Cómo Bizancio y no Roma puede ayudar a preservar la ‘pax americana’.


La crisis económica, el aumento de la deuda nacional, los excesivos compromisos en el extranjero… Ésta no es forma de gobernar un imperio. Estados Unidos necesita asesoramiento estratégico serio. Y con urgencia. Nunca ha sido Roma, y si adopta sus estrategias ahora –su implacable expansión del imperio, el dominio de pueblos extranjeros y una modalidad de guerra total brutal– sólo logrará acelerar su declive. Es mejor que se centre en la encarnación de aquel imperio en Oriente: Bizancio, que sobrevivió a su predecesor romano ocho siglos. Washington debe redescubrir hoy las lecciones de la gran estrategia bizantina.

Por fortuna, Bizancio es más fácil de estudiar que Roma, que no dejó prácticamente ningún legado escrito de sus estrategias y tácticas, sólo fragmentos de textos y una compilación de libros de Vegetius, quien sabía bien poco de la guerra o del arte de gobernar. Los bizantinos, sin embargo, lo anotaron todo: técnicas de persuasión, búsqueda de inteligencia, pensamiento estratégico, doctrinas tácticas y métodos operativos. Esto ha llegado a nuestros días en una serie de manuales militares bizantinos y una gran guía sobre cómo gobernar.

He pasado las últimas dos décadas revisando estos textos para compilar un estudio sobre la gran estrategia militar bizantina. EE UU debería hacer caso a las siete siguientes lecciones si desea seguir siendo una gran potencia:

I. Evitar la guerra por todos los medios posibles, en cualquier circunstancia, pero actuar siempre como si la guerra pudiera desatarse en cualquier momento. Entrenar de forma intensiva y estar preparado para la batalla en todo momento, pero no estar deseoso de combatir. El objetivo principal de estar listo para el combate es reducir la probabilidad de tener que luchar.

II. Recoger información sobre el enemigo y su mentalidad y vigilar sus acciones continuamente. Los intentos pueden no ser muy productivos, pero con frecuencia se desperdician.

III. Combatir con fuerza, tanto de forma ofensiva como defensiva, pero evitar las batallas, sobre todo las de gran escala, salvo en circunstancias muy favorables. Al contrario, emplear la fuerza en las menores dosis posibles para convencer a los convencibles y hacer daño a los que aún no lo son.

IV. Sustituir las acciones de desgaste y ocupación de países por la guerra de maniobras: lanzando ataques relámpago e incursiones sorpresa ofensivas para hostigar al enemigo, seguidos de rápidas retiradas. El objetivo es no destruir al adversario, porque puede ser el aliado de mañana. Una multiplicidad de enemigos puede constituir una amenaza menor que un único rival, siempre y cuando se les pueda convencer de atacarse entre ellos.

V. Poner empeño en finalizar las guerras con éxito reclutando a aliados con el fin de cambiar el equilibrio de fuerzas. La diplomacia es aún más importante en la guerra que en la paz. Rechazar, como los bizantinos, el absurdo aforismo de que, cuando las pistolas hablan, los diplomáticos callan. Los aliados más útiles son los más cercanos al enemigo, porque son quienes mejor saben cómo combatir a sus fuerzas.

VI. La subversión es el camino más barato a la victoria. Tan barato, en realidad, comparado con los costes y riesgos de la batalla, que debe intentarse siempre, incluso con los enemigos más irreconciliables. Hay que recordar que hasta los fanáticos religiosos pueden ser sobornados, tal y como descubrieron los bizantinos, porque los integristas pueden ser muy creativos a la hora de inventar justificaciones religiosas para traicionar su propia causa (“ya que la última victoria del islam es inevitable, de cualquier forma…”).

VII. Cuando la diplomacia y la subversión no son suficientes y el combate se hace inevitable, usar métodos y tácticas que exploten las debilidades del enemigo, evitar consumir fuerzas de combate y, al contrario, menoscabar las fuerzas del enemigo con paciencia. Esto puede requerir mucho tiempo. Pero no hay prisa, porque, en cuanto un adversario deje de serlo, otro ocupará su lugar. Todo cambia constantemente a medida que los gobernantes y las naciones ascienden y caen. Sólo el imperio es eterno; siempre y cuando no se agote, claro.