Parecían la pareja perfecta: un país en crecimiento que busca mercados y aumentar su influencia se encuentra con un continente lleno de recursos y falto de inversores. Pero ahora que China se ha establecido, sus socios africanos empiezan a sentirse molestos con este agresivo nuevo patrocinador. ¿Qué ocurre cuando la potencia emergente más ambiciosa del mundo se topa con la fragilidad, la pobreza y la corrupción de África? Pekín empieza a descubrirlo.

Ni hao, ni hao”. Llevaba apenas 10 minutos andando por una calle de Brazzaville cuando una animada pandilla de chicos congoleños dejaron de jugar con el balón para saludarme. En África, los visitantes blancos suelen escuchar saludos como  “hello, mista” o “hey, whitey”, pero estos chavales sonrientes han ampliado su repertorio. Dicen “hola” en chino y reanudan su juego. Para ellos, todos los extranjeros son chinos. Y hay motivos para que lo crean así.

En Brazzaville, todas las cosas nuevas parecen llegar de China: el estadio, el aeropuerto, los televisores, las carreteras, los bloques de apartamentos, las imitaciones de Nike, los teléfonos, incluso los afrodisíacos. Paseando por esta pobre ciudad de África Occidental, cualquier visitante podría pensar que está en un enclave colonial chino.

Nadie conoce mejor el grado de penetración de China en Congo que Claude Alphonse N’Silou, el ministro congoleño de Construcción y Vivienda. En la capital, los chinos están edificando más de mil alojamientos diseñados por N’Silou, que además de ministro es arquitecto. También le están construyendo su casa, una mansión grecorromana que hace que la vecina embajada de EE UU parezca un pequeño búnker. Me reúno con el ministro en la zona habitable de su casa en obras al anochecer, mientras, fuera, trabajadores chinos de la empresa WIETC encienden focos para poder seguir haciendo cemento y dan martillazos desde los andamios.

“¿Ha visto cómo trabajan?”, dice N’Silou animado, aferrándose a los brazos de su sillón de cuero mientras un criado que lleva agua francesa con gas se desliza en zapatillas por el suelo de mármol. “Nos han construido el estadio Alphonse Massamba, el ministerio de Asuntos Exteriores, la sede de la televisión pública. Ahora están levantando una presa en Imboulou. Han rehecho toda la red de suministro de agua de Brazzaville. Nos han construido un aeropuerto. Van a hacer la autopista de Pointe-Noire a Brazzaville. Nos están edificando bloques de pisos. Van a montar un parque de ocio en el río. Ya está todo decidido, ¡acordado! ¡Todos ganamos! Lo siento por ustedes, en Occidente, pero los chinos son fantásticos”.

La rápida y espectacular conquista de África por China ha capturado la imaginación de los europeos y los estadounidenses que hace tiempo consideraban al continente negro más un caso de caridad que una oportunidad de inversión. Entre 2000 y 2007, el comercio entre China y África pasó de 10.000 millones de dólares (unos 6.000 millones de euros) a 70.000, con lo que los chinos han adelantado a ingleses y franceses para convertirse en los segundos mayores socios comerciales de África, después de EE UU. En 2010, probablemente también superen a Washington. El Banco de Exportaciones e Importaciones de China, principal fuente de financiación de inversiones del Gobierno chino, planea gastar 20.000 millones de dólares en África durante los próximos tres años, una cantidad similar a la del Banco Mundial en el mismo periodo. La colaboración parece beneficiar a ambas partes: China logra acceso al petróleo, cobre, uranio, cobalto y madera, que alimentarán su floreciente revolución industrial, y África, por fin, ve cómo se construyen carreteras, escuelas y otras infraestructuras clave para el desarrollo que necesita desesperadamente. Casi todos los analistas piensan que esto es sólo el principio. Gracias a su tecnología sencilla pero fiable, su capacidad para movilizar miles de trabajadores para construir en cualquier lugar y sus inmensas reservas de divisas, China tiene la posibilidad de asumir el liderazgo en África y transformar profundamente el continente. Y, ¿por qué no? Los chinos han logrado un auténtico milagro económico en su país, así que ellos, más que nadie, deberían ser capaces de hacer la misma magia donde el resto del mundo no lo ha conseguido.

El rey sol: este empresario de Shanghai posee un imperio en Lagos, con 15 fábricas, 1.600 trabajadores y policías que le sirven como guardaespaldas.

Pero hay grietas en la fachada. Aunque los beneficios y la influencia de China en África crezcan, el gigante asiático empieza a tropezar con los mismos problemas a los que Occidente se enfrentó durante años: corrupción, inestabilidad política, falta de interés –incluso oposición– por parte de la población local, y a veces simplemente un clima terrible. Algunos de los contratos multimillonarios que los chinos firmaron en el continente han sido cancelados. La llegada masiva de calzado barato está enfureciendo a los fabricantes y vendedores locales, que no pueden competir en precios. Y puede que, con su actitud permisiva ante los abusos laborales, se estén granjeando más enemigos de lo que piensan. A diferencia de los países occidentales, China está intentando operar en una región que, por lo general, es más democrática que ella. ¿Qué sucede cuando el pueblo más emprendedor del mundo se topa con la dura realidad de un continente que ha conocido más miserias que beneficios? ¿Pekín será sólo otro inversor más, otro simple mortal, expuesto a los mismos problemas, incapacidades y frustraciones a los que se han enfrentado las demás potencias? Si es así, puede que, para África, el milagro chino no sea más que otra oportunidad perdida. No es difícil entender por qué los emigrantes chinos se sienten atraídos por África. En las granjas y fábricas de las provincias de la China profunda los salarios raramente sobrepasan los 150 dólares al mes, y las ciudades orientales empiezan a estar saturadas de mano de obra inmigrante. Así que África parece la tierra prometida. Según Huang Zequan, vicepresidente de la Asociación para la Amistad entre los Pueblos Chino y Africano, actualmente hay unos 550.000 ciudadanos chinos en África, frente a 100.000 franceses y 70.000 estadounidenses. Parte han sido enviados por Pekín a construir presas, carreteras y líneas de ferrocarril. Otros simplemente esperan hacerse ricos en algunos de los países más pobres del mundo.

El interés del gigante asiático es bien recibido por muchos gobiernos del continente. Los líderes africanos no han dudado en dejar en manos de China sus responsabilidades como gobernantes. Es a Pekín a quien se dirigen cuando quieren escuelas, casas u hospitales –normalmente justo antes de las elecciones, para sacarle el máximo beneficio posible a los proyectos–. Confían en la eficacia y la ambición de los chinos, con la esperanza de que hagan olvidar las deficiencias propias.

“Son increíbles”, dice Omar Oukil, asesor del Ministerio de Obras Públicas de Argelia. “Trabajan las 24 horas, los siete días de la semana. Nos vendría bien que algo de su exigente cultura del trabajo se nos pegara”. Cortésmente me invitó a irme cuando, a las cuatro de la tarde, acabó su jornada laboral. Al salir, los pasillos del ministerio estaban desiertos. Mientras tanto, en la meseta de Mitiya, al sur del país, las empresas constructoras chinas Citic y CRCC estaban haciendo turnos de noche con trabajadores chinos. Iban a tardar poco más de tres años en construir gran parte de una autopista de 1.200 kilómetros, plagada de túneles y viaductos. Para ello, habían desplazado a 12.878 trabajadores chinos a Argelia.

Pero estos gigantescos proyectos también ponen de manifiesto los conflictos de intereses en la cooperación entre China y África. Observemos, por ejemplo, la presa que está construyéndose en Imboulou, Congo. En teoría supone un gran éxito: se espera que permita doblar para 2009 la producción nacional de electricidad. Hace 10 años, el Banco Mundial estimó que el país estaba demasiado endeudado como para garantizar la financiación del embalse. En cambio, en 2002 China destinó al proyecto 280 millones de dólares. Congo planea devolver ese dinero en petróleo.“Los chinos me están volviendo loco”, dice un ingeniero de Fichtner, la empresa alemana que supervisa las obras. Están construyendo la presa al mínimo coste, y teme que quizá no resista mucho tiempo. Afirma que el cemento que utilizan no cumple los requisitos de calidad, que pagan tan poco a los trabajadores congoleños que ninguno aguanta más de unos pocos meses y, lo más importante, que se ha perforado tan mal que media presa se apoya sobre una gran bolsa de agua que continuamente inunda las obras y algún día podría provocar su derrumbe.

A Wang Wei, el ingeniero chino al mando de las obras, le resulta difícil defenderse de esas acusaciones, y no sólo porque esté hecho polvo a causa de un ataque de malaria. “Es mi primer viaje a África”, dice, con los ojos vidriosos por la fiebre. También es la primera vez que su empresa, CMEC, construye una presa. Antes de esto sólo se dedicaban a la importación y exportación de vehículos de construcción. Wang culpa al clima subsahariano de los problemas. “Aquí la estación lluviosa es demasiado larga”, dice. “Llevamos un poco de retraso, pero saldremos victoriosos de nuestra batalla contra la naturaleza”. Se muestra en especial enfadado con los trabajadores a los que paga entre tres y cuatro dólares al día. “Vienen a las obras como quien va al colegio. Apenas aprenden nada antes de marcharse a otro sitio a usar esos conocimientos”. Le gustaría pedir al Gobierno congoleño que pusiese a su disposición algunos prisioneros, y así poder tener la seguridad de que sus trabajadores no se marcharán.

Aunque los beneficios y la influencia de China en África crezcan, el ‘gigante asiático’ empieza a tropezar con los mismos problemas que Occidente

Angola, que durante mucho tiempo ha sido considerada como el éxito más espectacular de China en África, también está empezando a poner en duda el compromiso de los chinos con el país. En 2002, tras 27 años de guerra civil, Occidente se negó a organizar una conferencia de donantes, exponiendo como motivos la falta de transparencia y la desaparición de miles de millones de dólares procedentes de la venta de petróleo. El Gobierno se dirigió a China, que le ofreció un préstamo de entre 8.000 y 12.000 millones de dólares para reconstruir el país (y convertir a Angola en su principal suministrador de petróleo, por delante de Arabia Saudí e Irán). O ése, al menos, era el plan. Pero uno debe esperarse algunas sorpresas cuando pretende reconstruir la línea de ferrocarril que conecta la ciudad costera de Lobito con la frontera, tierra adentro, con el antiguo Zaire (República Democrática del Congo). Esta arteria vital de la Angola colonial quedó totalmente destruida durante la guerra. Los chinos prometieron reconstruirla para septiembre de 2007. Sin embargo, en noviembre desmantelaron de forma repentina sus campamentos de operaciones.

“Los chinos estuvieron meses montando su campamento y llevando bulldozers último modelo”, comenta un guardia de seguridad en Alto Catumbela, un viejo centro industrial en la meseta angoleña devastado por la guerra. “Pero, en vez de empezar a reparar la vía, desmontaron todo, se comieron sus perros, y se marcharon”. Todavía puede verse el lugar en medio del campo donde estaban los barracones. Los huertos donde los cocineros chinos cultivaban repollos y otros vegetales. Pero, exceptuando unas pocas pastillas contra la malaria que quedan por el suelo, todo ha desaparecido. En Lobito, el subdirector de la Compañía de Ferrocarriles de Benguela confirma que 16 campamentos chinos fueron desmantelados y desvela que el contrato de 2.000 millones de dólares ha sido cancelado. “No sé nada más; las negociaciones están teniendo lugar a muy alto nivel”, explica.

Por parte china, este muy alto nivel es un misterioso grupo empresarial de Hong Kong llamado Fondo Internacional Chino (FIC). Su misión es coordinar inversiones y proyectos en Angola, así como negociar las devoluciones en petróleo. En su web presumen de unos treinta gigantescos proyectos, ninguno de los cuales parece haber comenzado a ejecutarse. Y del lado angoleño, el muy alto nivel es la Oficina de Reconstrucción Nacional, presidida por el general Manuel Helder Vieira Dias, considerado posible sucesor del actual presidente. Ninguna de las dos partes aceptó responder a preguntas, pero numerosas señales apuntan a que está fraguándose una gran crisis entre los dos países: los angoleños han cancelado un contrato de 3.000 millones de dólares para una refinería de petróleo en Lobito y, según se dice, más de 2.000 millones han desaparecido en manos chinas.

Toda esta situación hace sonreír a los casi veinte diplomáticos occidentales destinados en Angola, que envían a sus gobiernos mensajes crípticos detallando los desencuentros entre Pekín y Luanda mientras intentan recuperar terreno en un país que creen haber perdido frente a China.

“Los chinos prometieron muchísimo, y los angoleños pidieron muchísimo”, dice un diplomático occidental. Ambos “perdieron el sentido de la realidad”. Otro comenta que “no tienen suficiente experiencia en África. No previeron que fueran a tener que pagar sobornos y comisiones tan altas en Angola”. Un diplomático europeo clava aún más hondo el puñal: “Les decimos a nuestros amigos angoleños: ‘Nos parece fantástico que os vayáis a dar un paseíto con los chinos. Pasadlo bien. Cuando estéis listos para jugar en primera división, pagad vuestras deudas y venid a vernos”.

 

COMIENZA LA RESISTENCIA
A pesar de su arrogancia y condescendencia, estos comentarios contienen algunas verdades. China podrá estar dispuesta a colaborar con muchos de los regímenes con los que el resto del mundo nunca lo haría, pero eso no significa que los africanos siempre estén satisfechos con lo acordado. A un país como Angola, que ha ganado 100.000 millones de dólares en cinco años y que desde 2002 tiene una de las tasas de crecimiento más altas del mundo, el éxito económico le permite poder empezar a dictar las condiciones de sus propios acuerdos. Y esos acuerdos a menudo no incluyen a China. Irónicamente, fue la ayuda inicial de Pekín la que hizo posible que ahora Luanda disponga de medios para evitar quedarse atrapada en una relación con un socio tan voraz y exigente como China. Se espera que la refinería de Lobito sea adjudicada a la compañía norteamericana KBR, y el régimen de José Eduardo dos Santos acaba de reconciliarse con Francia tras ocho años peleados.

Evolucionando: en empresas como Aceros Federados, en Ogun (Nigeria), los chinos obligan a los trabajadores africanos a mantener un ritmo frenético.

Y Angola no es el único país que empieza a sentirse cómodo diciendo no a China. En abril de 2006, Nigeria canceló un contrato por el que los chinos habrían pagado 2.000 millones de dólares a cambio de ser los primeros en acceder a seis yacimientos petrolíferos. Un acuerdo similar, en el que participaba CNOOC, la compañía estatal de petróleo de China, quedó en nada. Guinea canceló un paquete financiero de 1.000 millones de dólares que incluía una mina de bauxita, una refinería de aluminio y una central hidroeléctrica.

En algunos casos, esos contratos han sido cancelados o no han llegado a materializarse como consecuencia de una estrategia deliberada de los gobernantes africanos. Se han anunciado contratos espectaculares con los chinos con la intención de meter miedo a los socios occidentales para que ofrezcan mejores condiciones. Entrevista tras entrevista, las autoridades africanas me pedían lo mismo: “Escriba en su revista que aquí los chinos no tienen el monopolio, y que estaríamos encantados de que los franceses o quienes fueran trabajaran aquí si nos hicieran una oferta competitiva”. Níger, por ejemplo, ofreció los derechos de explotación del uranio a empresas chinas y llegó hasta el punto de expulsar a un cargo de la empresa nuclear francesa Areva, en apariencia en un intento de hacerle subir su oferta por una mina en Imouraren, donde está uno de los mayores yacimientos a cielo abierto de uranio del mundo. Areva firmó el contrato en enero de 2008, lo que se consideró un triunfo del régimen del presidente Mamadou Tandja.

Cuando China siente que los gobiernos africanos la han traicionado, tiene difícil buscar amparo en la opinión pública. Porque, a pesar de no tener un pasado colonial, sigue siendo impopular. Del Congo a Angola, los taxistas, los vendedores callejeros e incluso los africanos que trabajan en las obras de los chinos se quejan de la llegada de asiáticos. “Son como demonios”, “no nos respetan”, “han venido a quitarnos todo”, son los comentarios más repetidos. Quizá la relación es demasiado reciente –y existe sólo en el plano gubernamental– como para que haya habido oportunidad de que se creen lazos personales. Es raro ver a trabajadores chinos y africanos de una misma obra irse juntos a tomar una cerveza al acabar la jornada.

Ha surgido una ola de oposición popular a los chinos. En 2004, en Dakar, Senegal, el poderoso lobby de los tenderos senegaleses y libaneses organizó varias protestas contra los comercios chinos, a los que acusaban de vender a precios más bajos. Incendiaron tiendas, y el sindicato de pequeños comerciantes dio un ultimátum al presidente Abdoulaye Wade para que expulsase del país a todos los ciudadanos chinos. El presidente no llegó tan lejos, pero ordenó a su Embajada en Pekín una moratoria casi total en la concesión de visados. Luego se las arregló para conseguir que la Embajada china en Dakar abriese la mano en este mismo tema, lo que permitió a los comerciantes senegaleses establecer contactos en el país asiático y maximizar su margen de beneficios importando desde allí a Senegal. En 2007, la agencia estatal de noticias china tuvo que admitir que “el número de senegaleses que hacen negocios en China supera ampliamente al de chinos que hacen negocios en Senegal”.

Parece que a Pekín le resulta difícil desenvolverse en países más democráticos

Pero, sin duda, Zambia es el país donde el sentimiento antichino es más intenso. En abril de 2005, una explosión en una mina de cobre en Chambishi mató al menos a 50 personas, y los propietarios chinos fueron acusados de ignorar normas básicas de seguridad. Los mineros se manifestaron contra su patrón, y su protesta sintonizó con el sentir popular en la capital, Lusaka. El líder de la oposición, Michael Sata, convirtió a los chinos en el centro de su campaña para las presidenciales de 2006, acusándoles de destruir el país. Incluso recriminó a la Embajada china que apoyara a su oponente, el presidente en ejercicio Levy Mwanawasa. Aunque en algún momento llegó a liderar las encuestas, perdió las elecciones (probablemente debido a un fraude electoral). Cinco meses después, durante una gira por el continente, Hu Jintao se vio obligado a suspender sus planes de visitar la región minera por temor a una nueva revuelta de los trabajadores. Nunca antes un líder chino había experimentado una afrenta similar en África.

Parece que a Pekín le resulta difícil desenvolverse en países más democráticos. Zambia no es una democracia perfecta, pero cuenta con una prensa relativamente libre, sindicatos, y la opinión pública es importante. En noviembre de 2006, durante una gran cumbre China-África en Pekín, la organización distribuyó un librito titulado China y África 1956-2006, del historiador Yuan Wu. En él se presenta a la democracia como una lacra que “exacerba” las tensiones internas en los países africanos. “Por fortuna”, concluye el autor, “la ola de democratización ha empezado a remitir”.

 

¿IRSE DE ÁFRICA?
Pero, por muchas tensiones que puedan existir entre la necesidad africana de desarrollo y democracia y la necesidad china de recursos y riquezas, hay un sector en el que los intereses de ambos parecen coincidir: el petróleo. Es el principal producto que los chinos quieren de África, así que no es de extrañar que los países que lo producen resulten ser los que reciben más inversión del país asiático. Por esa razón, muchos expertos consideran al petróleo como el principal indicador del éxito o fracaso chino en el continente. Pero lo más importante no es el crudo africano que Pekín compra a precio de mercado, que representa alrededor del 20% de sus importaciones, sino el oro negro que consigue producir allí. Los países africanos productores de petróleo han atraído la mayoría de las inversiones chinas, que en teoría debían haber creado un clima de “buena voluntad”. Pero, hasta la fecha, sus frutos han sido escasos.

Las empresas chinas han sufrido la gran desventaja de carecer prácticamente de experiencia en la extracción de petróleo en aguas profundas. Ello les ha impedido competir por la adjudicación de los yacimientos más atractivos del Golfo de Guinea. Así que se han refugiado en la costa oriental de África, a pesar de que allí ha resultado ser mucho menos abundante que en la costa occidental. Cuatro de los seis yacimientos adjudicados a CNOOC resultaron demasiado difíciles de explorar, y la empresa los restituyó al gobierno keniano, que aceptó gentilmente su devolución en julio pasado.

Como resultado, el verdadero éxito que han logrado los chinos en África con el crudo ha tenido lugar en Sudán. En los 80, las multinacionales tuvieron que abandonar ese país a causa de la guerra civil y las sanciones impuestas por EE UU. Pekín aprovechó la situación para invertir de forma masiva, construyendo pozos, una refinería y un gran oleoducto hasta Puerto Sudán. Así que, gracias a los chinos, Jartum ha podido exportar petróleo, y ha experimentado un boom económico que la ha convertido en una especie de Dubai africana.

Esta situación resume a la perfección los problemas que conlleva el enfoque chino en África. Por una parte, China está interesada en convencer al Gobierno de Jartum de que ponga fin a la masacre de Darfur, y así no manchar su reputación de potencia pacífica. Pero, por otro lado, Pekín quiere que los riesgos políticos se mantengan lo suficientemente altos como para asegurarse de que Chevron, Total y Shell –empresas que en su día operaron en Sudán– no retornen al país. No se puede decir que sea un fracaso total, pero tampoco se puede hablar de un “milagro”. Es una prueba de que lo que es bueno para el gigante asiático quizá no es bueno para África, y lo que es bueno para África es algo que quizá ninguna potencia extranjera, ni siquiera una tan ambiciosa como China, puede proporcionar.

 

¿Algo más?
Serge Michel, Michel Beuret y Paolo Woods dedicaron un año y medio a observar la creciente influencia de China en África y documentaron todo, desde la tala de árboles en Congo hasta la extracción de uranio en Níger. El resultado es La Chinafrique: Pékin à la conquête du continent noir (Grasset, París, 2008).

El economista político Chris Alden analiza los efectos de la presencia china en África en China in Africa (Zed Books, Londres, 2007). En ‘The Fact and Fiction of Sino-African Energy Relations’ (China Security, verano de 2007), Erica Downs detalla los problemas que Pekín ha encontrado a la hora de asegurarse el petróleo africano. Vivienne Walt observa qué ocurre cuando el dinero chino inunda una pobre capital africana en ‘A Khartoum Boom, Courtesy of China’ (Fortune, 6 de agosto de 2007). Para ver la invasión china desde una perspectiva africana, consulte China’s New Role in Africa and the South: A Search for a New Perspective (Fahamu and Focus on the Global South, Oxford, 2008), de Dorothy-Grace Guerrero y Firoze Manji. Para entender cómo ven los estadounidenses el papel de China, lea ‘China’s Emerging Interests in Africa: Opportunities and Challenges for Africa and the United States’, de Drew Thompson (African Renaissance Journal, julio/agosto, 2005). En el reportaje especial de FP edición española ‘El auge de China (febrero/marzo, 2005), varios de los más destacados expertos en el Imperio del Centro debaten sobre la emergencia del país asiático como potencia mundial y Javier Santiso analiza en concreto la presencia china en América Latina (‘Latinoamérica se vuelve China’, octubre/noviembre de 2006, y ‘El nuevo Eldorado’, diciembre/enero de 2008) y África. En ‘Gigante sin agua’ (diciembre/enero, 2008), Julio Arias repasa los problemas medioambientales que ha provocado el rápido crecimiento del gigante asiático.