Colombia nunca ha estado tan cerca de la paz con unas FARC militarmente vencidas e ideológicamente aisladas de la izquierda latinoamericana, pero el proceso puede verse afectado por intereses económicos y políticos.

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AFP/Gettyimages

Hace casi 14 años, aplastado por el sopor de la humedad y el sol de los semiamazónicos Llanos Orientales colombianos y rodeados por un candado humano de guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, empezó y terminó en un mismo día el último proceso de paz de un país que durante 65 años ha convivido con una guerra sanguinaria y deshumanizante.

El mítico Manuel Marulanda, líder de la guerrilla más antigua del continente y mejor conocido como Tirofijo, dejó plantado a un ingenuo presidente Andrés Pastrana en las negociaciones de paz el 7 de enero de 1999 y personificó la arrogancia del grupo entonces.

Ante una realidad diametralmente opuesta, comenzó el jueves 18 de octubre de 2012 en Oslo (Noruega) un nuevo proceso de paz entre el Gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las FARC. Pero tanto uno como otro saben que por eso mismo se redoblan los esfuerzos de muchos sectores para impedirla. Así es la guerra y así es la paz.

Tras el acto protocolario, las negociaciones se trasladarán a La Habana y el plan es sellar el fin de la guerra y la desmovilización de la guerrilla antes de 2014. Acompañan al proceso, además de Noruega y Cuba, Venezuela y Chile. Por Colombia negocian ex militares, curtidos políticos y empresarios, y por las FARC la élite militar y política del grupo.

Las amenazas

La primera amenaza es la de cualquier proceso de paz: la guerra. Las FARC recientemente mataron a seis policías en un atentado con bomba, y por supuesto el Gobierno y sus fuerzas de seguridad no han relajado su campaña antiterrorista. Sin cese de hostilidades solo puede esperarse que ambos lados intenten mejorar su capacidad de negociación a través de las armas.

Una encuesta Gallup también muestra que el 60% de los colombianos apoya los nuevos esfuerzos de paz, pero eso no quiere decir que vayan a entender o aceptar más muertes.

Asimismo, enColombia como en el resto del mundo, la guerra es un excelente negocio para muchos; tanto político como económico. La derecha conservadora que ha dominado el país a lo largo de tres ciclos electorales se ha fracturado y libran ahora un pulso político definitivo entre una derecha pragmática y una más radical.

La mayoría de colombianos se dividen entre ambos. Son los santistas, que apoyan una transición política y económica hacia el centro social demócrata de Chile y Brasil, y los uribistas que prefieren un retorno al neoliberalismo ultraconservador y alianza incondicional a Estados Unidos, así como una reforma constitucional que permita que el ex presidente Álvaro Uribe pueda ser reelegido. El desenlace del proceso de paz, impulsado por los partidarios de Santos pero opuesto a ultranza por los de Uribe,  consolidará a una de las corrientes y definirá el futuro de Colombia.

El narcotráfico en el país también se beneficia del caos de la guerra. Una paz con las FARC les ahorcaría tarde o temprano, ante todo porque mucho del tráfico lo controlan la guerrilla y múltiples grupos paramilitares, herencia de la guerra que se libró en las últimas dos décadas. Sin las FARC perderían además de su razón de existir -la contrainsurgencia-, el control sobre sus pequeños feudos de guerra y drogas.

Muchos colombianos también dudan, y con toda razón, de las intenciones de las FARC. Entre los muchos temas que no se han planteado está el desarme. ¿Cómo se gestiona la desmovilización de 8.000 combatientes curtidos y de sus líderes? ¿Está lista Colombia para que se reincorporen a la vida civil, o más espinoso aún, a las Fuerzas Armadas? Hay muchos en el país que no conciben nada más que en la rendición incondicional, y eso no es posible en ninguna paz.

Hasta la historia es un escollo. Los colombianos no aceptarán la arrogancia de la guerrilla esta vez, pero las FARC no se olvidan del exterminio de sus dirigentes tras un proceso de paz fallido en los 80.

La paz es fruto de la guerra

Para entender por qué la paz es probable hay que aceptar lo que los hombres de armas saben, pero es más difícil de entender para los civiles. La paz solo se puede firmar entre vencedores y vencidos.

Retrocedamos nuevamente a la última negociación. Unas FARC prepotentes humillaron en directo al Estado colombiano y a sus fuerzas militares y decepcionaron a 45 millones de colombianos. Entonces contaban al menos con 15.000 combatientes y controlaban un tercio de Colombia. Estaban bien financiadas, entrenadas y armadas y gozaban de suficiente apoyo popular como para todavía aspirar a derrocar al Gobierno.

Al final, la pregunta era la misma: ¿Por qué impusieron las FARC la diplomacia de la silla vacía?

Todos adujeron problemas de seguridad: Marulanda, un hombre que parecía más un abuelo que uno de los genios militares del siglo pasado; el segundo al mando de las FARC, Jorge Briceño alias el Mono Jojoy, otro estratega sin par que casi logra rodear Bogotá para empezar una última ofensiva para tomar el poder y el tercero al mando, Raúl Reyes, el jocoso hombrecito responsable de la diplomacia. Ahora todos están muertos, Marulanda por causas naturales y el resto abatidos por una reconstituida fuerza pública colombiana.

La verdad es otra. Las FARC no tenían intención de negociar la paz, sino de consolidar sus ganancias militares para preparar la victoria. Así no se puede negociar. El último proceso de paz fracasó porque Pastrana pretendía negociar en condiciones de paridad. La guerra se intensificó y se hablaba de un golpe de Estado que EE UU no quiso apoyar.

El Gobierno de Pastrana dio por terminada la negociación y en cambio aseguró una ayuda militar de más de 7.000 millones de EE UU. En 2002 el populista Uribe asumió la presidencia y durante ocho años se concentró en cumplir su promesa de profesionalizar a las Fuerzas Armadas del país para recuperar la iniciativa para diezmar a las FARC y arrodillarlas.
Se institucionalizó la alianza con las Autodefensas Unidas de Colombia, una fuerza paramilitar financiada por una alianza entre terratenientes, narcotraficantes y políticos colombianos que arrasaron con la población en zonas controladas por la guerrilla, copiando la estrategia del terror de la guerra civil de Guatemala.

Miles de nuevas tumbas y millones de desplazados después, las FARC perdieron a sus principales líderes militares e ideológicos, además del control sobre sus frentes que se fueron degradando hasta convertirse en minicarteles más preocupados de proteger su negocio de las drogas que de luchar por algún fin político.

Pero el plomo por si solo es insuficiente para acabar una guerra. Faltaba una visión y valentía política, la cual llegó en 2010 con el brillante planteamiento estratégico del presidente Juan Manuel Santos.

El golpe de gracia para forzar la paz

Las Fuerzas Armadas de Colombia, con el apoyo crucial de EEUU, lograron lo más difícil: obligar a las FARC a replegarse militarmente y concentrarse en sobrevivir, en vez de atacar. Pero como Mao Zedong bien explicó, una guerrilla nunca está vencida mientras pueda soñar con la victoria.

Santos, un líder pragmático y además artífice de lucha contra las FARC como ministro de Defensa de Uribe, entendió bien que la paz solo era posible negándole todo apoyo a la lucha armada en Colombia. Para ello, y desde el primer día de su mandato, se esforzó por restablecer las relaciones diplomáticas con Venezuela y Ecuador, además del resto de países de Sudamérica.

Venezuela y Ecuador, de hecho, han sufrido históricamente los estragos de la guerra colombiana. Tanto las guerrillas, como los narcotraficantes y los paramilitares utilizaban el territorio de los vecinos para oxigenarse. Pero Uribe escogió confrontarse a los presidentes Hugo Chávez y Rafael Correa, aunque, es cierto, que como mínimo el líder venezolano fue ambiguo en su apoyo ideológico a las FARC. Santos reencauzó las relaciones con sus vecinos para mutuo beneficio, sobre todo económico. Pero tras dos años vemos el fruto más importante del giro diplomático. Chávez, más que cualquier otro, es un artífice clave en este nuevo proceso de paz.

Personas conocedoras de las embrionarias negociaciones coincidieron en resaltar el papel de Chávez, no por motivaciones altruistas, sino como parte de una estrategia para afianzar al bolivarianismo y su legado. El presidente venezolano coqueteó con usar a las FARC como fuerza disuasoria frente a una amenaza militar percibida de EE UU y Uribe. Pero de hecho las FARC han sido más un escollo para él al posicionarse como una competencia desleal que desprestigia a la izquierda latinoamericana al insistir en la lucha armada. Chávez ha presionado al grupo para dejar las armas, constituirse en un partido político bolivariano, para así, más fácilmente, unificar y expandir el movimiento.

Las FARC están militarmente vencidas y además ideológicamente aisladas de la izquierda latinoamericana. Negocian la paz con sinceridad, y no con la prepotencia de iguales, sino como un movimiento desprestigiados y agotado. Saben que mientras más alarguen su lucha armada, su capacidad de negociación disminuye. La paz es probable porque el tiempo corre en contra del grupo y a favor del Estado colombiano.

Habrá más sangre sin duda. Anticipo terrorismo y contracorrientes políticas con el fin de frustrar las negociaciones. Nunca ha estado Colombia tan cerca de la paz. Está en juego la consolidación de un renacimiento económico colombiano y del embrionario proceso de integración sudamericana. Pero ante todo está en juego el futuro de millones de colombianos que merecemos la paz y que debemos armarnos de paciencia, valor y responsabilidad para ponerle fin a tanto dolor.

 

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