Los Estados ricos han aprendido mucho sobre cómo mantener a la gente viva en los terremotos. Pero eso no quiere decir que los países pobres tengan que intentar imitarlos.

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La muerte y la destrucción que vemos en Japón son espeluznantes, pero el terremoto casi sin precedentes que se produjo el 11 de marzo frente a la costa este de la isla de Honshu ofrece una lección importante: las normas de edificación y los reglamentos sobre la calificación de terrenos pueden salvar vidas. Las estrictas directrices niponas son, según opinión general, las responsables de que el número de muertos sea muy inferior al de las víctimas del terremoto ocurrido en Haití el año pasado. Ahora bien, eso no significa que haya que trasladarlas al pie de la letra a los países en vías de desarrollo, en los que se producen la mayor parte de las muertes debidas a seísmos. Esas normas son caras y complejas. Y existen maneras mucho más baratas y sencillas de salvar vidas.

Es demasiado pronto para conocer la dimensión total de la tragedia que aún se desarrolla en Japón. Pero lo que sí sabemos es que la gran mayoría de las muertes -y la mayor parte de los problemas en las centrales nucleares- son resultado, no del terremoto en sí, sino del tsunami posterior. Las cosas podrían haber sido mucho peores. Aunque las imágenes en YouTube de empleados sacudidos y estanterías en el suelo en Tokio eran aterradoras, en la capital hubo un número muy bajo de heridos y muertos, como en cualquier otro lugar que no sufrió la invasión de las aguas. Y eso, a pesar de que este terremoto es el mayor que se conoce en la historia de Japón, y de una magnitud muy superior al que tanta destrucción causó en Haití.

Lo cual significa que ha vuelto a repetirse la situación de siempre: los terremotos en los países ricos matan más en los Estados pobres. El temblor de 1988 en Armenia fue la mitad de fuerte que el de 1989 en Loma Prieta, cerca de San Francisco; sin embargo, causó 25.000 muertes, frente a las 100 de la ciudad estadounidense. El seísmo de 2003 en Paso Robles, California, tuvo la misma fuerza que el de Bam, Irán, ese mismo año; las cifras de muertos fueron dos en California y 41.000 en Irán. Y el terremoto del año pasado en Chile fue más poderoso que el de Haití, pero el número de víctimas fue muy inferior. Chile pertenece a la OCDE, el club de las naciones ricas; Haití es el país más pobre del hemisferio occidental.

En los Estados ricos, las normas protegen a las personas. Japón es un ejemplo perfecto. El último gran terremoto que había sufrido el país fue el de Kobe en 1995, que provocó la muerte de 6.000 personas. Pero los edificios construidos después de que se revisaran las normas de edificación en 1981 se cayeron mucho menos que los más antiguos. A medida que se refinan las normativas, disminuye el número de fallecimientos.

En los países pobres, la situación es muy diferente. El terremoto de 2010 en Haití se produjo más cerca de un gran núcleo de población (Puerto Príncipe) que el de Japón, pero, sobre todo, los haitianos que vivían en ese núcleo de población habitaban en construcciones de muy mala calidad. Las normas de edificación y los reglamentos sobre la calificación de seísmos, en su mayor parte, no se tenían en cuenta, ni solía hacerse nada para garantizar su cumplimiento. El resultado fue 230.000 fallecidos. Igualmente, muchas de las 17.000 muertes tras el terremoto de 1999 en Mármara, Turquía, se debieron a las caídas de edificios por la mala construcción de las estructuras de hormigón reforzado, la utilización de cemento diluido con demasiada arena y edificaciones demasiado cerca de las líneas de falla.

¿Por qué no aprendemos la lección? ¿Por qué no podemos proteger a prueba de terremotos, por lo menos, las grandes ciudades más vulnerables del mundo? En pocas palabras, porque cuesta demasiado dinero. Las soluciones de ingeniería contra los seísmos son caras y de gran complejidad tecnológica. En Estambul, se calculó que el coste de reforzar 3.600 estructuras públicas para que aguantaran mejor los terremotos -la llamada adecuación sísmica- era aproximadamente de 1.000 millones de dólares: unos 280.000 dólares por estructura y, en total, un tercio del coste de reconstruirlas por completo. Y eso era sólo para los edificios públicos; adecuar todas las instalaciones privadas de la ciudad habría elevado muchísimo los costes.

Además, es probable que no sea una buena manera de gastar el dinero, al menos en los países en vías de desarrollo. La rentabilidad de estas soluciones sale muchas veces mal parada frente a otras intervenciones pensadas para salvar vidas en países de riesgo. En parte porque, aunque hay mucha gente que vive en zonas con peligro de sufrir terremotos, son pocos los que de verdad experimentan grandes seísmos en un año concreto, y las muertes se concentran en un puñado de lugares. Es imposible predecir con exactitud dónde se van a producir terremotos graves: por ejemplo, antes de enero del año pasado, los mapas de riesgo sísmico no atribuían a Haití más que un peligro moderado de sufrir un gran seísmo. Por consiguiente, implantar medidas de seguridad significa necesariamente gastar mucho dinero en reforzar unos edificios que quizá nunca tengan que ponerse a prueba.

Por otra parte, países como Haití sufren muchos miles de muertes a causa de enfermedades muy fáciles -y baratas- de prevenir, cada mes, todos los años. Quizá sea una desgracia tener que escoger una cosa antes que la otra, pero tiene cierto sentido. En Estambul, se calcula que el coste de adecuar los edificios públicos es de unos 2.600 dólares por año de salud de cada vida salvada. En los países en vías de desarrollo, millones de personas mueren cada año de enfermedades que pueden curarse mediante un sencillo régimen de antibióticos por vía oral, que puede costar sólo 0,25 dólares. Y más en general, existen varios tipos de intervención en esos países que cuestan menos de 2 dólares por año de salud de cada vida salvada.

Resulta especialmente trágico cuando mueren niños por el derrumbe de su escuela durante un terremoto, como sucedió en Sichuán, China, en 2008, con la pérdida de 7.000 escolares. Por término medio, cada año fallacen hasta 2.500 niños en todo el mundo por el derrumbe de su colegio. Las escuelas y los hospitales deberían ser los primeros objetos de inspección para garantizar que cumplen las normas de edificación y los primeros beneficiarios de las medidas para reforzarlos contra los terremotos.

Las muertes en los terremotos no son “actos de la naturaleza”; son consecuencia de la pobreza y el mal gobierno

Ahora bien, pensemos en esta otra tragedia: cada año mueren 10 millones de niños menores de cinco años incluso antes de poder ir al colegio, por otras causas, que, en su mayoría, se pueden prevenir de forma fácil y barata. Y el mero hecho de conseguir que las niñas vayan a la escuela es una de las mejores formas de reducir la mortalidad infantil en el futuro, así como la mortalidad neonatal y materna. Si se dispone de 19 millones de dólares para la construcción de escuelas y hay que decidir entre levantar más centros (y, por tanto, recibir a más alumnos) que pueden caerse durante un gran terremoto o construir menos escuelas que estén completamente a prueba de catástrofes naturales, seguramente se salvarán más vidas escogiendo lo primero que lo segundo.

Aunque haya dinero suficiente, hace falta algo más para garantizar una construcción segura. Es preciso hacer que se cumplan las normas sobre refuerzo y diseño. El terremoto de Mármara en Turquía fue de una magnitud y un tipo previstos en los requisitos de diseño incluidos en el código sísmico turco, pero lo que causó las muertes fue que no se habían aplicado las normas. En otras palabras, Turquía no fue Japón: los ayuntamientos constaban con unos departamentos de ingeniería y urbanismo débiles y con poco dinero, ocupados por unos ingenieros no acreditados y proclives a la corrupción. En 2006, se detuvo a 40 funcionarios municipales por aceptar sobornos a cambio de permitir obras sin licencia. Hay muchos Estados en los que los permisos de edificación parecen ser un área normativa especialmente propensa a la corrupción.

Eso significa que, si existen unos códigos estrictos que no se aplican, no sólo no salvan vidas, sino que pueden representar un coste importante para los pobres. Como la construcción sin permiso es ilegal, ofrece a los funcionarios constantes oportunidades de exigir sobornos al tiempo que niegan el título legal a muchos propietarios. A principios de siglo, la mitad de la población urbana de Turquía vivía en asentamientos ilegales, sin derecho a vender ni traspasar su vivienda. Y ése es un factor que contribuye enormemente a perpetuar la pobreza.

Las muertes en los terremotos no son “actos de la naturaleza”; son consecuencia de la pobreza y el mal gobierno. Y en los países pobres y mal gobernados, existen muchas muertes más fáciles y baratas de prevenir: malaria, diarrea y sarampión, por ejemplo. En los países ricos con sistemas reguladores eficaces, las normas de edificación y los códigos de calificación de terrenos pensados específicamente para hacer frente a la amenaza de terremotos tienen sentido. En las naciones pobres en los que las normas se aplican de forma caprichosa, pueden ser incluso nocivas. Si queremos cambiar esa realidad tan pesimista, debemos aprender a considerar que las muertes en los terremotos son un síntoma de miseria, no su causa.

 

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