Son una minoría: el 15% de los 1.500 millones de musulmanes que hay en el mundo. Pero la creciente afirmación de Irán como una potencia chií en Oriente Medio y su ascenso al poder en Irak parecen haberles devuelto el orgullo tras siglos de represión y desprecio.

"Son otra religión dentro del islam"

No en el dogma. Pero sí en la doctrina. Tanto chiíes como suníes, pertenezcan a la corriente a la que pertenezcan, creen en la omnipotencia de Alá, la infalibilidad de Mahoma y en el advenimiento del juicio final. Sin embargo, la doctrina propia desarrollada por los chiíes, su concepción de la vida y, sobre todo, la jurisprudencia y la interpretación de los textos sagrados han transformado al chiismo en algo más que una secta del islam.

La escisión en la religión mahometana se remonta a las horas que siguieron a la muerte del profeta sobre las rodillas de su adorada Aisha, un caluroso día del año 632. El pequeño grupo de fieles descubrió que el enviado de Alá no había establecido instrucciones precisas para su sucesión al frente de la comunidad musulmana y el emergente Estado. De la disputa surgió un grupo, los shíatu Ali (partidarios de Alí), que reclamaron tal honor para el primo y yerno de Mahoma. El triunfo fue, no obstante, para quienes defendían la candidatura de Abú Bakr, uno de los primeros conversos y director de la oración preceptiva de los viernes, que ya actuaba como califa (sucesor) desde que el profeta enfermara.

Los seguidores de Alí (chiíes) se apartaron entonces de la comunidad. Al principio, sólo como una facción política, sin distinción doctrinal o religiosa. Pero en los años siguientes, la evolución del califato suní y la reformulación de algunas de las enseñanzas recitadas por Mahoma a los memoriones motivaron que los chiíes comenzaran a distanciarse en cuestiones doctrinales y a ahondar en sus críticas políticas. La ascensión final de Alí al frente de la comunidad y su asesinato a manos de un suní en la mezquita de Kufa (actual Irak) culminaron la escisión (fitna).

Los chiíes se convirtieron así en los parias del emergente islam, que se propagaba con celeridad hacia el Este y el Oeste. No era un movimiento organizado ni uniforme, sino más bien un sentimiento compartido. De vez en cuando se aglutinaba en torno a una figura destacada, pero sus principios y fundamentos variaban de grupo en grupo, de aldea en aldea. Fue en este tiempo cuando el contacto con comunidades cristianas y zoroastristas superficialmente islamizadas introdujo conceptos como la ocultación y el retorno, claves para la transformación del chiismo en corriente. Más de un siglo después, los propios chiíes se escindieron. En el año 756 falleció Yafar al Sadiq, el sexto imam descendiente de Alí. Su hijo y sucesor se llamaba Ismael. Pero por razones no suficientemente bien conocidas –quizá por su alianza con el extremismo–, el primogénito fue desheredado a favor de Musa al-Kazim. Los que reconocieron los derechos de Ismael se convirtieron en ismaelíes o septimanos. De ellos emanarían después grupos como los hashashim, inventores en el siglo XII del atentado suicida, o los actuales drusos libaneses. El resto son conocidos como duodecimanos, mayoritarios en la actualidad.

Se instalaron en la antigua Persia y en los últimos 200 años, proporcionalmente, han crecido más que los suníes. No exentos de conflictos internos, han desarrollado una doctrina propia que ha culminado con la formulación de la república islámica teocrática que fundó el ayatolá Jomeini en Irán, espejo para la mayoría de movimientos chiíes actuales. Un proceso que, según el historiador William McNeil, es comparable a la reforma protestante en Europa.

Chiíes y suníes coinciden en los tres elementos fundamentales de la religión islámica: Tawhid (unidad de Dios), Nubuwa (profecía) y Maad (resurrección). Sin embargo, los seguidores de Alí profesan otros dos preceptos ausentes en la doctrina suní: Adl (la autonomía del individuo frente a la justicia divina) e Imama (imamato). En la definición de las tres primeras, los chiíes introducen, asimismo, pequeños detalles que, sin embargo, no tergiversan el concepto original, sino que lo amplían. En cuanto a la Imama, es el principio que diferencia a chiíes de suníes. Para los seguidores de Alí, la teoría del imam oculto que regresará a finales de los tiempos para restablecer la justicia es prácticamente el numen de su existencia. Incluso llegan a eclipsar con ella fundamentos de la religión como la resurrección, al conceder mayor importancia al retorno del duodécimo imam.

La fisura es igualmente dilatada en cuestiones de jurisprudencia como el divorcio (es más permisivo entre los suníes), la peregrinación (veneración extrema por los lugares santos chiíes) y, sobre todo, en el principio de la taqiya (ocultación de la fe cuando el fiel sienta en peligro su vida), fundamental en el chiismo y clave para su supervivencia frente a la tradicional beligerancia suní.

Existen también diferencias rituales con los suníes, aunque mínimas. La más relevante es la importancia que los chiíes le otorgan a la niyya (intención). Cualquier rito, según éstos, debe realizarse de forma pura, por amor a Dios y no por apariencia social o en espera de retribuciones como el paraíso. La chía permite, además, que la oración diaria, que según el Corán debe realizarse cinco veces al día, pueda quedarse en tres.

"Existe una ‘internacional’ chií"

No. La teoría de un movimiento panchií fue evocada por primera vez en público a finales de 2004 por el rey Abdalá II de Jordania, pero carece de pilares sólidos. El monarca jordano advertía del peligro de una alianza chií que extendería sus tentáculos desde Irán –indiscutible corazón del chiismo– hacia Líbano para así encerrar a Irak y Siria. Un discurso enmarcado en la política vasalla de Jordania, país que, desde su fundación en el albor del siglo XX, no ha dudado en amoldarse a la política de Occidente para sobrevivir. Similar interés mueve a Arabia Saudí, el régimen islámico más retrógrado que existe en la región y numen de los movimientos extremistas musulmanes que azotan el planeta. Baluarte del sunismo radical, el wahabismo que domina en la cuna del islam ha combatido ideológicamente a Irán desde que el chiismo se alzara con el poder en el rico país petrolero. Antes, en el siglo XIX, partidas de beduinos procedentes de Arabia Saudí asaltaron de forma regular las ciudades santas chiíes de Nayaf y Kerbala, razias que, paradójicamente, animaron a las tribus árabes iraquíes a abrazar el chiismo. En 1980, la familia real Ben Saud contribuyó, junto a EE UU, a desencadenar la guerra entre Irán e Irak, y prestó ayuda al entonces dictador aceptado Sadam Husein. Consumada su caída, Arabia Saudí vuelve a mirar con aprensión hacia Mesopotamia, temerosa de que una eventual alianza entre el sur de Irak e Irán proporcione a los enemigos chiíes unas reservas de petróleo capaces de amenazar su supremacía.

Ambas monarquías obvian un factor decisivo: la atomización de la comunidad chií, desperdigada por decenas de países en los que siempre son minoría, excepto en Irán e Irak. Pese a que la ideología y la estructura política de la república islámica fundada por el ayatolá Jomeini es la fuente de inspiración y el modelo de la inmensa mayoría de ellos, todas conservan dos características propias de la edad en la que el chiismo era todavía un movimiento incipiente: preeminencia de la lucha nacional y fidelidad a una figura religiosa destacada. Desde que en 1501 la dinastía Safavid fundara el primer Estado chií de la historia, en las tierras del actual Irán, y los duodecimanos eclipsaran a los ismaelíes, los seguidores de Alí se han repartido por todo el mundo. Existen grandes comunidades en Bahrein y el este de Arabia Saudí, en las montañas de Pakistán, en Afganistán y en el sur de Líbano. Chiíes son la mayoría de los musulmanes que habitan en el subcontinente indio.

La escuela usulí se impuso en el estertor del siglo XIX y fue llevada hasta sus últimas consecuencias por Jomeini. Ahora domina en todo el espectro chií. Sin embargo, las diferencias entre sus discípulos evitan una concomitancia. El mayor disidente es el ayatolá Husein Fadlalá, uno de los fundadores ideológicos del grupo libanés Hezbolá, y guía de una escuela con miles de seguidores desde el propio Líbano a Bahrein, India, Irán e Irak. No reconoce al gran ayatolá Alí Jamenei como sucesor de Jomeini. Instruido en la ciudad de Nayaf, centro del pensamiento chií iraquí, concibió la invasión de Irak como una oportunidad para derrotar a la escuela rival iraní de Qom. En esta lucha interchií deben interpretarse los asesinatos de clérigos chiíes –como el gran ayatolá Mohamed Baqer al-Hakim en agosto de 2003– ocurridos en Irak. Los chiíes tienen, no obstante, un hilo umbilical por el que transitan no sólo las ideas, sino también la financiación y las alianzas: es la ciudad santa iraquí de Nayaf, a cuyo santuario, en el que se venera a Alí, acuden cada año millones de fieles. La peregrinación y el tráfico de cadáveres para ser enterrados en el camposanto a los pies de la tumba del fundador del chiismo ha condicionado históricamente las relaciones entre chiíes y, sobre todo, entre Irak e Irán, como lo hace en la actualidad.

"Los chiíes apoyan a Al Qaeda"

Todo lo contrario. Aparte del conflicto ancestral que los distancia –Al Qaeda es un movimiento eminentemente suní–, ambos arrancan de concepciones contrapuestas, sobre todo en lo referido al controvertido término yihad (guerra santa). Esta palabra procede de una raíz que en árabe significa "luchar o esforzarse", y exige al creyente agotar hasta el último aliento en la batalla contra los enemigos. En un contexto puramente islámico, abarca tanto el combate militar como la pelea del hombre contra las tentaciones.

Tanto chiíes como suníes coinciden en que la lucha contra el enemigo externo no puede ser abrazada hasta completar la yihad del alma contra las tentaciones. Para ambos es, además, el camino hacia la vida, y nunca un vía crucis que conduce a la muerte. Todo soldado de Dios que expire en su ejercicio tiene garantizada la vida eterna en el paraíso. Los clérigos chiíes, sin embargo, dividen en dos la guerra santa. Para ellos existe una yihad ofensiva, definida como la confrontación con los no musulmanes y la invasión de sus tierras por razones no vinculadas ni con la defensa de la tierra ni con una agresión previa. Este concepto fue adaptado por los primeros califas para justificar sus conquistas más allá de las fronteras de Arabia. Desde entonces, las corrientes suníes, en cuyo seno está muy arraigada la noción de Umma (comunidad mundial de creyentes), orientan sus esfuerzos hacia el proselitismo y la propagación del islam allende sus fronteras. Es la premisa que alimentó parte de la ideología del wahabismo saudí y de su interpretación más radical, de la que emana el ideario de Al Qaeda. Su guerra, dice, es global, como la guerra contra el terrorismo de Occidente. En los chiíes, sin embargo, está arraigado el concepto de yihad defensiva, protección legítima y obligada de las tierras del islam cuando media una agresión o invasión enemiga. Por eso, a lo largo de su historia han entablado la lucha armada en el interior de sus Estados, sólo en defensa de su comunidad o de la idea nacional. Los chiíes iraquíes entienden la invasión estadounidense como una agresión contra un tirano y no contra la comunidad de creyentes. Una invasión ilegítima, sí, pero que les ayudó a recuperar su dominio. Por eso, no ha cuajado entre ellos la idea de resistencia, sino la de concomitancia con los intrusos hasta consolidar un poder que consideraban usurpado. Este ejercicio de malabarismo ideológico ha contribuido a ampliar la brecha con los suníes y a abocar al país al precipicio de la guerra fratricida.

"El chiismo facilita separar Iglesia y Estado"

En teoría. No obstante, la ideología desarrollada por el ayatolá Jomeini, ahora imperante entre los chiíes duodecimanos y cimentada en el concepto de Vilayat e-Fiqh (la autoridad en manos del jurista-teólogo), contiene válvulas de seguridad que garantizan la supremacía de los clérigos sobre las instituciones civiles. Cuando en el siglo XIX se consolidó la preponderancia de la escuela usulí sobre la abjarí, surgió una agria polémica en el seno de la primera. En lo único en lo que habían coincidido ambas era que, en ausencia del imam, la legitimidad de los gobiernos sólo puede proceder de la ley común (en árabe urf) antes que de la ley islámica.

Para los chiíes, el Estado perfecto es una teocracia conducida por el imam. A falta de éste, la autoridad terrenal no es ilegítima, pero tampoco es de naturaleza divina.

Desde el principio se reconocieron niveles entre los clérigos. Algunos juristas gozaban de conocimientos limitados, que les capacitaban para ejercer ciertas funciones pero no otras. En el siglo XVIII, diversos intelectuales sembraron la idea de que debía existir un único jurista, más dotado, a cuyo magisterio el resto debía someterse. De hecho, en aquella época el sistema ya funcionaba en esta dirección. En cada urbe, y en especial en la ciudad santa de Nayaf, descollaba un jurista supremo, al que escoltaba un grupo de clérigos, la mayoría modelados de entre sus propios discípulos. Este maestro debía ser respetado e incluso imitado. Sin embargo, su preeminencia expiraba al tiempo que moría.

Jomeini evolucionó y exprimió los límites de esta idea hasta redefinirla completamente. Contradiciendo la ideología medieval, reconfiguró la estructura de poder chií y la convirtió en un sistema legal en el que el jurista-teólogo supremo se convierte en la máxima figura política y jefe del Estado. Su innovador planteamiento sostiene que el clérigo que dirige el Estado no es simplemente el representante del imam esperado, sino algo parecido a su sustituto. Con derecho, incluso, a interpretar la ley islámica fundamental (usul) y no sólo la subsidiaria (furu), como se permitía hasta entonces. Para ello, no dudó siquiera en apropiarse de conceptos de la jurisprudencia suní con el objetivo de afianzar su ideología. Además, logró que su magisterio superara su propio fallecimiento; las fetuas promulgadas por Jomeini –como la sentencia a muerte contra el escritor Salman Rushdie– son aún respetadas. Su sucesor, el gran ayatolá Alí Jamenei, es igualmente marja i-taqlid (fuente de imitación para los chiíes), máximo rango en la estricta escala de clérigos chiíes.

"Irak se convertirá en una teocracia como Irán"

Sí, si se divide. Si la guerra civil estalla definitivamente en toda su crudeza y la división se consolida, el sur de Irak sí podría transformarse en una teocracia similar a la que domina en Irán. Los dos últimos años han visto una sangrienta lucha fraticida también en el seno del chiismo iraquí. La victoria provisional ha sido para la Asamblea Suprema de la Revolución Islámica, el grupo fundado a la vera de Jomeini por el fallecido ayatolá Mohamed Baqer al-Hakim, asesinado en agosto de 2003. Pese a su desaparición, los iraquíes iraníes, imbuidos de la revolución islámica durante más de veinte años de exilio, han conseguido sobreponerse con la ayuda de Teherán. A su discurso político, sagazmente revestido de moderación, se han sumado tanto el partido radical Al-Dawa –el más violento en los años de dictadura– como el influyente e inexperimentado clérigo Múqtada al Sáder, aleccionado a marchas forzadas en los valores del jomeinismo en escuelas de Irán y Líbano.

"Siempre serán los grandes parias del islam"

Ya no. El chiismo, desde su escisión definitiva en tiempos del califato de Alí, ha sido una corriente minoritaria sometida a la represión suní. Como muy acertadamente señala el periodista y escritor polaco Ryszard Kapuscinski en su libro El Sha, "el chií es, antes que nada, un opositor implacable". Sólo en contadas ocasiones, como durante la dominación de la dinastía Safavid en la antigua Persia (siglo XV) y el régimen de los ayatolás en el actual Irán, los seguidores de Alí han logrado desprenderse del yugo suní. En el siglo XVIII, Nadir Sha se valió de tribus afganas para conquistar Mesopotamia y trató, sin éxito, de convencer a los clérigos chiíes de que abrazasen la ortodoxia y transformaran el chiismo en la quinta escuela de jurisprudencia suní. Para ello, convocó un congreso de ulemas y ordenó recubrir de oro la cúpula de la mezquita del imam Alí en Nayaf.

La dominación suní ha sido habitual incluso en los territorios donde los chiíes tradicionalmente han sido mayoritarios, como ocurrió en Irak y actualmente sucede en Bahrein y Azerbaiyán. Fuera de las fronteras de Irán, ninguna comunidad chií ha disfrutado de su propio Estado. Únicamente en India, el Estado de Awadh gozó de libertad durante cerca de un siglo. En Líbano, Afganistán, Arabia Saudí y Pakistán son minorías más o menos sujetas a la sandalia suní. En este último país, se han convertido en la comunidad chií más numerosa del mundo después de Irán, pero la división interna, que se remonta a 1947, evita que puedan asaltar el poder, aunque tengan un relativo peso específico.

Los chiíes han sufrido, asimismo, la marginación social. Tradicionalmente, han poblado el escalafón más bajo en la pirámide económica y se han visto relegados a vivir en el campo o en guetos. Este estatus, unido a los 13 siglos de persecuciones que jalonan su odisea, les ha modelado un carácter peculiar: suelen ser perseverantes, pacientes, con gran capacidad de sufrimiento, desconfiados, determinados y fieros. Incluso despiadados cuando se les han instado al combate. Y con ciega vocación por el martirio, ya que sus fundadores perecieron asesinados. Extinguidos, gracias a la pujanza de Irán, los tiempos en que debían ocultar su fe para no ser atacados, aspiran a un renacer que les conduzca a su época más dorada.

Son una minoría: el 15% de los 1.500 millones de musulmanes que hay en el mundo. Pero la creciente afirmación de Irán como una potencia chií en Oriente Medio y su ascenso al poder en Irak parecen haberles devuelto el orgullo tras siglos de represión y desprecio.