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Un hombre camina enfrente de una pantalla de televisión con la imagen de Donald Trump y Kim Jong-un, Seúl, mayo 2018. Jung Yeon Je/AFP/Getty Images

El encuentro entre Donald Trump y Kim Jong-un en Singapur, que ha sido finalmente cancelado, implicaba hacerse preguntas esenciales y complejas: ¿cómo es posible crear confianza para establecer un diálogo duradero? ¿Qué puede ofrecerse y qué no? ¿Qué pasa con actores clave como China?

El 12 de junio 2018 estaba previsto que se produjese el primer encuentro entre un presidente de Estados Unidos, en cargo, y el líder de Corea del Norte en 70 años de historia del régimen. Las recientes declaraciones de Donald Trump tras su reunión en la Casa Blanca con su homólogo surcoreano, Moon Jae-in, para preparar este histórico acercamiento hicieron sonar las alarmas sobre la posibilidad real de que fuese cancelado, y así ha sido finalmente.

No hay que olvidar que la decisión sorpresiva por parte del presidente Trump de aceptar el pasado 9 de marzo un encuentro personal con el líder norcoreano se produjo después de que meses antes se refiriese a Kim como el  “pequeño hombre cohete”, “o el maniaco que se sienta allí”, y hablaba de su país como el “último lugar del tierra al que querría ir” sin olvidar las amenazas como que “se encontrarán con fuego y furia”,  adornadas con la advertencia de que tenía “también un botón nuclear sobre su mesa más grande y más poderoso que el suyo y además funciona”.

Si bien es cierto que ningún ocupante del despacho oval se ha reunido con la familia Kim desde Dwight D. Eisenhower, esta histórica oportunidad de normalizar las relaciones entre dos Estados necesitaba ser preparada y precisaba de una estrategia clara de futuro, teniendo claro qué se pretendía conseguir con dicha cumbre y sobre todo qué se estaba dispuesto a ofrecer de verdad para conseguir aquello que se espera a largo plazo, algo que en los tiempos políticos actuales no suele ser muy habitual.

La base de toda relación, ya sea personal o institucional, debe ser la confianza mutua. Y la confianza se gana, ni se otorga ni se da por hecha. En el caso de Corea del Norte, siete décadas de conflicto perpetuo no han permitido establecer esas bases para crear una relación de confianza mutua que favoreciese un diálogo posterior y duradero.

Para que esa cumbre hubiese tenido un sentido real, y sobre todo cierto recorrido en el tiempo, hubiese hecho falta construir esta confianza desde el más alto nivel, pero también en los niveles más técnicos, ya que son los que permanecen en sus puestos cuando cambian las administraciones en Washington.

En la primera cumbre del 27 de abril, Kim Jong-un y el presidente Moon Jae-in declararon que estuvieron “de acuerdo en la completa desnuclearización de la península”, lo que sirvió para una vez más extrapolar esta declaración y sobre todo descontextualizarla, convirtiendo la desnuclearización de toda la península, solo extensible a la parte norte del paralelo 38.

A la hora de preparar una cumbre como era la del 12 de junio, Trump debería haber tenido muy presente qué ha fallado hasta ahora, y probablemente las percepciones mutuas de ambos hubiesen ocupado un lugar determinante.

Conviene no olvidar que ya hace casi un cuarto de siglo con el “Acuerdo Marco” de 1994 el Presidente Clinton estuvo muy cerca de lograr un acuerdo real de desnuclearización en la península. Desgraciadamente, esta iniciativa, al ser puramente un acuerdo ejecutivo del entonces presidente, no tuvo ni el apoyo del Senado ni tampoco el posterior visto bueno de la siguiente administración. La llegada a la presidencia de George W. Bush, que cortó los envíos de petróleo y ayuda prometida, provocó la inmediata salida de los inspectores de la ONU, demostró que los vaivenes de la política doméstica estadounidense pueden llegar a pesar más que el interés general de la comunidad internacional.

Otro de los errores que han llevado hasta ahora a la situación en la que nos encontramos ha sido la creencia de que el régimen norcoreano colapsaría, y por lo tanto, no sería necesario cumplir con lo pactado, al fin y al cabo, siempre ha existido la creencia que la otra parte tampoco haría honor a su palabra.

Mientras tanto, los líderes norcoreanos han seguido agarrados a la fuerza que otorga la desesperación por la supervivencia en el poder al precio que fuese.

Sin embargo, ha llegado el momento del realismo. Hay que asumir que la República Popular Democrática de Corea es un Estado nuclear, ya no es un Estado fallido, que China no permitirá bajo ningún concepto que colapse y que los surcoreanos viven más preocupados por sus propios problemas que por la constante amenaza del norte.

La prioridad, por tanto, no debería ser esperar que colapse el país, que haya un cambio de régimen, o tan siquiera un golpe de Estado. Kim Jong-un tiene muchas más probabilidades de seguir más tiempo en el poder que Donald Trump, que en el mejor de los casos tendría otro mandato hasta 2024.

Ante este escenario, ¿qué se le debería de pedir al pequeño de los Kim en una hipotético futuro encuentro?

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El Presidente surcoreano, Moon Jae-in, y Donald Trump en el despacho oval de la Casa Blanca. Oliver Contreras-Pool/Getty Images

Siguiendo esta senda de realismo, una moratoria al desarrollo de su programa nuclear y de misiles balísticos de largo alcance, y más adelante y si todo va como lo acordado, una renuncia a parte de su capacidad nuclear.

Si se siguiese insistiendo como decía el nuevo Secretario de Estado de EE UU, Mike Pompeo, en que la única forma  de éxito es una desnuclearización  completa, verificable e irreversible, la vergüenza que hubiese pasado el presidente Trump hubiese sido mayúscula, por mucho que todo lo que haga lo convierta en un éxito sin precedentes. Afortunadamente, desde la propia Casa Blanca ya se desautorizó la idea de su Consejero de Seguridad Nacional que proponía una alternativa como en Libia en 2003. Obviamente, en la cabeza de los líderes norcoreanos estaba más que presente la suerte que sufrió su líder Muamar el Gadafi ocho años después.

Muchos pensarán que lo que realmente busca Pyongyang es tiempo. No se sabe muy bien si para terminar sus programas nucleares y de misiles, todavía carentes de la capacidad de precisión necesaria para que sean efectivos, o para consolidar el poder de su líder. Lo que parece claro es que ya el simple hecho de permitirse viajar a Singapur, algo que no se pudieron permitir su padre y abuelo, es un síntoma inequívoco de que tiene todo bajo control. Lo cual no tiene porque ser una mala noticia.

Para completar una cita de este calibre y sobre todo los acuerdos resultantes, básicamente habría que haber tenido muy claro qué se le puede ofrecer.

Probablemente lo que más necesita el régimen norcoreano es la seguridad de que no serán atacados por parte de Washington o que se intentará un cambio de régimen desde el exterior, como bien conocen de las experiencias en América Latina en los 70.

Un tratado de paz que sustituya al Armisticio de 1953 y del que la propia Corea del Sur no fue signataria sería un buen comienzo. En segundo lugar, se podría seguir el ejemplo de China en 1992 cuando reconoció diplomáticamente a Seúl y ahora reconocer a Pyongyang abriendo embajadas que facilitasen la comunicación y la creación de esta confianza mutua.

Y, finalmente, y quizás la más fácil, hacer efectiva una ayuda económica con el objetivo de que sirva para acelerar la apertura del país.

El problema hasta ahora con la ayuda económica es que desde Washington se pretende que vaya destinada a la mejora de las terribles condiciones de vida de su pueblo, mientras que para la elite norcoreana está supeditada a su propia conservación en el poder. Sin duda, dos perspectivas distintas que habría que intentar que no fuesen excluyentes.

Otro de los temas sensibles que tarde o temprano habrían estado sobre la mesa serían el futuro de los casi 30.000 efectivos que todavía Estados Unidos tiene estacionados en suelo coreano. Una salida escalonada y negociada con su aliado surcoreano no sería mal vista nunca por Pekín o Pyongyang, y siempre serviría como muestra de un deseo de no intervención militar en la zona.

Recientemente, un artículo de la prestigiosa publicación británica The Economist calificaba a la familia Kim como de “tramposos en serie”,  en esta ocasión y por primera vez parecía que los dos interlocutores en cierta forma estaban hablando el mismo lenguaje.

El problema es que el presidente Trump quizás estaba preparándose para un juego diferente, sobre todo si ve esta partida como un juego de dos jugadores, ya que para Kim Jong-un su partida es múltiple porque sin el acuerdo de China y la conformidad del Corea del Sur no habrá solución posible.

Si Trump se hubiese empeñado en negociar en Singapur únicamente el futuro de los programas nucleares y de misiles balísticos de Corea del Norte hubiese chocado de manera frontal con el deseo de Kim Jong-un y el resto de actores implicados en esta partida de póker, el futuro geopolítico de su región.

El líder norcoreano sabía que después de su cita en Singapur hubiese tenido tiempo y, que este corre a su favor. Mientras tanto lo realmente importante, la paz y seguridad en la zona, seguirá a expensas de que la confianza entre el Norte y el Sur crezca y puedan algún día ser capaces de resolver por ellos mismo un problema que les crearon otros.