¿Por qué fracasan los intentos para eliminar los subsidios al combustible?

 

AFP/Getty Images

 

El mundo se dejó 409.000 millones de euros en subsidios al consumo de combustibles fósiles en 2010, y desembolsará 660.000 millones en 2020, según las previsiones de la Agencia Internacional de la Energía (IEA). Los innumerables economistas que denuncian los daños provocados por estos subsidios reiteran que condenan a las economías a la sobredependencia del fuel, lastran las cuentas públicas, menguan fondos que podrían destinarse a infraestructuras vitales y benefician en mayor medida a las grandes empresas y a los políticos corruptos que a las personas de escasos recursos. Hace tres años que los países del G-20 se comprometieron a acabar con ellos, pero ni siquiera se sabe con precisión a cuánto ascienden, y algunas organizaciones estiman que en 2012 la cantidad destinada a subsidios de este tipo podría rondar el billón de dólares. Los gobiernos son opacos a la hora de detallar sus desembolsos, pero es evidente que con estas dádivas continúan ganando votos y comprando simpatías clave. A lo largo de este año, los intentos de extinguirlos se han saldado con derrotas.

Los protagonistas de esos intentos fallidos han sido, en algunos casos, grandes potencias emergentes que no han intentado eliminarlos, sino sencillamente recortarlos con el objetivo de contener el déficit. El impacto de los intentos de reducción de los subsidios ha tenido especial resonancia en India, que el mes pasado elevó el precio del diesel subvencionado para ajustar sus cuentas y evitar así que sus bonos queden degradados al nivel basura. La maniobra fue encomiada por inversores y economistas, pero creó también una oleada de oposición política y una sucesión de protestas callejeras. Quienes dispensan subsidios tienen un nicho electoral cautivo en los muchos indios que los necesitan para la supervivencia. La IEA estima que, de los 22.500 millones de dólares gastados por Nueva Delhi en subsidios en 2010, menos de 2.000 millones beneficiaron al 20% más pobre de la población. Sin embargo, las personas vulnerables tienen razones para preferir ese despilfarro injusto antes que la retirada de una ayuda que, por ineficiente que sea, contribuye a que el combustible y todos los productos que dependen de él sean más asequibles. Las fórmulas de apariencia impecable que promueve la ortodoxia económica para eliminar los subsidios chocan contra la percepción de quienes dependen de ellos para mantenerse a flote.

Nigeria, una de las potencias africanas, ha sido en 2012 el escenario de grandes movilizaciones tras la decisión con la que el presidente Goodluck Jonathan inauguró el año: la eliminación de los subsidios al combustible. En un país cuyas ganancias petroleras no van más allá de unos pocos bolsillos bien posicionados, los nigerianos de a pie ven en estos subsidios el único privilegio exigible por su condición de primeros productores de crudo del continente. Al igual que en India, los subsidios lastran las cuentas públicas e impiden que los 8.000 millones de dólares que sustraen del fisco vayan a parar a inversiones en servicios sociales o infraestructuras. Sin embargo, y a pesar de los cauces corruptos por los que fluye ese dinero, la impresión de los nigerianos es que, si se extinguieran esos dispendios, el dinero ahorrado no se traduciría en inversiones más provechosas, sino que sería robado. Al igual que hizo la vecina Ghana en 2008, el Gobierno nigeriano tuvo que dar marcha atrás a su plan. Unos meses después, en mayo, el Parlamento se veía enfangado en la discusión de un informe en el que consta que se han defraudado hasta 6.800 millones de dólares procedentes del subsidio de combustibles en los últimos dos años. A su vez, el hecho de que el fuel subvencionado nigeriano sea mucho más barato que el de los países vecinos ha creado un negocio de tráfico transfronterizo, por lo que el inmenso desembolso público sirve para lucrar no solo a políticos corruptos y a grandes empresas, sino también a contrabandistas.

En unos casos las reducciones se mantienen en medio de una batalla campal a pie de calle y de hemiciclo, y en otros se recula. Pero en otros lugares, como Indonesia, los planes de reducirlos se posponen y, al final, acaban trocándose en un nuevo aumento. Al igual que en el resto de los países donde se abusa de los subsidios, los economistas que aspiran a reformar Indonesia consideran que sería más útil destinar ese dinero a inversiones en infraestructuras. Sin embargo, el intento del Gobierno de subir el precio del combustible subvencionado en marzo se saldó con protestas violentas y con la postergación sine die de ese incremento de los costes. A mediados de octubre el país conocía el dato de que los subsidios aumentarían un 35,7% en 2012.

La eliminación o reducción de los subsidios resulta social y políticamente inviable en potencias emergentes que cuentan con grandes masas de población vulnerable que viven bajo el fantasma de la inflación. Puede que estas subvenciones no sean el gasto más eficiente y ecológico, pero tampoco se puede utilizarlas como chivo expiatorio de países en los que los verdaderos problemas son la desigualdad, la pobreza y la corrupción de la administración en su conjunto. Muchos bolsillos inescrupulosos se llenan también con inversiones en servicios sociales e infraestructuras, sin que ello sirva para señalar la inconveniencia de las mismas. Además, es innegable que los subsidios alivian las cargas de los más desafavorecidos en un amplio espectro de actividades económicas, aunque no en una medida proporcional al volumen de dinero gastado.

Hay peores formas de ganar votos que mediante la preservación de estas subvenciones habitualmente tildadas de populistas. La relativa ineficiencia de los subsidios al fuel no debería eclipsar la tarea de los gobiernos de extirpar la corrupción general de sus estructuras, ni consumir tampoco una energía desproporcionada por parte de los organismos internacionales que aconsejan eliminarlos. Una vez que la labor anticorrupción general esté en marcha y haya mejoras sensibles en la reducción de la pobreza, la propia gente que hoy defiende los subsidios podrá confiar en que, si estos se retiran, el dinero que quede libre se invertirá en algo beneficioso, y no en el bolsillo del mismo político que se lucraba con las subvenciones al fuel. Solo entonces será electoralmente rentable eliminarlos.

 

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