¿Por qué Francia sigue protegiendo a los dictadores?

 

LAS EX COLONIAS: De los 12 primeros Estados fallidos, casi la mitad formó en otro tiempo parte del Imperio francés.

 

Casi recién ser elegidos, Nicolas Sarkozy y Barack Obama empezaron a planear grandes viajes a África. Seguro que los presidentes de Francia y Estados Unidos tenían prioridades más urgentes que ir a un continente marginado desde hace mucho en los asuntos mundiales. Pero ese curioso ejercicio de “hablar con África” fue la oportunidad perfecta para que ambos jefes de Estado occidentales demostraran que encarnaban a la perfección lo que habían dicho: un liderazgo independiente de los convencionalismos habituales. Así pues, nuestros dos invitados vinieron y se presentaron como amigos del continente, incluso con un afecto tan profundo que no les daba miedo decir en voz alta las verdades desagradables sobre África que suelen reservarse para susurros en privado. Como el caballero que da una lección afectuosa al mendigo antes de soltar una mísera moneda en su platillo, llegaron a África con una sensación innata de superioridad. Su sentimiento derivaba, por supuesto, de la convicción de que habían hecho todo lo posible para no estropear las cosas, al contrario que los mendigos, los propios países africanos. Obama y Sarkozy, por lo visto, estaban torturados por el deseo de devolver la razón a las naciones más irresponsables del mundo.

¡Pero qué forma tan desvergonzada de reescribir la historia! Desde luego, Obama se mostró muy educado en el viaje que hizo el año pasado a Ghana. Pero incluso a él hubo que recordarle hasta qué punto los Estados Unidos de la guerra fría habían empujado a muchos países hasta convertirlos en los Estados fallidos actuales. Ahora bien, de los dos presidentes, Sarkozy es sin duda el que más reproches merece. Porque nunca, en los anales políticos modernos, ha habido una sinergia tan poderosa e inseparable entre Francia y su antiguo imperio. En cuanto se dio cuenta de que la descolonización era inevitable, París tramó una obra maestra de genialidad política: comprometerse a todo lo que fuera necesario al retirarse de África y hacerlo de manera que, en realidad, no tuviera que moverse ni un centímetro.

El fiel asesor del general Charles de Gaulle, Jacques Foccart, fue el arquitecto de este ardid neocolonial. Sus métodos eran sencillos: colocar a unos políticos africanos en los que se confiara –algunos con la nacionalidad francesa– como jefes de esos 14 nuevos Estados y mantener un firme control francés de sus recursos naturales. Era un sistema que, de forma natural, engendraba corrupción e inestabilidad, y que no podía perdurar sin que hubiera terribles violaciones de los derechos humanos. Pero no importaba. Los nuevos dictadores de África podían respirar tranquilos. Gracias a sus casi 60.000 tropas en el continente, el Ejército francés podía acudir en su ayuda en cualquier momento, y ya se había comprometido a hacerlo como parte de unos acuerdos de defensa en los que ciertas cláusulas fundamentales permanecían sin revelar. El servicio secreto galo también estaba dispuesto a encargarse, en caso necesario, de liquidar a los rivales más temibles de los dictadores. La lista de figuras africanas de la oposición que pereció de esa forma es increíble.

La verdad es que el mayor fallo del modelo francés no fue que existiese, sino que sobreviviera sin vergüenza a la guerra fría. En su momento, cuando Moscú y Washington se comportaban de forma aún más salvaje en sus respectivas esferas de influencia, la intervención de París en África parecía relativamente benigna. Hoy, en cambio, sería inimaginable ver al primer ministro británico entrometiéndose en la sucesión del jefe de Estado de Ghana o de Kenia. ¿Y a Sarkozy? Hizo exactamente eso cuando Ali Bonko venció en las disputadas elecciones presidenciales de Gabón, con el apoyo del presidente francés, para suceder a su padre. No es extraño: este último había llegado al poder instalado por De Gaulle en 1967. Y también Jacques Chirac respaldó al hijo del general Gnassingbé Eyadéma en Togo en 2005.

Es lo que pasa siempre: Francia desestabiliza y destruye los países africanos, como si no hubiera cambiado nada en el mundo. De todas las antiguas potencias coloniales europeas, Francia es la única que se niega a descolonizar. Y los países que han rechazado esa amistad con París –Vietnam, Madagascar, Camerún y Argelia– han pagado su libertad con muchos centenares de vidas.

Pensemos en Níger, donde Francia no se conforma con extraer uranio del país a precios de Tercer Mundo; lo hace en unas condiciones de explotación tales –está acabando con las aguas subterráneas– que la agricultura se ha convertido en algo imposible en esta nación campesina. Con una obsesión suicida por cubrir el 40% de las necesidades de uranio de Francia, Níger es quizá el segundo productor mundial, pero es al mismo tiempo uno de los países más pobres del planeta. Y a París no le interesa que cambie la situación; en su tiempo corrieron muchos rumores de que el servicio secreto francés había derrocado al primer presidente del país, Hamani Diori, en 1974, después de que dijera que su país no sacaba ningún beneficio de la extracción del mineral. La inestabilidad actual de Níger –tres golpes de Estado desde 1996 y una rebelión interna constante– está directamente vinculada al imperativo francés de controlar su recurso estratégico.

 

REGÍMENES CAUTIVOS

Durante años, muchos creyeron que esta Françafrique era ya un anacronismo, que acabaría por desvanecerse y morir de muerte natural. Pero, no se sabe cómo, el matrimonio sigue funcionando, en Gabón y Chad, Níger y la República del Congo, sin coacciones aparentes. París se conforma con manejar los hilos desde atrás de tal forma que ninguna revuelta popular podría tener como blanco de sus ataques su participación.

Por el contrario, los dirigentes galos han hecho todo lo posible para alimentar una profunda e intensa complicidad emocional en sus homólogos africanos. En sus memorias, Foccart insistía en la importancia de mantener unas estrechas relaciones personales con los líderes africanos, mucho más allá de lo que exigía el protocolo. A De Gaulle le irritaba que Jean-Bédel Bokassa, de la República Centroafricana, siempre lo llamara “papá”, pero se contenía, seguramente para no poner en peligro el suministro de maderas tropicales y diamantes a Francia. Se decía que los africanos se sentían más cómodos con Chirac, que era menos esnob con la comida, e incluso aficionado a los chistes subidos de tono; es decir, un hombre no demasiado complicado.

Esta filosofía se apoya en la molesta noción de que los africanos, “alegres por naturaleza”, como dijo una vez Chirac, no son más que niños grandes. Esa supuesta inmadurez autoriza a Francia a actuar de forma tan antidemocrática en África que su comportamiento sería inimaginable en casa. Por desgracia, mi continente no tiene que imaginárselo, porque lo vivimos cada día, con cada ciudadano pobre al que le falta educación, atención sanitaria o incluso, a veces, un cuenco de arroz para comer. Francia, mientras tanto, está saciada.