He aquí un diagnóstico aproximado y las recetas para su comunicación estratégica.

El primer vendedor de un país es su máximo gobernante, quien apoya en cada rincón del mundo con el mismo grado de firmeza, entusiasmo y presencia los intereses nacionales y empresariales por encima de los de “su competencia internacional”. Ya no sólo es en Bruselas para un país europeo donde se forja esta respetabilidad nacional y la visibilidad personal, sino en otros antiguos y nuevos nodos globales de influencia política y empresarial como Londres, Nueva York, Frankfurt, Moscú, Shanghai, Dubai, Nueva Delhi, etcétera

Cuando el primer vendedor actúa adecuadamente sus acciones suelen verse amplificadas y reflejadas con un tratamiento protagonista, incontestable y mimético entre los distintos medios de comunicación del país al que pertenece. En ese momento, las voces protagonistas se jactan de entender y “manejar muy bien” la psicología del periodista, la sociología de las redacciones, la autoridad del anunciante y las relaciones con la audiencia. Sin embargo, como advertencia conviene no caer en este tipo de trance triunfalista ni tampoco de forma imprudente subestimar la capacidad de movilización de las supuestas minorías, la voz de la opinión pública y la presión de un medio de comunicación, por muy lejanos geográficamente que se encuentren. En Estados Unidos, en 2004, en el nadir de las relaciones entre la Administración Bush y Al Jazeera por la cobertura de la guerra de Irak, Donald Rumsfeld, entonces secretario de Estado de Defensa estadounidense, sin la previsión necesaria tildó a dicha cadena de “maliciosa, imprecisa e imperdonable”.

Este tipo de errores de cálculo tienen sin duda alguna un impacto y coste social, político y también, económico, como en el caso de aquellos que deciden vetar -y otros sucumbir- a las marcas o productos de países específicos. Quien lo padece, lo sufre aún más cuando carece de una estrategia nacional de comunicación pública e institucional como la que algunos apuntan al mirar a España.

Pedro Armestre/AFP/Getty Images

Lo habitual es que los medios de comunicación internacionales más serios opten a veces por trasladar a su audiencia doméstica las supuestas gestas nacionales de otros países y dirigentes sin pena ni gloria. Lo menos frecuente, pero gravísimo, es cuando lo que deciden hacer es recurrir a la “envidia cochina”; el reciente apodo generalizado de PIGS (cerdos) en Reino Unido al referirse así, bajo un mismo patrón analítico a la situación económica atravesada por Portugal, Italia, Grecia y España. Este insulto podría conducirnos a sostener que algunos países vecinos “nos tienen manía” así como, a que determinados líderes rivales están detrás del ángulo inverso con el que el cuarto poder de sus respectivos países retrata y juzga los logros y dificultades de otros.

Desde tiempos de la manipulación de la información de William Hearst, a finales del siglo XIX, con el episodio de la misteriosa explosión del acorazado Maine en el puerto de La Habana -detonante de las tensiones existentes entre España y Estados Unidos por el control de Cuba-, algunos columnistas recurren en ocasiones a prácticas de dudosa integridad profesional. Bajo una personal adhesión histórico nacional de rivalidad imperial, y más recientemente de sentimiento corporativo nacional, acuden al tópico en el empleo de calificativos y apreciaciones sesgadas con respecto a determinados países extranjeros. España debe ser consciente de que a veces puede ser víctima y objeto pasivo de debate de la prensa internacional si no la integra dentro de la planificación de su credibilidad mediática, con un programa de comunicación estratégica al más alto nivel institucional.

España, sin duda alguna, necesita considerar y distinguir mejor: un documentalista de un periodista; un enviado especial de un corresponsal; un acto de un hecho; un jefe de prensa de un director de comunicación y un asesor de imagen; un testimonio como declaración gestual de promesas y expectativas numéricas por la vía de excesivos y fríos comunicados oficiales de una noticia proclive a ser publicada; los distintos libros de estilo, códigos normativos y cláusulas contractuales de muchas redacciones; el funcionamiento interno habitual de un medio de comunicación con las separaciones higiénicas entre los equipos de publicidad, información y opinión; la nueva influencia y relación del periodista con el lector y el bloguero; los flujos de datos provenientes de las redes sociales y los diversos métodos de aproximación a un editor, redactor, reportero y corresponsal. Todo ello, se encarrila hacia la construcción de una digna confianza y distancia de seguridad entre la prensa, el poder político y empresarial y la sociedad.

En todos los años de democracia de España sin contar con el signo político imperante, nunca se ha sido epicentro informativo internacional y nunca se ha tenido una clara e integradora misión y visión ejecutiva con respecto a la comunicación pública e institucional de forma estratégica como país. En definitiva, la imagen deseada de España se ha encontrado con frecuencia a años luz de la proyectada en los líderes de opinión, grupos de presión y medios de comunicación extranjeros. Sin embargo, para la tranquilidad de todos, no existen hondos prejuicios ni estereotipos que hagan a España partir con desventaja frente a otros países desde el punto de vista mediático.

Tradicionalmente, ni el servicio exterior español ni la Secretaría de Estado de Comunicación y sus más de veinte Consejerías de Información adscritas a embajadas de España, cuentan con la misión, formación, entrenamiento, asimilación ni transferencia de coordinación de responsabilidades y competencias plenas en materia de comunicación pública e institucional. Deberían trabajar en recabar información interna y convertirla en conocimiento; estar en contacto permanente con todos los ministerios y ministros; adelantarse e interpretar los fenómenos y entornos; diseñar las líneas argumentales y mensajes; identificar las percepciones entre los públicos; detectar los estados de opinión imperantes; manejar los canales mediáticos y soportes tecnológicos disponibles; estar presente en todas las decisiones capitales, tanto dentro como fuera del despacho; constituir círculos de confianza locales e internacionales y albergar fuentes de información en todos los estados operativos.

No estaría de más que la representatividad internacional de la imagen de España empezara con un proceso de unificación, bajo una única idea y que consensuara objetivos comunes para el conjunto de su territorio. No se trata de una apuesta ideológica, sino profesional y funcional para reforzar la solidez negociadora y de reconocimiento español. La imagen país que debemos asimilar y trasladar hacia el exterior se conforma de una identidad propia de valores históricos y sociales, sumando al final algo de cierto orgullo ciudadano de pertenencia nacional (no sólo regional).

Ya no le basta a España con ser marca país, retratada como el circo del sol, ese copiable y reiterativo marketing experiencial de académicos y consultores como David Aaker, Bernd Schmidt y Simon Anholt. En todo caso, para aquellos que todavía creen en la comunicación comercial y las campañas publicitarias como mecanismo individual de construcción de una imagen país, como poco, conviene sofisticarse y hacer como sostiene el comunicador, Adrian Monck, de World Economic Forum: algo de marketing intelectual.

Para una comunicación estratégica hacia el exterior sabemos -y se repite con insistencia, desde organismos como el Instituto Cervantes y desde empresas del Ibex 35 consolidadas en América Latina- que hay en el mundo cerca de 500 millones de hispanohablantes, pero esto no es suficiente para hacerse oír e imponerse en los puntos y en las personas que toman las decisiones políticas y empresariales más trascendentes del globo. Éstas, se encuentran en su mayoría en el radar de agencias de noticias como Dow Jones, Reuters y Bloomberg; diarios como Financial Times, The Wall Street Journal y Neuer Zürcher Zeitung; revistas como The Economist y Der Spiegel y digitales como Huffington Post. Todas estas cabeceras forman parte del desayuno de muchos jefes de Gobierno, ministros y consejeros delegados que no entienden, ni lo harán nunca, el español. En cuanto al idioma español, como patrimonio lingüístico propio y vector de inteligencia en la diplomacia pública de España, ¿qué les suscita, que la televisión pública de China (CCTV) emita enteramente desde hace algún tiempo su programación en español como calado en su nuevo mercado potencial llamado América Latina?

En tiempos de escenarios cambiantes como el actual, la imprevisibilidad y la elasticidad propia de quien desarrolla una mentalidad orgánica y no mecanicista, se impone a la importancia pasada de los contextos estáticos, las estadísticas y las probabilidades, propio de una mentalidad contable. Ir con la cuenta de resultados y el balance en la cabeza y en la mano, no es la llave mágica para abrir la puerta de la “empatía informativa”, la gestión relacional y los resultados conductuales, ni por supuesto, tampoco es la solución a la ausencia de comunicación estratégica pública e institucional con la que sobrevive España.