La cultura ‘underground’ en Bielorrusia.

 

El encuentro es en un barrio alejado del centro de Minsk al que se llega tras un largo trayecto en trolebús. Unos jóvenes activistas de la oposición me conducen hasta el lugar donde se represen­tará una obra de la compañía Free Theatre, que actúa en la clandestinidad desde su formación en 2005. Sus espectáculos están prohibidos en Bielorrusia por criticar la política de Alexander Lukashenko, y tienen que reunirse en una pequeña casa que hace de escenario. Paredes blancas, las persianas cerradas, una bombilla y colchonetas en el suelo para unas decenas de espectadores son los recursos con los que cuentan sus miembros, la mayoría de los cuales ha pasado por prisión y ha perdido sus antiguos empleos o la plaza en la Universidad. “A veces ha ocurrido que a la vuelta de un festival internacional donde hemos recibido brillantes críticas algún actor tiene que vender patatas en el mercado”, explica Nikolai Khalezin, cofundador de Free Theatre junto a Natalia Koliada. Hablan de la censura, la desaparición de disidentes y la libertad, con espectáculos elogiados en el extranjero y apoyados por importantes es­critores europeos. “La situación cultural no es sólo mala, es realmente horrible. Como en los 70 en la URSS. El control del Estado es tanto ideológico como financiero”, continúa Khalezin. En varias ocasiones, la policía ha detenido a los actores y asistentes durante el transcurso de una de sus representaciones.

En Bielorrusia, todos los teatros y museos, así como la gran mayoría de centros culturales, son estatales. No hay es­pacio para el arte ni la información alternativa. Los partidos y movimientos opositores no tienen cabida en los medios de comunicación –salvo los 30 minutos en televisión permitidos a sus candidatos en la campaña electoral– y cuentan con dos periódicos en bielorruso legalizados hace unos meses: Nasha Niva y Narodnaya Volya. El resto de medios no oficiales y películas independientes se consiguen de mano en mano o gracias a Internet. Siguiendo la más oscura tradición so­viética, la KGB vigila a los periodistas, activistas y artistas más díscolos, a los que de vez en cuando realiza llamadas de atención. “¿Si la situación es mejor ahora? Mira dónde tene­mos que actuar… Al menos no han matado a nadie. En ese sentido, si se quiere, puede ser mejor”, responde con ironía el director artístico de Free Theatre.

2006 es considerado un annus horribilis porque la sombra de las elecciones presidenciales hizo que cualquier grupo disidente fuera reprimido. El documental A lesson of Belarusian (Una lección de bielorruso) recibió los aplau­sos de la crítica europea al mostrar la realidad de un país aislado que se encuentra a las puertas de la Unión Europea. “Fue muy difícil rodar en aquellas circunstancias”, recuerda el director polaco Miroslaw Dembinski. “No pedí acredita­ción, entré en Bielorrusia como un turista; si no, la policía te controla y te impide hacer tu trabajo”. El filme mues­tra la historia real de Franak Viacorka, joven activista y estudiante de un instituto underground, el único en lengua bielorrusa, cuyo padre fue encarcelado antes de los comi­cios. “Lukashenko ilegalizó la escuela y tenían que reunirse de forma clandestina para recibir sus clases”, apunta Dembinski, quien comprobó el poder de la presión estatal. “Allí recordé los tiempos de la Ley Marcial en Polonia. La policía rodeó la casa donde vivía el cámara y golpeaba la puerta. Esta­ba muy asustado. Me llamó y me preguntó qué podía hacer. No sabía qué aconsejarle y le dije lo que me decían a mí: No abras”. Al final fue detenido durante dos horas y les requisaron el equipo.

Ante las barreras gubernamen­tales, Internet es la vía de escape. Medios digitales, Skype, redes socia­les y blogs intentan sortear la censu­ra desde el ciberespacio. La Agencia Independiente de Información Cultural (www.tif.by) va más allá de los estándares oficiales y transmite una visión crítica de la situación artística. “La actual política cultural de poder vertical es improductiva, por eso las víctimas de esa política son todas las personas creativas que piensan de manera independien­te”, señala Aliaksey Fedarau, supervisor del proyecto y uno de los artistas jóvenes más conocidos, con obras de explícita oposición, que le han llevado a ser arrestado en seis ocasio­nes. “Es necesaria la integración en el proceso europeo, el intercambio productivo, la participación de autores en ex­posiciones internacionales. Esos cambios podrán devolver a Bielorrusia al mapa cultural de Europa”. Cultura que parece no preocupar demasiado a Alexander Lukashenko, el padre de la nación, quien no habla bielorruso, ya que lo considera un idioma menor y ha impuesto una profunda rusificación en todas las esferas de la sociedad.