Lecciones de la mesa de póquer para la disuasión nuclear.

 

En los 50, cuando la carrera de armamento nuclear con la Unión Soviética amenazaba con descontrolarse, el presidente estadounidense Eisenhower contrató como asesor para asuntos de seguridad nacional a Oskar Morgenstern, economista de la Universidad de Princeton y coautor, en 1944, de Theory of Games and Economic Behavior. “Ahora que es mucho más fácil marcarse un farol y que las amenazas son más asombrosas que nunca en la historia”, escribió más tarde Morgenstern, “es imprescindible no sólo para nuestro Departamento de Estado, sino para el mundo entero, entender cuál (…) es la forma más sensata de jugar a esta mortal versión del póquer que transcurre en la vida real”. Está claro que Eisenhower interiorizó el consejo de Morgenstern. Por ejemplo, en marzo de 1955, se apuntó un envite nuclear falso, al disuadir al chino Mao Zedong de atacar Taiwan haciéndole creer que lanzaría armas atómicas sobre la China continental. Su sucesor, John F. Kennedy, intercambió  faroles y contrafaroles con el soviético Nikita Kruschev en la crisis de los misiles cubanos, en octubre de 1962, hasta que el ruso “soltó la baza y dio por perdida su apuesta”, según apuntó el periodista Anthony Holden. El cargo de inquilino de la Casa Blanca exige ciertas destrezas. Como solía decir Richard Nixon: “Un hombre que no sabe jugar una partida de póquer de primera no está preparado para ser presidente de Estados Unidos”.

China y Rusia, en general, no pueden marcarse faroles atómicos en estos momentos, pero el 44º presidente de EE UU tiene nuevos rivales de juego. Irán y Corea del Norte han demostrado una maestría sin límites en el arte de la farsa nuclear, incrementando la incertidumbre acerca de lo que tienen y de lo que pueden hacer para desequilibrar a sus enemigos. Para tener éxito, Barack Obama no sólo tendrá que aprender a disimular sus cartas, sino también a descifrar cuándo lo hacen Teherán y Pyongyang.

Deberá prestar mucha atención a los patrones de apuestas. Es más probable que un adversario con “polvo en las fichas” (que no ha aceptado ninguna apuesta durante una hora o más) tenga buenas cartas cuando por fin se decide a apostar que aquel que acepta todas. El seguimiento del comportamiento de jugadores atrevidos, como el iraní Mahmud Ahmadineyad o el norcoreano Kim Jong Il, debería convencer al líder estadounidense de que no suelen tener la capacidad nuclear de la que presumen. Pero a veces Obama tendrá que hacer caso omiso a las pautas anteriores. Una táctica frecuente es el juego lento: fingir que se tiene una mano peor que la real para que los contrincantes hagan una apuesta fuerte, reservándoles una sorpresa en la confrontación final. Pero debido a que se emplea con frecuencia, de vez en cuando conviene utilizar la psicología inversa. Si tengo dos ases y aparece un tercero, apostaré fuerte, contando con que mi adversario subirá la apuesta, pues supondrá que, ya que cualquier jugador avispado que tenga dos ases haría juego lento, mis cartas deben de ser peores.

Una estrategia relacionada es “enseñar las cartas”. Aunque las reglas no obligan a los jugadores a mostrarlas cuando los demás han pasado, a veces sí enseñamos los faroles para crear una imagen agresiva, temeraria o simplemente excéntrica (en diplomacia, pensemos en la imagen de “loco por las bombas” de Nixon durante la guerra de Vietnam). En otras ocasiones, enseñamos los “monstruos” (o bazas excelentes) para reforzar la idea de que sólo apostamos cuando tenemos esas cartas, lo que permitirá echarnos faroles después con más eficacia cuando sean malas. El empleo por parte de Teherán de niños como rastreadores de minas durante la guerra Irán-Irak, por ejemplo, avisaba de que el régimen se defendería con todos los medios necesarios a su alcance. Stu Ungar, el gran jugador de póquer ya fallecido, dominó los campeonatos de hold’em [variante poco habitual en España, pero la más jugada en el mundo, en la que se reparten dos cartas a cada jugador y se tiene que realizar la mejor combinación apoyado por cinco cartas comunitarias] sin límite y con apuestas agresivas e impactantes. Cuando sus oponentes se hartaban de sus bravatas y decidían hacerle frente, era capaz de sacar un “monstruo” que había estado ocultando.

Por último, está la estrategia del small-ball (la agresión continuada y controlada desplegada por los jugadores de hold’em sin límites). Los artistas del small-ball entran en muchos botes [suma de lo apostado que se halla en medio de la mesa y que se llevará el vencedor de la mano] y suben las apuestas de forma ligera, y o bien ganan en el primer intento porque todo el mundo pasa o se llevan un bote mayor al llegar a la segunda ronda, confiando en que las cartas de sus oponentes no habrán mejorado para entonces. Sus apuestas les permiten aventajar a los rivales con menos confianza en sí mismos. Los hechos parecen indicar que Obama es un artista del small-ball clásico en la arena diplomática, e incluso parece que le gusta la analogía de los naipes. Preguntado en 2007 por sus talentos ocultos, declaró: “Juego bastante bien al póquer”. Esperemos que sea cierto.