones mucho más duras, y en 1998, tras la crisis financiera rusa. No obstante, estas medidas de austeridad exigen una paciencia extraordinaria y una enorme tolerancia al sufrimiento entre los votantes, que verán cómo empeora su nivel de vida durante los dos próximos años. Asimismo, necesitan que los bancos suecos y de otros países aguanten con sus préstamos impagados, aunque pierdan dinero.

La gran esperanza es que la crisis ponga en marcha las reformas que los políticos bálticos, en su soberbia, se negaron a hacer durante los años del auge. Es un escándalo, por ejemplo, que la educación superior sea tan mala en los tres países. La sanidad, el transporte, los gobiernos locales y la justicia mantienen todavía unos grados asombrosos de poder, corrupción e ineficacia propios de la era soviética. Si se avanzara en estos frentes, no sólo se tranquilizaría a los votantes con la seguridad de que el Estado estaba cumpliendo su tarea, sino que se animaría a los acreedores internacionales, como la UE, a mantener los Estados bálticos a flote. Ahora bien, si no ocurre nada de esto, el nivel de las aguas seguirá subiendo.

La suerte actual de las repúblicas bálticas simboliza la situación general en Europa del Este, llena de reformas a medio hacer con más entusiasmo que juicio. Si examinamos los 20 años transcurridos desde la caída del muro de Berlín, es evidente que se dio excesiva importancia a las dificultades económicas que afrontaban las antiguas naciones cautivas. Sin embargo, lo más complicado ha sido construir unas instituciones fuertes con la supervisión política necesaria para que permanezcan sanas.

La soberbia no sólo alimentó el ‘boom’, sino que permitió eludir decisiones sobre corrupción, amiguismo y problemas económicos estructurales

La gran duda hoy es si la extraordinaria flexibilidad y la determinación de los Estados bálticos les van a permitir recuperarse a tanta velocidad como cayeron. Existen dos peligros. Uno es que la masa crítica de patriotismo y solidaridad que les ayudó a superar dificultades anteriores se haya disipado. Los más capa citados, hoy, tienen otra posibilidad: irse. Entre mis amigos bálticos más impresionantes, una está casada con un diplomático holandés y vive en Asia; varios trabajan en las cómodas burocracias de la UE y la OTAN. Unos cuantos trabajan en Londres para multinacionales. Cuando ven la caótica situación en sus países, se sienten divididos: ¿deben abandonar sus carreras y regresar, o quedarse cómodamente al margen? Como dice el viejo brindis, los miembros de la diáspora báltica, “que en su libertad no tenían patria”, pasaron medio siglo aguardando la oportunidad de ayudar a sus primos, “que en su patria no tenían libertad”. Pero quizá esa historia romántica no vaya a repetirse.

En segundo lugar, el futuro de estos países no está sólo en sus manos. La crisis económica coincide con el ascenso de una Rusia resurgente y revanchista y sus alianzas con una Europa dividida y desmoralizada. La perspectiva más amenazadora para los estonios, letones y lituanos es la schröderización de la política exterior alemana (palabra derivada del ex canciller Gerhard Schröder, cuya notoria amistad con Vladímir Putin cuando ambos estaban en sus cargos se transformó en la presidencia de un controvertido consorcio del gaseoducto ruso-alemán después de dejar el poder). Los Estados bálticos se sienten asfixiados. ¿Quién va a defender sus intereses cuando los grandes países vuelven a tomar decisiones sobre su cabeza?

Esos temores, por ahora, son un poco exagerados. Polonia y Suecia son dos pesos pesados europeos que están decididos a impedir que se desarrolle más el eje Moscú-Berlín. Los propios problemas económicos de Rusia han disminuido sus pronunciamientos contra los Estados bálticos. Pero el peligro sigue ahí. A medida que aumentan el desempleo y las tensiones sociales, el riesgo de que los rusoparlantes locales se sientan víctimas –o los nativos les echen la culpa de todo– aumenta. El Kremlin ha dicho que se reserva el derecho a intervenir, incluso militarmente, para defender los intereses (no especificados) de sus “compatriotas” en otras zonas ex soviéticas. Tras el conflicto de 2008 en Georgia, no hay duda de que está decidida a hacerlo.

Moscú puede utilizar también otras armas. Por ejemplo, Lituania dependerá de forma casi exclusiva del gas ruso cuando tenga que cerrar su central nuclear de Ignalina, a finales de año. El sector de transporte entre Este y Oeste, un negocio muy lucrativo para Letonia, es una de las pocas áreas de la economía que aún marcha bien, y eso ofrece oportunidades de ejercer presiones políticas. Mientras los países bálticos no desarrollen, además de sus economías, sus instituciones políticas y completen su reintegración en el mundo occidental, no estarán del todo seguros. “Necesitamos otros 10 años”, dice Asta, una de mis amigas lituanas. Y tiene razón. La Atlántida se alzó desde las profundidades, pero los muros marinos siguen siendo demasiado bajos y las aguas están volviendo a subir.

 

 

¿Algo más?
El libro de Edward Lucas The New Cold War: Putin’s Russia and the Threat to the West (Palgrave Macmillan, Nueva York, 2008) ofrece una mirada en profundidad de los vecinos bálticos y de Rusia. Lucas tiene también un blog sobre la región en edwardlucas.blogspot.com.

Para una completa historia sobre las tres repúblicas desde la antigüedad hasta el siglo pasado, leer The Baltic Revolution, de Anatol Lieven (Yale University Press, New Haven, 1993). The Baltic States: Years of Independence: Estonia, Latvia, Lithuania, 1917-1940 (Georg von Rauch, St. Martin’s Press, Nueva York, 1995) y The Baltic States: Years of Dependence, 1940-1990 (Romuald Misiunas y Rein Taagepera, University of California Press, Berkeley, 1993) proporcionan una panorámica de conjunto de la supervivencia de Letonia, Lituania y Estonia a lo largo de años de ocupación rusa, discriminación lingüística y luchas nacionalistas.

Para una descripción literaria de la región, The Good Republic, de William Palmer (Secker & Warburg, Londres, 1990), captura con gran viveza el viaje de un emigrante báltico que regresa a su patria con una inocencia que se demostrará efímera. El pensamiento cautivo, de Czeslaw Milosz (Tusquets, Barcelona, 1981), plantea los dilemas morales de quienes viven bajo regímenes totalitarios.