El gobierno chino puede acabar con unos disturbios, pero sus duras tácticas garantizan la prolongación de las tensiones étnicas.

 

Recientemente mil uigures chocaron con la policía en la ciudad de Urumqi, al oeste de China. Uno de los conflictos étnicos más sangrientos de los últimos años en el país.

La represión que llevó a cabo el Gobierno contra esta minoría musulmana de habla turca que lleva mucho tiempo oprimida por el poder de Pekín fue repugnante, brutal y breve.  De la noche a la mañana se impuso el toque de queda. Se desplegó a miles de agentes de policía. El presidente chino, Hu Jintao, dejó la cumbre del G-8 para dedicarse a apagar fuegos en casa. Sin embargo, no todos los aspectos de las políticas chinas en relación con ésta y otras comunidades se caracterizan por esa precisión.

PeterParks/AFP/GettyImages

Si uno visita Xnjiang, la turbulenta provincia en la que viven aproximadamente ocho millones de uigures, se da cuenta de que existe una diferencia -a menudo, un abismo- entre las intenciones oficiales respecto a los problemas de las minorías y lo que sucede en la práctica. A veces, los errores del Gobierno parecen producto de la mala voluntad, y otras veces, de la ignorancia.  En ambos casos, los resultados son trágicos y absurdos.

En días malos, la tragedia es evidente: en los recientes disturbios han muerto 184 personas, uigures y chinos de la etnia han. Pero existe también cierta comedia negra, un continuo drama de malentendidos y errores de cálculo, cuando las autoridades han intentan controlar la práctica del islam y los políticos locales tratan, al mismo tiempo, de apaciguar y reprimir a los uigures.

Sobre el papel, el islam es una de las cinco religiones oficialmente reconocidas y legales de China. Y el gobierno central, con el fin de promover una “sociedad armoniosa”, pretende ayudar a todas las poblaciones minoritarias a prosperar junto a sus vecinos. Sin embargo, en la práctica, las políticas étnicas que se aplican indignan a la población mayoritariamente musulmana de Xinjiang. Existen grandes tensiones, que pueden estallar por provocaciones incluso distantes (la chispa que encendió los disturbios esta vez consistió en los malos tratos y el asesinato de unos trabajadores uigures en una fábrica de la lejana provincia de Guangdong).

Hace poco, Robert Kaplan señalaba en la revista The Atlantic que, desde el punto de vista puramente pragmático, en el caso de Sri Lanka, la represión había funcionado. Otros autores han hecho afirmaciones similares en el caso de Xinjiang. Una línea argumental sostiene que la actitud inflexible de China frente a sus poblaciones étnicas puede ser detestable desde la perspectiva occidental, pero es la forma más segura de mantener la paz.

Ojalá la mano de hierro de Pekín fuera así de diestra. Al gobierno chino se le da bien dispersar manifestaciones, construir rascacielos y organizar grandes espectáculos como los Juegos Olímpicos. También hay que reconocer que ha sido relativamente hábil a la hora de gestionar la crisis financiera y mantener abiertas las fábricas.

Sin embargo, no hace falta rebuscar mucho para encontrar señales de desintegración o descoordinación. Por ejemplo, las vergonzosas vacilaciones a propósito del filtro Presa Verde, el tan criticado programa de vigilancia de Internet; o los escándalos del año pasado a propósito de la leche contaminada, un desastre económico y de relaciones públicas internacionales para Pekín. El gigante asiático siempre parece más vulnerable desde dentro que desde fuera, y sus volátiles problemas con las minorías no son más que otro ejemplo.

En realidad, a China se le da mejor crear impresiones momentáneas formidables -grandiosas, como la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos, o crueles, como la represión de los manifestantes- que mantenerlas. Cuando se examina con detalle, se ve cuánto desorden hay bajo la superficie, en especial cuando las autoridades pretenden formular políticas sobre algo que no acaban de entender.

Los uigures, y el islam en general, desconciertan a los líderes laicos de China. En Xinjiang, una vasta provincia occidental -tres veces más grande que Francia y con fronteras con ocho países-, la política tradicional de Pekín respecto a las minorías es confusa en principio y caprichosa en su ejecución, y el resultado es mucho sufrimiento tanto para los uigures como para los han. En vez de contener las tensiones, la mano dura alimenta las llamas. Es un tipo de confusión brutal.

A Xinjiang se le ha llamado la “Texas de China”, y es verdad que da cierta sensación de región fronteriza y dura. En los últimos años, el petróleo y la riqueza mineral han atraído la atención del Gobierno y la llegada de hombres de negocios, empresarios y aventureros han, procedentes del este del país. Cuando este territorio desértico se incorporó a la República Popular, los dirigentes chinos decidieron que la capital provincial fuera Urumqi, una ciudad sin ningún símbolo histórico. En una región con un pasado largo y complicado, y un paisaje salpicado de mezquitas históricas, lugares de famosas batallas y tumbas de reyes uigures, la nueva capital era prácticamente una tabla rasa. Parecía un lugar en el que los nuevos colonos podían empezar de cero.

Sin embargo, en teoría, la política oficial en Xinjiang no es borrar la historia ni la identidad de esta comunidad. De hecho, se hacen esfuerzos especiales para destacar ciertos aspectos del pasado. Las tiendas de regalos del aeropuerto venden libros en los que se habla de las encantadoras costumbres de los grupos minoritarios de la zona. Numerosos turistas, internacionales y han, llegan dispuestos a visitar las viejas ciudades históricas, sitios como Kashgar, en el suroeste de la provincia. El gobierno local está coqueteando con la idea (o al menos intentando sacar unos cuantos yuan de ella) de lo que el portavoz de la embajada china en Londres calificó en Radio 4 de la BBC como el “multiculturalismo” de la región.

Fuera de Urumqi, la inquieta capital en la que se produjeron los disturbios, se ven nuevas señales de carretera en mandarín y en lengua uigur, que se escribe con caracteres árabes. Pero uno corre el peligro de perderse si sigue esas señales. Cuando se pregunta a los miembros de esta etnia, dicen que esas señales en su lengua son muchas veces transcripciones sin sentido, una especie de spanglish en uigur. Adornan mucho, pero no tienen ninguna utilidad; es evidente que no se consultó a nadie para elaborarlas ni corregirlas.

El gobierno central destina fondos especiales a asuntos religiosos y becas de reducción de pobreza en Xinjiang, como en otras provincias occidentales. ¿Pero cómo se gastan? Veamos como ejemplo el proyecto “Calle de la minoría de Xinjiang” en el centro de Umruqi. Es un mercado de cinco pisos con un exterior de aspecto exótico, dominado por torretas de color amarillo claro y puertas extravagantes, con numerosos puestos y escaleras curvas en el interior. En la entrada, un cartel anuncia con orgullo que se construyó en 2002 en beneficio de la población minoritaria de Xinjiang, como lugar en el que vender su artesanía étnica, por la enorme suma de 160 millones de yuanes (unos 17 millones de euros).

Pero dentro, la mayoría de los puestos, si alguna vez estuvieron ocupados, ahora están vacíos. Algunos albergan a joyeros han que venden baratijas de jade. La pintura está empezando a desconcharse. Una recepcionista china aguarda delante de un restaurante vacío, decorado como Walt Disney podría imaginar Arabia. En resumen, es lo más parecido a un despilfarro. O, mejor dicho, es lo que los funcionarios y contratistas locales creen que quieren los uigures (o al menos su forma de captar parte de los fondos que Pekín dedica a los asuntos de las minorías), sin consultar demasiado con ellos. Por desgracia, el edificio está junto al verdadero corazón del barrio uigur de la ciudad, en el que las familias viven en casuchas de ladrillo y barro a las que no les vendría mal ese dinero.

Los errores de cálculo sobre esta minoría y su religión tienen otras repercusiones más serias.

El edificio, una obra de pura fantasía arquitectónica y promocional, simboliza la inmensa desconexión entre la visión que tienen  las autoridades han de las minorías de China y la que tienen los uigures de sí mismos y del islam.

El año pasado estuve en Kashgar durante la Semana Dorada de octubre, unos días de fiesta nacional que conmemoran la fundación de la República Popular de China. Mi hotel estaba en los terrenos del antiguo consulado ruso, un recordatorio de cuando las potencias occidentales se disputaban la influencia en Asia central. Esa tarde, la televisión estatal mostraba imágenes continuas de las celebraciones, incluidos desfiles de las minorías oficialmente reconocidas del país en vistosos trajes, cantando y bailando y ensalzando el legado de la Nueva China.

Mientras tanto, fuera, los residentes de la ciudad se agrupaban para conmemorar una fiesta muy distinta: el final del Ramadán, el mes de ayuno de los musulmanes. El último día de esta celebración, cuando se rompe ese ayuno y la gente lo festeja, se llama Rozi. Todos los años, 100.000 hombres del suroeste de Xinjiang viajan con sus familias para conmemorar la fiesta delante de la antigua mezquita de Id Kah.

La imagen de miles de devotos musulmanes arrodillados en sus alfombrillas de oración, en una ceremonia sin la supervisión del Estado, pone muy nerviosas a las autoridades locales, como es natural. El Gobierno no ha derribado la mezquita ni ha prohibido de forma explícita el culto, pero hace poco erigió una pantalla gigante de televisión en la plaza pública que hay delante del templo. En ella se emiten culebrones kazajos a lo largo de todo el día, a determinadas horas calculadas para que coincidan con los servicios diarios. No obstante, como era de esperar, no ha tenido mucho efecto sobre la asistencia a la mezquita.

Una noche le pregunté a un uigur que se dirigía a Id Kah qué opinaba de la televisión. “Si la pusieran en otro lugar, la gente estaría encantada”, dijo. “Pero aquí no; aquí nos indigna”.

Los errores de cálculo sobre esta minoría y su religión tienen otras repercusiones más serias.

Pekín asegura que las nuevas industrias y la extracción petrolífera en Xinjiang está llevando la riqueza a la región, y que eso beneficia tanto a los han como a los uigures. Sin embargo, según el Banco Asiático de Desarrollo, la desigualdad de rentas en esta zona de China sigue siendo la más alta de todo el país. La discriminación en las contrataciones es un obstáculo fundamental, a menudo fomentada por la perpleja actitud del Partido Comunista Chino hacia la religión. “Hay un partido que es fundamentalmente han y oficialmente ateo”, explica Gardner Bovingdon, catedrático de estudios sobre Eurasia y el este de Asia en la Universidad de Indiana (EE UU). “La doctrina del partido se basa en la idea de que la religión es un engaño. Exige que sus miembros sean ateos; cualquier profesor y cualquier miembro del partido en Xinjiang debe renunciar al islam”.

La inmensa mayoría de los nuevos puestos de trabajo en esta región dependen del Estado: las cuadrillas de la construcción, los empleados de banca, los agentes de policía, los enfermeros y los profesores de escuela trabajan para el Gobierno (no hay muchas empresas privadas en el mundo de la frontera). Muchos de los empleos están, por ley, fuera del alcance de los musulmanes practicantes. La Corporación de Producción y Construcción de Xinjiang, de propiedad estatal y la mayor empresa urbanística de la provincia, creó hace no mucho 840 puestos de trabajo y, por mandato legal, dio 800 de ellos a chinos han.

Esas políticas agudizan las desigualdades y las tensiones étnicas. ¿Pero ayudan también a Pekín a aplastar posibles movimientos separatistas?

Los analistas, en general, no creen que la religión ni el islam radical sean el motor de facciones independentistas en Xinjiang. Para luchar contra los verdaderos separatistas habría que elaborar estrategias más concretas. “La forma de actuar frente a una pequeña minoría en una sociedad no es impedir la religiosidad de toda una población”, explica Bovingdon. “Eso es contraproducente y crea resentimiento en mucha gente”.

Sin embargo, ésa parece ser precisamente la estrategia del gobierno local. Desde 2002, cuando la guerra contra el terrorismo encabezada por Estados Unidos dio a China cobertura para vigilar más a sus poblaciones musulmanas, la oficina de seguridad pública de Xinjiang ha aumentado las actuaciones contra lo que califica, con una increíble brocha gorda, de los “tres males” del “separatismo, el extremismo religioso y el terrorismo”.

En la práctica, eso significa que en Umruqi están prohibidos los altavoces en las mezquitas; las familias que tengan invitados a cenar durante las fiestas religiosas deben avisar al gobierno; los interiores de las mezquitas, hasta las más pequeñas, están llenos de burda propaganda gubernamental, y reciben continuamente la visita de inspectores han (que no se molestan en quitarse los zapatos cuando entran a comprobar los libros de firmas). Aunque el islam no está oficialmente prohibido, los uigures están sometidos a una letanía de injerencias en su vida religiosa diaria, y eso hace que vean al Ejecutivo como una fuerza antagonista. Como me dijo un hombre en Kashgar: “como soy uigur de nacimiento, soy un terrorista; ¿eso es lo que piensa el Gobierno?”

Los excesos de las autoridades también están claros en el tratamiento que dan las políticas de seguridad a los menores. Durante ciertas fiestas religiosas, está prohibido que cualquier joven de menos de 18 años entre en una mezquita. En Kashgar, se imponen comidas comunitarias en la escuela durante el Ramadán, y se organizan reuniones especiales a las que es obligatoria la asistencia coincidiendo con las oraciones del viernes. No hay razones para tratar a todos los niños uigures como aspirantes a terroristas o separatistas, a no ser que el verdadero objetivo sea hacer desaparecer la religión en la próxima generación. Pero esa táctica sería verdaderamente arriesgada para el PCC.

Andrew Nathan, que preside el departamento de ciencias políticas en la Universidad de Columbia (EE UU), explica: “Ése es el estilo chino en relación con la religión; el gobierno se muestra muy suspicaz frente a ella”. En Xinjiang, lo que quieren evitar es el separatismo. Consideran que los independentistas son fundamentalistas religiosos. Y de ahí saltan a lo otro. Y eso genera resistencia y un profundo resentimiento”.

Existen ciertos indicios de que los intentos de China de acabar con el islam, con el argumento de asimilar a los uigures y otras minorías en Xinjiang, se están encontrando con una reacción indeseada. Según la Comisión del Congreso estadounidense sobre China, a medida que el gobierno local ha endurecido sus políticas antiterroristas en los últimos años, el grado de malestar en la zona ha aumentado. El año pasado hubo una cadena de atentados contra autobuses y ataques contra la policía en el suroeste de la provincia; los recientes sangrientos disturbios en Umruqi fueron los peores en muchos años.

“Los intentos de China de reprimir el islam”, concluye un informe reciente de Human Rights Watch, “son una estrategia con grandes probabilidades de indignar a los uigures, llevar todavía más a la clandestinidad la expresión religiosa y fomentar el desarrollo de formas más radicalizadas y enfrentadas de identidad religiosa”.

Desde un punto de vista diferente, Richard Weitz, director del Centro de Análisis Político-militares del Hudson Institute, cree que hay repercusiones de seguridad para toda la región. “Muchos problemas chinos parecen creados por ellos mismos”, dice. “Justifican muchas de las cosas que hacen por la necesidad de una labor antiterrorista, pero tenemos miedo de que puedan agudizar la amenaza terrorista. Por supuesto, lo mismo podría decirse de algunas estrategias de Estados Unidos; no hay más que ver Irak y Afganistán”.

Las autoridades chinas, que no comprenden la cultura ni la religión de los uigures, temen lo peor. Y sus políticas actuales parecen más destinadas a alimentar la resistencia y el resentimiento que la paz y la pasividad. Tal vez la reacción haya comenzado.

 

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