A la hora de la verdad, Europa es la única fiel aliada de Estados Unidos para garantizar la estabilidad.

xxx
AFP/Gettyimages

El ascenso de las potencias emergentes ha marcado un importante cambio en los discursos oficiales sobre el nuevo orden mundial, trastocando de alguna manera, el rol tradicionalmente central atribuido a la relación transatlántica. La llegada de un presidente estadounidense enfocado hacia el Pacífico, parecía haber hecho realidad los temores que planteaban que la antigua relación con la Unión Europea fuese algo del pasado.

Sin embargo, esta relación no ha sido dejada de lado y, cuanto menos desde el punto de vista económico, ya que este debate ha sido revitalizado con la propuesta –esta vez parece que en serio– del llamado TAFTA. Las difíciles negociaciones comerciales, en ámbitos tan diversos que abarcan desde la agricultura a la industria cultural, para constituir la principal zona de libre mercado global no deberían oscurecer el rol central que se ha atribuido tanto a la Unión Europea como a Estados Unidos como garantes del orden internacional. La capacidad para marcar la agenda debe seguir siendo una de las prioridades de la relación transatlántica ante unas potencias emergentes escasamente cómodas con un rol de liderazgo mundial y crecientemente afectadas por diversas debilidades.

Si por algo se ha caracterizado la relación entre Estados Unidos y la Unión Europea, haciéndola sólida y difícilmente quebrantable, es por la comunidad de valores que, al menos desde la llegada del presidente Wilson a París, ambas representan y que les hace coincidir en numerosos asuntos que van desde la guerra de Afganistán hasta el plan nuclear iraní, marcando fuertemente la identidad de ambas. Pero esta comunidad de valores, para tener éxito, debería sostenerse sobre mecanismos de poder duro y poder blando que, en la actualidad y especialmente en el caso europeo, parecen brillar por su ausencia.

Los crecientes recortes en el presupuesto de defensa llevados a cabo por algunos de sus miembros más importantes o los problemas surgidos en el proceso de integración europea hacen la cooperación más compleja, en un momento en el que Estados Unidos va a necesitar más que nunca la ayuda de Europa para moldear los equilibrios de poder en la región de Asia-Pacífico y la posible contención de una China en ascenso. Pero más allá de Asia Oriental, el rol de la relación transatlántica, que supone la primera zona en términos de gasto militar e intercambio económico, también puede trasladar este liderazgo a regiones convulsas como Próximo Medio, el Norte de África, América Latina –donde España debería jugar un rol clave– o Asia Central.

Plantear la relación transatlántica como una cosa del pasado, tal y como se ha hecho en algunos debates en círculos políticos o think tanks estadounidenses, es faltar a la realidad. Pese a la estrategia estadounidense de cambio hacia el Pacífico, ha quedado demostrado que a la hora de actuar y hacer frente a los desafíos globales, los únicos aliados fiables y comprometidos para construir Estados, expandir valores, asumir sus cargas en cuestiones de seguridad o apoyar sus propuestas han sido los europeos. Es difícil pensar en alguna otra opción posible y, sin embargo, para disipar los temores del declive europeo y recuperar su posición de liderazgo internacional es necesario un amplio replanteamiento enfocado hacia el exterior del proceso de integración europea y la necesidad de asumir las obligaciones que le corresponderían como potencia, y con la que no todos los socios europeos se sienten cómodos. Vencer estas reticencias y asumir el rol que le corresponde será la piedra de toque que permitirá a los europeos re-asumir su liderazgo y moldear el orden internacional de acuerdo con sus intereses y valores.

En este contexto, el caso español no está exento de dificultades. Superadas las tradicionales reticencias ideológicas hacia la relación transatlántica que marcaron los disensos en la política exterior española del pasado y los recortes en los diferentes mecanismos de acción exterior, sean estos duros o blandos, hace que no esté en su mejor momento para poder marcar esta agenda, pese al papel que podría jugar en América Latina o el Norte de África. Urge que, una vez superada la pésima situación actual, estos mecanismos se revitalicen y España pueda desempeñar nuevamente el rol que le corresponde en el ámbito de la relación transatlántica.

En el marco de las relaciones exteriores de España y Estados Unidos dos han sido los temas capitales: la lucha contra la piratería –que nuevamente parece estar de actualidad a la luz del perfil del nuevo embajador estadounidense– y la defensa. En el primero se han experimentado algunos avances y, en el segundo, España tiene un importante papel que jugar, pese a los recortes. Incrementar el gasto hasta el 2% del PIB en defensa tal y como se recoge en el Tratado de la OTAN y asumir sus responsabilidades no solo internacionales, sino con su propia seguridad –de la que en casos como Mali se ha hecho cierta dejación– son los primeros pasos para conseguirlo.

Queda aún mucho por hacer para revitalizar la relación transatlántica en sus diferentes ámbitos y volver  situarla en el centro del orden internacional cambiante de hoy, pero el compromiso y la voluntad política de los líderes de ambas orillas del Atlántico para volver a situarla en el lugar que le corresponde, marcando la futura agenda de cambios globales.

 

 

 

 

 

Artículos relacionados