Hillary Clinton en un discurso en la Clinton Global Initiative (Michael Loccisano/Getty Images).
Hillary Clinton en un discurso en la Clinton Global Initiative (Michael Loccisano/Getty Images).

El presidente de EE UU y la que fuera su secretaria de Estado se necesitan mutuamente, pero, al mismo tiempo, deben forjarse identidades separadas si Clinton quiere ser candidata presidencial en 2016.

Los estadounidenses revivieron la campaña de 2008 el pasado mes de agosto, cuando Hillary Clinton empezó a criticar la política exterior del presidente Barack Obama, con la consiguiente polémica en la prensa y las redes sociales sobre la vieja rivalidad que, en teoría, se había convertido en estrecha relación de trabajo. En una entrevista en The Atlantic, Clinton se mostró muy dura al hablar de la famosa frase que había dicho Obama, “No hagamos estupideces.” Clinton apostilló: “Las grandes naciones necesitan unos principios organizativos, y ‘No hagamos estupideces’ no es un principio organizativo”.

En concreto, destacó sus diferencias en la cuestión siria: ella había propuesto armar a los rebeldes sirios moderados pero Obama había decidido no hacerlo. “No haber ayudado a construir una fuerza de combate sólida, compuesta por los que habían originado las protestas contra Bassar al Asad [había islamistas, laicos, todo tipo de gente], creó un gran vacío que han ocupado los yihadistas”, afirmó Clinton.

No es nada habitual que una antigua secretaria de Estado haga pública la menor diferencia entre su política y la del presidente, pero Hillary Clinton no es una exsecretaria de Estado cualquiera. Su intención de presentarse a las elecciones presidenciales no es un simple rumor: mientras 2016 se acerca a pasos agigantados, una coalición de, al menos, cuatro organizaciones está preparando ya el terreno. Es posible que lo inevitable del momento no beneficiara a Clinton en los históricos comicios de 2008, pero los tiempos han cambiado y su candidatura parece cada vez más segura.

Ahora bien, si quiere lograrlo, tendrá que diferenciarse de un Obama cada vez más impopular. Puede que los políticos europeos aún aprovechen cualquier oportunidad para hacerse una foto con él, pero en Estados Unidos cuenta con mucho menos apoyo; un índice de aprobación que se mantiene más en los números negativos que en los positivos desde la primavera de 2013. Aunque sigue siendo ligeramente superior al de George Bush en su segundo mandato, Clinton va a verse obligada a hacer lo mismo que hicieron John McCain y Mitt Romney con Bush e incluso Al Gore con Bill Clinton, es decir, distanciarse del presidente saliente, a pesar de pertenecer al mismo partido político.

Por supuesto, la entrevista en The Atlantic no es la primera ocasión en la que hemos visto las discrepancias políticas entre estos dos simbólicos personajes. Clinton era partidaria de aumentar las tropas en Afganistán sin el plazo de 18 meses que impuso Obama. Durante la primavera árabe, la que fuera secretaria de Estado quería que Hosni Mubarak abandonara el poder de forma gradual, pero el presidente prefirió presionarle para que dimitiera. Obama ha pedido la paralización de los asentamientos israelíes, mientras que Clinton cree que esa postura genera más enfrentamientos. En su libro, Hard Choices, Clinton escribe: “La fuerza y la decisión eran el único lenguaje que entendía Putin. Así que debíamos transmitirle el mensaje de que sus acciones tenían consecuencias y, al tiempo, asegurar a nuestros aliados que Estados Unidos iba a defenderles”. Y añade: “No todo el mundo en la Casa Blanca estaba de acuerdo con mi análisis, relativamente duro”.

Un reportaje en la revista Time observa que “Clinton fue, quizá, la partidaria más constante de la acción militar en el Gobierno”, y siempre ha sido algo más halcón que Obama. Uno de los asuntos en los que más diferencias tuvieron durante la campaña de 2008 fue la guerra de Irak, que ella había autorizado con su voto como senadora y que era muy impopular entre los demócratas. En su libro trata de pedir perdón por aquel voto, pero los más progresistas del Partido Demócrata la miran con escepticismo y la entrevista en The Atlantic no ayuda, precisamente, a cambiar su imagen conservadora entre los miembros de un grupo tan importante de su partido.

Tal vez Clinton no difiera mucho de Obama a propósito de Israel e Irak, pero emplea un tono mucho más duro. Sobre el primero, dice: “Creo que Israel hizo lo que tenía que hacer para reaccionar ante los misiles, tiene derecho a defenderse. La decisión de Hamás de colocar los cohetes y los puestos de control y entradas de túneles en zonas pobladas por civiles hace que a Israel le sea muy difícil responder”. Y más adelante: “No tengo la menor duda de que Hamás es responsable de haber iniciado el conflicto… De modo que la responsabilidad fundamental es de ellos y de sus decisiones”.

Cuando habla sobre el regimen de los Ayatolás también se muestra más dura que Obama: “Siempre he sido de la opinión de que no tienen derecho a enriquecer, que, en contra de lo que dicen, no existe ese derecho. No tiene ninguna base. Soy muy consciente de que ya no estoy en la mesa de negociaciones, pero creo que es importante dejar claro a todos los que sí están que no puede haber ningún acuerdo mientras no se imponga una serie clara de restricciones a Irán. Lo preferible es que no haya enriquecimiento. Pero, a falta de eso, mi postura sería que el enriquecimiento sea tan escaso que no puedan utilizarlo para otros fines”.

Clinton y Obama concedieron una entrevista conjunta de lo más amigable en el programa 60 Minutes poco después de que ella dejara el Departamento de Estado. A finales de septiembre, ambos aparecieron en los actos de la Clinton Global Initiative en Nueva York y se dirigieron palabras de elogio entre sí. Pero eso es lo complicado de esta relación: se necesitan mutuamente -Clinton requiere a los seguidores de Obama y Obama urge que Clinton garantice la continuidad de su mayor legado, Obamacare– y, al mismo tiempo, deben forjarse unas identidades separadas.

Los Clinton y los Obama representan distintas estructuras de poder dentro del Partido Demócrata, y es normal que, a medida que nos aproximamos a un cambio en ese equilibrio de poder, veamos algo de rivalidad. Quizá no sea tan radical como la que describe Edward Klein en un libro muy poco documentado, Blood Feud, que superó en ventas al de Clinton en julio, pero ha habido diferencias entre ellos desde el principio y es inevitable que esas diferencias se mantengan a medida que se acercan el final del histórico doble mandato presidencial y los nuevos intentos de volver a hacer historia.

 

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.