Olvídese de los campos de reeducación para terroristas. Los extremistas encarcelados en Pakistán están aislados… de cualquiera que pudiera hacerles cambiar de idea sobre emprender la yihad.  

 

La Prisión Central de Karachi, un elegante edificio de arenisca de 111 años de antigüedad con la apariencia de una fortaleza, alberga a los prisioneros más famosos de Pakistán. Ahmad Omar Sheikh, uno de los hombres que mataron al reportero del The Wall Street Journal Daniel Pearl, se aloja allí, junto a los extremistas que atacaron el consulado estadounidense de Karachi en 2006. Tras su abovedada puerta metálica del color del óxido, asesinos convictos y pequeños delincuentes se mezclan en espartanos barracones abarrotados concebidos para albergar a 1.800 reclusos, pero que alojan a 3.800.

A pesar del hacinamiento generalizado, el director de la cárcel, Nusrat Hussain Mangan, mantiene a un grupo de prisioneros separado, con tres o cuatro personas por habitación: los extremistas religiosos. Hay algo más de 150 de ellos en esta cárcel solo para hombres -aproximadamente el 5% de la población de la prisión- confinados en sus alojamientos la mayor parte del día. Sus corazones y sus mentes, más que cualquier cosa que puedan hacer con sus manos, son lo que les hace peligrosos. “Para salvar a los otros prisioneros de los terroristas, los mantenemos encerrados”, dice Mangan. “Tienen la suficiente convicción en lo que piensan como para poder influir a otros que sean fácilmente moldeables”.

ASIF HASSAN/AFP/Getty Images

Mientras las fuerzas de la OTAN trabajan contra los talibanes en el vecino Afganistán, los esfuerzos antiterroristas de Pakistán de los últimos años se han centrado en las ofensivas militares y el Ejército ha fijado como objetivo a los talibanes y a Al Qaeda en el cinturón noroccidental que bordea Afganistán. Poco se ha hecho, sin embargo, para enfrentarse a los militantes en escenarios urbanos como Lahore y Karachi, salvo unos pocos enfrentamientos armados producidos como reacción a atentados cometidos por los militantes. Menos todavía se ha llevado a cabo para erradicar la ideología que alimenta esta violencia.

De hecho, las cárceles de Pakistán hoy logran lo contrario. A los presos extremistas, como los que se encuentran en la Prisión Central de Karachi, se les da demasiado acceso los unos a los otros (compartiendo celdas e ideas radicales) y demasiado poco acceso a cualquiera -psicólogos, imanes o trabajadores sociales- que pudiera hacerles cambiar de idea sobre emprender la yihad. Los reclusos abandonan la cárcel incluso más reafirmados sobre sus posiciones fundamentalistas. Lo que es una noticia particularmente mala, ya que a la mayoría de ellos de hecho se les dejará marchar.

La clase de hombres de la que hablamos está perfectamente ejemplificada por Mohamed Shahid Hanif, un recluso extremista que ha pasado la mayor parte de los últimos nueve años en prisión leyendo y releyendo el Corán y otras obras islámicas. Hasta 2001, este hombre de 36 años era el imán de una pequeña mezquita en Karachi. Las autoridades le detuvieron por la sospecha de que había ayudado a asesinar a varios chiíes y por incitar al terrorismo en sus acalorados sermones de los viernes. También había usado el púlpito para clamar contra la estrecha alianza del entonces presidente Pervez Musharraf con los Estados Unidos post 11-S. Hanif niega cualquier implicación en los asesinatos, pero no tiene ningún escrúpulo en admitir que habló enérgicamente a favor de un grupo extremista suní pro talibán declarado ilegal, Sipah e Sahaba, y su radical visión del mundo.

Hanif maneja un arma intelectual en la cárcel contra la que en realidad Pakistán no tiene ninguna defensa. No existe un equivalente paquistaní al ambicioso programa del gobierno saudí para rehabilitar a los militantes persuadiéndoles para que renieguen de las ideologías islamistas violentas. El programa de Riad, dirigido por clérigos, psicólogos y científicos sociales, ha tenido un éxito desigual durante los últimos años. Pero incluso sus críticos coinciden en que hay una cosa que hace bien: reconoce que sólo con el uso de la fuerza no se detendrá al terrorismo.

Pakistán ha hecho algunos gestos para reforzar los programas que intentan contrarrestar la ideología extremista: el estudioso islámico Javed Ghamidi, fundador del Instituto Al Mawrid de Ciencias Islámicas en Lahore, por ejemplo, emite de forma regular clases televisadas con una interpretación moderada y progresista del islam que son bastante populares. Y otro ejemplo es el movimiento Khudi, que significa “despertar” en urdu, fundado el año pasado por un ex extremista reconvertido en activista a favor de la democracia, Maajid Nawaz. Incluso un rápido vistazo a su vistosa web, su pagina de Facebook y sus cuentas de Twitter deja claro, sin embargo, que Khudi está destinado a mantener a los estudiantes universitarios urbanos alejados de las celdas especiales de la Prisión Central de Karachi, más que a reformar a los que ya están allí.

De hecho, la vida para quienes están en prisión puede a menudo afianzar, más que moderar, las creencias extremistas. A diferencia de los presos normales de Karachi Central, a quienes se les permite asistir a clases de informática, programas de alfabetización, estudios coránicos e incluso lecciones de bellas artes que enseñan escultura, pintura y música, a los extremistas se les deja solos. Mangan, el director de la cárcel, con 23 años de carrera a sus espaldas como funcionario de policía, dice que “es sencillamente demasiado arriesgado” dejarles salir. Existen ya suficientes riesgos derivados de la población normal de la prisión como para añadir el de los extremistas. Hace unos cuantos meses, por ejemplo, varios reclusos calificaron los programas de música de la cárcel como antiislámicos y destrozaron teclados, guitarras, baterías y otros instrumentos en medio de la clase.

Varios reclusos calificaron los programas de música de la cárcel como antiislámicos y destrozaron teclados, guitarras, baterías y otros instrumentos en medio de la clase

De este modo, los extremistas se sientan juntos y aislados –cociéndose en su propia ideología con un grupo fácilmente accesible de gente con una mentalidad similar y ninguna exposición a nadie que esté en desacuerdo. A Hanif, un hombre alto y fornido con un gorro de oración tejido en blanco, thobe blanco hasta las rodillas y una larga barba negra y abundante que se vuelve gris en la línea de la mandíbula, le quedan por cumplir 26 años de condena, pero no espera cambiar. “Gracias a Dios, soy un muyahidín [guerrero santo], no del tipo que mata a la gente sino del tipo que enseña a la gente sobre el Corán y los juicios divinos”, dice en árabe. “Cuando abandone este lugar, continuaré haciéndolo”.

Mangan, el director de la cárcel, reconoce el problema, pero lamenta que él puede hacer poco por ayudar. El mayor obstáculo, en su opinión, es la ausencia de gente con la necesaria experiencia religiosa para moldear de nuevo a los extremistas. ¿Cómo puede ser eso posible en una ciudad conservadora que presume de tener 8.000 seminarios islámicos? “Es muy difícil confiar [en los instructores]”, asegura. A Mangan le preocupa que más que reformar a los extremistas, los hombres religiosos de Karachi reforzarían su yihad. Sencillamente parece afirmar que no hay suficientes moderados de confianza para cubrir las necesidades.

El ministro para prisiones de la provincia, Muzafer Ali Shujra, es consciente de los problemas pero está ya muy ocupado arreglando otros aspectos del sistema de prisiones de Karachi. La desradicalización no ocupa un lugar muy alto en la lista de problemas a los que tiene que hacer frente diariamente: el contrabando de alcohol, heroína, marihuana y teléfonos móviles está entre las mayores lacras. Shujra está construyendo nuevas instalaciones para reducir el hacinamiento. También ha despedido a 3 directores, nombrado a 500 nuevos guardas de prisiones (quiere nombrar a otros 500 más) y les ha doblado el salario para disuadirles de extorsionar o reclamar sobornos de los presos y sus familias.

No obstante, muchos de los extremistas probablemente estén de vuelta en las calles mucho antes de que estas reformas produzcan un efecto de mejora en las vidas de los presos. Una amplia mayoría de los sospechosos de terrorismo son liberados en los tribunales debido a la falta de pruebas contra ellos o a la intimidación de los testigos, según me contó Amna Warsi, una abogada del tribunal supremo y miembro de la Sociedad de Investigación de Derecho Internacional con sede en Lahore. “A menos que cambiemos su mente, y hasta que lo hagamos, [nada] funcionará [para detenerlos]. Tienes que matar una idea con una idea”, dice.

A falta de este tipo de reeducación, los extremistas como Hanif, el asesino convicto, sólo se sentirán más seguros de sus creencias. Y Pakistán puede sentirse igualmente seguro de que seguirán librando su yihad.