Los hombres han dominado el mundo desde siempre. Pero la Gran Recesión está cambiando todo y alterará el curso de la historia.

Hace años que el mundo es testigo de un discreto pero fundamental traspaso de poder de los hombres a las mujeres. Hoy, la Gran Recesión ha convertido lo que era un cambio evolutivo en un cambio revolucionario. La consecuencia será no sólo un golpe mortal al club masculino llamado capitalismo financiero, que metió al mundo en la catástrofe económica actual, sino que será una crisis colectiva para millones y millones de hombres trabajadores en todo el mundo.

Los estertores de lo masculino son fáciles de ver si se saben buscar. Pensemos, para empezar, en el impacto casi increíblemente desproporcionado que está teniendo la crisis actual en los hombres, hasta tal punto que algunos economistas y los rincones más enrollados de la blogosfera hablan ya de “he-cession” (“él-cesión”). Más del 80% de la pérdida de empleo en Estados Unidos desde noviembre ha recaído en los hombres, según la Oficina de Estadísticas Laborales estadounidense. Y las cifras son parecidas en Europa: sólo en estos dos lugares hay aproximadamente unos siete millones más de hombres sin empleo que antes de la recesión, en la medida en que sectores económicos tradicionalmente dominados por los varones (construcción y fabricación pesada) sufren un declive mayor y más rápido que los tradicionalmente dominados por las mujeres (empleo público, sanidad, educación). Se espera que, para finales de 2009, la recesión mundial haya dejado sin trabajo a unos 28 millones de hombres en todo el mundo.

Las cosas seguirán empeorando para los hombres a medida que la recesión contribuya a los sufrimientos que ya estaba causando la globalización. En Estados Unidos hay el peligro de que se deslocalicen entre 28 y 42 millones de puestos de trabajo más, según el economista de Princeton Alan Blinder. Aún peor, los hombres están quedándose atrás en la adquisición de las credenciales educativas necesarias para triunfar en las economías basadas en el conocimiento que regirán el mundo posterior a la recesión. En Estados Unidos, pronto habrá tres mujeres licenciadas por cada dos hombres, y se puede esperar una proporción similar en el resto de los países desarrollados.

Desde luego, lo masculino es un estado de ánimo, no sólo una cuestión de situación de empleo. Y, al mismo tiempo que los hombres sufren más en la “él-cesión”, están peor equipados para abordar los costes psíquicos a largo plazo de la pérdida de su trabajo. Según el American Journal of Public Health, “la tensión financiera del desempleo” tiene consecuencias mucho más importantes para la salud mental de los hombres que para la de las mujeres. En otras palabras, preparémonos para ver un montón de hombres desgraciados, con todas las repercusiones negativas que eso tiene.

A medida que evolucione la crisis, tendrá cada vez más que ver con el ámbito de la política de poder. Fijémonos en las reacciones electorales que está empezando a despertar esta catástrofe mundial. Cuando la economía islandesa se hundió, los votantes hicieron algo que no habían hecho en ningún otro país: no sólo expulsaron a toda la clase dirigente –compuesta exclusivamente por hombres– que había supervisado la génesis de la crisis, sino que designaron a la primera dirigente abiertamente lesbiana del mundo como primera ministra. Era, dijo Halla Tomasdottir, responsable de uno de los pocos bancos solventes que quedaban en Islandia, una respuesta perfectamente razonable a la rivalidad del pene de la banca de inversiones dominada por los hombres. “El 99% de ellos fue al mismo colegio, conduce los mismos coches, lleva los mismos trajes y tiene las mismas actitudes. Nos metieron en esta situación y se divirtieron mucho mientras lo hacían”, se quejó Tomasdottir a Der Spiegel.

Poco después, la pequeña Lituania, cargada de deudas, adoptó una vía semejante y eligió a su primera mujer presidenta: una experimentada economista, cinturón negro de kárate, llamada Dalia Grybauskaite. El día de su victoria, el principal periódico de Vilnius publicó este titular: “Lituania ha decidido: una mujer va a salvar el país”.

Aunque no todos los Estados van a dedicarse a echar a patadas a los hombres, la reacción es real, y tiene dimensión mundial. El gran traspaso de poder de los hombres a las mujeres se verá seguramente acelerado por la crisis económica, en la medida en que más gente se dé cuenta de que la conducta agresiva y de riesgo que ha permitido a los hombres afianzar su poder –el culto a lo masculino– ha resultado ser destructiva e insostenible en un mundo globalizado.

De hecho, se puede decir ya que el legado más duradero de la Gran Recesión no será la muerte de Wall Street. No será la muerte de las finanzas. Ni será la muerte del capitalismo. Estas ideas e instituciones seguirán viviendo. Lo que no sobrevivirá es el macho. Y la decisión que tomen los hombres, si aceptar o combatir esta nueva realidad histórica, tendrá repercusiones cataclísmicas para toda la humanidad, hombres y mujeres.

Hace ya varios años quedó establecido que, como demostraron los economistas Brad Barber y Terrance Odean en 2001, de todos los factores que podían relacionarse con un exceso de inversiones en los mercados –edad, situación civil y otras cosas similares–, el culpable más claro era el tener un cromosoma Y. Ahora, parece que los hombres del sector financiero mundial, dominado por lo masculino, no sólo crearon las condiciones para la crisis económica, sino que contaron con la ayuda de sus pares –en su mayor parte varones– de los gobiernos, cuyas políticas, conscientemente o no, sirvieron para apuntalarlos de manera artificial. Un ejemplo es la burbuja inmobiliaria, que ha explotado con gran violencia, sobre todo, en Occidente. La burbuja representaba una política económica que disimulaba las perspectivas cada vez peores de los obreros. En Estados Unidos, el auge del sector de la construcción generaba puestos de trabajo relativamente bien pagados para los trabajadores relativamente no cualificados que constituían el 97,5% de su fuerza laboral, con un promedio de 814 dólares (unos 581 euros) semanales. En cambio, los puestos de trabajo típicamente femeninos de la sanidad tienen un salario de 510 dólares semanales, y los del comercio, unos 690 dólares semanales. La burbuja de la vivienda creó casi tres millones de puestos en la construcción residencial más que si no hubiera existido, según la Oficina de Estadísticas Laborales estadounidense. Otros sectores también dominados por los hombres, como el inmobiliario, la producción de cemento, el transporte por carretera y la arquitectura, vieron aumentar sus puestos de trabajo. Todos estos salarios derivados de la construcción hacían que los hombres siguieran teniendo ventaja económica sobre las mujeres. Cuando se pregunta a los responsables políticos por qué no hicieron nada para cortar de raíz la inflación de la burbuja, siempre dicen que el sector de la vivienda era un poderoso motor de empleo. Es verdad que subvencionar lo masculino tenía enormes ventajas y pinchar la burbuja habría equivalido a un suicidio político.

 

Adiós, muy buenas

Por qué el macho tiene que desaparecer.

Generalizar sobre las diferencias entre hombres y mujeres viene a ser tan gratificante como meter un brazo en una picadora. El tema está demasiado plagado de controversias, datos contradictorios, emociones muy arraigadas, miedos diversos y propósitos políticos de toda clase. Pero la debacle del modelo hipermasculino y amante del riesgo del capitalismo financiero ha arrojado una nueva luz sobre esta vieja y polémica cuestión: teniendo en cuenta su historial, ¿de verdad deberían estar los hombres dirigiendo el mundo?

Tras rastrear en recientes investigaciones, incluyendo algunas propias, debo decir (aún a riesgo de meter el brazo en la picadora) que la respuesta es probablemente no. Los biólogos que estudian la evolución nos dicen que los seres humanos y los chimpancés son las únicas especies del reino animal en las que los miembros masculinos se unen para cometer actos de agresión contra otros individuos de la misma especie. De hecho, las investigaciones muestran que la selección natural, de manera lenta pero continua, ha recompensado a ciertos tipos de hombres con más descendencia: hombres que forman estrechos vínculos con otros hombres, que usan la fuerza física para conseguir lo que quieren, que carecen de empatía, que están muy motivados para obtener recursos con el mínimo esfuerzo, que están dispuestos a asumir riesgos y que subordinan a los demás a sus intereses. Así es como hoy el 0,5% de los hombres del mundo (y, presumiblemente, las mujeres también) ha acabado siendo descendiente de Genghis Khan.

Estas tendencias masculinas tienen beneficios evolutivos inmediatos y duraderos para los hombres, pero sus consecuencias a largo plazo para la sociedad en su conjunto no son tan saludables. Desde luego, el riesgo, la competitividad, la confianza en uno mismo y la agresión pueden ser apropiados –incluso beneficiosos– cuando se dirigen a la protección de otros seres humanos. Los problemas llegan cuando estos atributos carecen de límites y de control. Antes o después, cuando uno asume riesgos siempre acaba pasándose de la raya y estrellándose; la toma de decisiones se vuelve temeraria; aprovecharse sin freno de los demás mina toda la red social, poniendo en peligro incluso al depredador.

Los hombres pagan un precio por su legado evolutivo, pero el precio para ellas es aún más alto. Como mis colegas y yo escribimos en un reciente número de International Security, más de 160 millones de mujeres desaparecieron en el mundo sólo en 2005 (más que el total de las muertes en conflictos fronterizos, guerras civiles y genocidios de todo el sangriento siglo XX). Algunos han calificado esto de “generocidio”, cuya verdadera y atroz cifra de víctimas se ve oscurecida por sus prosaicos orígenes: violencia doméstica, abortos selectivos en función del sexo, enormes tasas de mortalidad durante el embarazo y la aprobación cultural de los asesinatos de mujeres (los llamados “crímenes de honor”). Pero, además de las madres, sufren los niños, ya que en la mayoría de las culturas éstas son responsables de la supervivencia diaria de sus hijos.

El comportamiento de los hombres en casa tiene también implicaciones globales. Nuestras investigaciones sugieren que los Estados que cuentan con un alto grado de seguridad física para las mujeres obtienen una mayor puntuación en cuanto a carácter pacífico y cumplimiento con las normas internacionales. De hecho, la seguridad física femenina dentro de un Estado ha resultado ser un mejor indicador de su conducta internacional pacífica que sus índices de democracia y de riqueza. Nuestras investigaciones sugieren también la conclusión inversa: que los países en los que las mujeres tienen más riesgo de sufrir violencia a manos de los hombres tienden a ser los más agresivos y desafiantes de las reglas y de las normas en el ámbito internacional.

La respuesta no es entregar todo el poder a las mujeres. Pero hay buenas razones para pensar que la toma de decisiones de forma colectiva entre ambos sexos es un buen camino a seguir. Ellas (en su conjunto) tienden a ser menos seguras, más reacias al riesgo, menos agresivas, más empáticas, se dejan llevar menos por la competitividad y prefieren decisiones consensuadas. Existe también una razón evolutiva: desde el inicio de los tiempos, han tenido que arreglárselas con las disposiciones de los hombres. Tienden a ser más reacias al riesgo porque suelen vivir con hombres que los aceptan e incluso los buscan. Tienden a ser menos seguras porque viven con seres excesivamente presuntuosos. Por este efecto equilibrante, se podría llegar a mejores decisiones si las tomaran juntos. Recientes investigaciones demuestran que, cuando esto se produce, todos quedan más satisfechos con el resultado que cuando son producto de grupos sólo masculinos. Y lo que es más, los grupos de toma de decisiones mixtos son menos propensos a aceptar riesgos que los formados sólo por hombres. La verdadera igualdad de género podría ser un prerrequisito para políticas óptimas y racionales, en el hogar, el país o la comunidad internacional. Solía decirse que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer.

Puede que a los sinvergüenzas, gamberros, negociadores de derivados y titulizadores de deuda también les vinieran bien unas cuantas grandes mujeres, aunque sólo fuera por el bien del resto.

Valerie Hudson es profesora de Ciencia Política en la Universidad de Brigham Young.

 

Sin embargo, la burbuja inmobiliaria no es más que el más reciente en una larga cadena de esfuerzos para apuntalar al macho, el más poderoso de los cuales fue el new deal, como afirma la historiadora Gwendolyn Mink. En el apogeo de la Gran Depresión, en 1933, 15 millones de estadounidenses estaban sin trabajo, en una fuerza laboral que era en un 75% masculina. Eso ponía en peligro el modelo del cabeza de familia llevando el pan a casa, y hubo tremendas presiones para restaurarlo. El new deal lo logró centrándose en la creación de empleo para los varones. Aislar a las mujeres del mercado a base de mantenerlas en casa se convirtió en un marchamo de categoría para los hombres, un objetivo que se consiguió casi por completo en la familia nuclear de posguerra. Con ello, dice la historiadora Stephanie Coontz, la Gran Depresión y el new deal reforzaron los papeles de género tradicionales: a las mujeres se les prometía seguridad económica a cambio del afianzamiento del poder económico masculino.

Hoy, este viejo pacto se ha deshecho, y ninguna intervención del Estado va a restaurarlo. El paquete de estímulos económicos de Washington no se parece mucho a un programa de obras públicas como los del new deal. A pesar de que se dijo que los estímulos iban a hacer hincapié en proyectos de infraestructuras, líneas de tren de alta velocidad y otros esfuerzos para impulsar sectores muy masculinos de la economía, la verdad es que está yendo mucho más dinero –directa o indirectamente– a la educación, la sanidad y otros servicios sociales. En Estados Unidos, las mujeres constituyen ya casi la mitad de los especialistas en biología y ciencias médicas, y casi tres cuartas partes de los profesionales sanitarios. Nada menos que el presidente Barack Obama ha intervenido para hablar sobre el traspaso de poder de hombres a mujeres y ha declarado a The New York Times que, aunque los empleos en la construcción y la fabricación no desaparecerán por completo, “constituirán un porcentaje menor de la economía en su conjunto”. Como consecuencia, dijo, “las mujeres serán la fuente principal de ingresos familiares en la misma medida, si no más, en que lo son hoy los hombres”.

Lo que todo esto significa es que el problema del macho desmandado y remunerado en exceso está dejando paso al macho desempleado y sin dirección, un fenómeno diferente, pero quizá igual de destructivo. Los largos periodos de desempleo son un gran indicador de predicción de abuso de la bebida, sobre todo en los hombres de 27 a 35 años, según concluyó el año pasado un estudio de Social Science & Medicine. Y los varones que han perdido con la globalización, que se olviden de casarse: “Entre los trabajadores que ven cómo sus puestos de trabajo se trasladan de forma desproporcionada al extranjero o desaparecen por culpa de los ordenadores”, dice el sociólogo Andrew Cherlin, “veremos que menos jóvenes se considerarán capaces de casarse”. Por tanto, el efecto de disciplina que tiene el matrimonio para los jóvenes seguirá evaporándose.
Los hombres hoscos, solitarios y bebedores, que tienen la sensación de que la historia les ha dejado obsoletos y añoran las identidades masculinas perdidas, son ya corrientes en los paisajes postindustriales desolados de todo el mundo, desde el cinturón oxidado de Estados Unidos hasta las megalópolis de Oriente Próximo, pasando por los destrozos postsoviéticos de la Rusia de Vladímir Putin. Si esta recesión dura mucho, y la mayoría de la gente cree que así será, el inmenso trauma psíquico se extenderá como una mancha de tinta.

¿Cómo se desarrollará este paso al mundo postmasculino? Depende de lo que escojan los hombres, y sólo tienen dos opciones. La primera es adaptarse: que los hombres acepten a las mujeres como iguales y asimilen las nuevas sensibilidades culturales, instituciones y disposiciones igualitarias que eso implica. Esto no quiere decir que todos los hombres occidentales se conviertan en metrosexuales y que la popularidad del fútbol y las ventas de cerveza vayan a bajar. Pero, en medio de la muerte del macho, tal vez surja un nuevo modelo de virilidad, sobre todo, entre los hombres educados del Occidente acomodado. La economista Betsey Stevenson ha hablado del declive de un tipo antiguo de matrimonio, en el que los hombres se especializaban en el mercado laboral y las mujeres cuidaban de los hijos, y el ascenso del matrimonio “de consumo, en el que los dos contribuyen por igual a la producción en el mercado y son más equiparables en sus deseos sobre cómo consumir y cómo vivir sus vidas”. Estos matrimonios tienden a durar más y a repartirse de forma más equitativa las obligaciones domésticas.

No es casual que la mayor adaptabilidad del hombre educado a la vida familiar se extienda también a la vida económica. El economista Eric Gould concluyó en 2004 que el matrimonio suele hacer que los hombres (sobre todo, los que ganan un salario más bajo) se tomen más en serio su carrera; que estudien más, trabajen más y aspiren a tener puestos de cuello blanco, a no quedarse en las categorías inferiores. Esta teoría sobre la adaptación del hombre quizá es optimista, pero no del todo absurda.

Sin embargo, está la otra opción: la resistencia. Los hombres pueden decidir luchar contra la muerte del macho y sacrificar sus propias perspectivas en un intento de trastocar y retrasar una poderosa tendencia histórica. Existen numerosos precedentes. Los hombres que no tienen forma constructiva de desahogar su ira pueden convertirse en territorio para el extremismo: no hay más que pensar en los nostálgicos del KGB en Rusia y los reclutas de la yihad que buscan el honor perdido. Y en Occidente sigue habiendo muchos hombres que quieren “alzarse de frente a la historia y gritar para que se detenga”. No obstante, a pesar de estos individuos, los países occidentales desarrollados, en general, no están hoy tratando de conservar los viejos desequilibrios de género.

La elección entre adaptación y resistencia puede depender de una división geopolítica: si en Norteamérica y Europa Occidental los hombres se adaptan –aunque no siempre de buena gana– al nuevo orden igualitario, sus homólogos en los gigantes emergentes del este y el sur de Asia, para no hablar de Rusia –todos ellos, lugares en los que las mujeres siguen sufriendo muchas veces una opresión doméstica brutal–, pueden verse encaminados hacia una desigualdad de género todavía mayor. En esas sociedades, el Estado no utilizará su poder para promover los intereses de las mujeres, sino para mantener al macho con vida.

Fijémonos en Rusia, donde durante el último decenio se ha llevado a cabo un esfuerzo de ese tipo. Aunque hay 10,4 millones más de mujeres que de hombres, eso no se ha reflejado en el poder político ni en el económico. Tras la caída soviética, el ideal de la igualdad de la mujer se abandonó casi por completo y muchos rusos reanimaron el culto al ama de casa (el Gobierno de Putin llegó a ofrecer primas a las mujeres que criaran a sus hijos). Pero los hombres rusos, atónitos ante las perturbaciones de la caída soviética y 10 años de crisis económica, no fueron capaces de adaptarse. “Era corriente que los hombres cayeran en una depresión y se pasaran los días bebiendo y fumando en el sofá”, observa la escritora moscovita Masha Lipman. Entre sus enormes índices de mortalidad, encarcelamiento y alcoholismo, y su escasa educación, muy pocos hombres podían (o querían) ser los únicos que ganasen el pan.

Como consecuencia, las resistentes mujeres rusas tuvieron que hacer todo el trabajo y, al mismo tiempo, se vieron obligadas a aceptar unos niveles increíbles de explotación sexual en el trabajo y una enorme hipocresía en casa. En Rusia hay un porcentaje mayor de mujeres con empleo que casi en cualquier otro país, según ha visto Elena Mezentseva, del Centro Moscovita de Estudios de Género; sin embargo, en 2000, ganaban la mitad del salario que los hombres por el mismo trabajo. Mientras tanto, Putin ha ayudado sin cesar a esos hombres y ha convertido su nostalgia por el macho desaparecido de la era soviética en toda una ideología.

Si esto representa una perspectiva de pesadilla como posible futuro tras la muerte de lo masculino, en China está creándose otro tipo de situación. El paquete de estímulos económicos del país, con un valor de 596.000 millones de dólares, se parece a los programas de obras públicas del new deal mucho más que cualquiera de las políticas elaboradas por el Partido Demócrata. En EE UU, los dólares para estimular la economía han ido a parar sobre todo a la sanidad y a la educación; mientras que, en China, más del 90% está destinado a la construcción: de viviendas para personas con rentas bajas, carreteras, ferrocarriles, presas, plantas de tratamiento de residuos, redes eléctricas, aeropuertos y muchas otras cosas.

Esta locura gastadora pretende contener el daño catastrófico causado por la pérdida de puestos de trabajo en las industrias de fabricación, dentro del sector de las exportaciones. El Partido Comunista Chino considera desde hace mucho que los 230 millones de trabajadores itinerantes del país –de los que unos dos tercios son hombres– suponen una posible fuente de malestar político. Decenas de millones han perdido ya su empleo en la producción y, hasta ahora, no han querido o no han podido regresar a sus provincias de origen.

Igual que la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos era una política en favor del macho, la trayectoria económica de China en los últimos veinte años está profundamente vinculada a su esfuerzo para gestionar la amenaza que representa la enorme población masculina itinerante. El economista del MIT Yasheng Huang dice que, aunque en la primera década tras las reformas económicas de Deng Xiaoping hubo un gran crecimiento económico y un enorme espíritu empresarial en las provincias más atrasadas, en los 20 años sucesivos se ha producido un señalado declive de las perspectivas económicas en la China rural, además de un esfuerzo concertado para promover el rápido desarrollo de las ciudades costeras. Las empresas estatales y las multinacionales disfrutaron de generosos subsidios, recortes fiscales y otros tratos de favor y, a cambio, dieron trabajo a millones de inmigrantes. El pacto disparó la migración interna de China, porque millones de hombres huyeron de la pobreza rural en busca del empleo inmediato en las ciudades; pero, después del levantamiento de la plaza de Tiananmen, las clases dirigentes empezaron a considerarlo una buena manera de evitar el malestar urbano.

Hoy, sin embargo, es difícil ver cómo van a arreglárselas los líderes chinos para deshacer ese pacto. Para empeorar aún más las cosas, está el desequilibrio en la población china –hay 119 nacimientos de varones por cada 100 de mujeres–, y el país ha presenciado ya violentas protestas de sus hombres jóvenes, cada vez más marginados. Por supuesto, es posible que China canalice de forma constructiva todo ese superávit de energía masculina hacia un espíritu empresarial y convierta al país en una fuente mundial de innovación radical, con todas las connotaciones militares consiguientes. Pero lo más probable, si nos guiamos por el paquete de estímulos chino, es que Pekín siga intentando apuntalar su economía industrial urbana, porque, si esa salida para el macho se viene abajo, existen buenos motivos para creer que el Partido Comunista se vendrá abajo también.
Puede ser tentador pensar que la muerte de lo masculino no es más que una corrección cíclica y que los machos del mundo financiero volverán pronto al trabajo. Tentador, pero equivocado. La rivalidad del pene permitida por el apalancamiento sin límites, los instrumentos financieros misteriosos y el capitalismo puro y sin adulteraciones van a acabar domesticados de manera duradera.

La “él-cesión” está haciendo que coincidan personas que normalmente no parecen muy de acuerdo, como los economistas conductistas o las historiadoras feministas. Pero, aunque muchos culpan a los hombres del caos económico actual, también se ha hablado mucho de los efectos de la recesión sobre las mujeres. Y esos efectos son reales. Las mujeres tenían una tasa de desempleo más alta en todo el mundo antes de la recesión actual, y siguen teniéndola. Y eso hace que muchos estén de acuerdo con un informe publicado por la ONU hace unos meses: “La crisis económica y financiera supone una carga desproporcionada para las mujeres, que a menudo se concentran en los puestos de trabajo más vulnerables… y tienden a tener unos subsidios de desempleo y unas pensiones inferiores, además de un menor acceso y control de los recursos económicos y financieros”.
Es una preocupación legítima, y no incompatible con el hecho de que, en todo el mundo, miles de millones de hombres –no sólo unos cuantos banqueros desacreditados– van a salir perdiendo cada vez más en el nuevo mundo que está surgiendo del desastre económico actual. Cuando las mujeres empiecen a ganar más proporción del poder social, económico y político que hasta ahora se les ha negado, el resultado será nada menos que una revolución en toda regla, como no ha experimentado jamás la civilización humana.

Ello no quiere decir que las mujeres y los hombres vayan a combatir entre sí desde barricadas armadas. El conflicto asumirá una forma más sutil, y los campos de batallas serán las mentes y los corazones. Pero no nos equivoquemos: el eje de conflicto mundial en este siglo no será la guerra entre las ideologías ni la geopolítica ni el choque de civilizaciones. No será la raza ni la etnia. Será el conflicto entre sexos. No tenemos precedentes para un mundo tras la muerte del macho. Pero podemos suponer que la transición será dolorosa, desigual y tal vez muy violenta.