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Un hombre trabajando en una fábrica metalúrgica en Alemania. Robert Kneschke/fotolia

Cumplir 60 años no es hacerse viejo, sino conservar la salud y las fuerzas necesarias para seguir trabajando, disfrutando, invirtiendo e innovando durante muchos años más.

Para muchos, la primera imagen que viene a la mente de una persona mayor es puramente paternalista: ven ancianos dependientes, bien sea de las pensiones y las residencias del Estado o de los cuidados de sus familias. Naturalmente, algunos de los mayores de 60 años, cuando además coincide que son economistas, se extrañan y se indignan a partes iguales. Se extrañan porque ellos siguen trabajando, y quizás lo harían más si les dejaran, y se indignan porque miran los datos y entienden que las premisas con las que cuestionan su vitalidad y sus capacidades son falsas. José Antonio Herce, senior advisor y socio externo de la consultora Analistas Financieros Internacionales, es uno de ellos.

Según él, “la esperanza de vida [que en Europa alcanza los 78 años y medio] aumenta a una velocidad fabulosa -nada menos que cinco horas más cada día que pasa- y los estudios gerontológicos nos muestran que la salud y la forma física y mental que disfrutamos a nuestros 65 años no tienen nada que ver con las de nuestros padres a esa misma edad”. Un estudio detallado en Japón confirma que una persona de 75 años hoy está prácticamente igual que una de 65 hace dos décadas, mientras que la OCDE matiza que la salud física e intelectual empieza a declinar intensamente con 73 años. En muchas ocupaciones, apunta la misma institución internacional, los mayores son más productivos que los jóvenes gracias a sus conocimientos y experiencia.

Con más de 70 años, el arquitecto Frank Gehry diseñó su emblemático Museo Guggenheim de Bilbao, Mario Vargas Llosa firmó su obra maestra La fiesta del chivo, que lo terminó de conducir al Premio Nobel, Donald Trump asumió la frenética presidencia de Estados Unidos y George Soros se ha convertido, desde sus fundaciones, en el principal adversario de todo lo que representa el actual inquilino de la Casa Blanca. En un plano distinto, pero que dice más de la evolución de nuestra forma física, Gianluigi Buffon, el mejor portero de fútbol de la historia, sigue en activo con 41 años y ganó su último gran premio internacional, The Best FIFA Goalkeeper, con 39.

En parte por eso, apunta Herce, “resulta totalmente absurdo hablar de la edad de jubilación en los términos de antes y obligar a la gente a retirarse a los 65 o 67 años como si todos fuésemos mineros o hubiéramos estado expuestos a trabajos de un deterioro físico enorme”. Es más, añade, “al forzarlos a la jubilación o, peor aún, a la prejubilación, hacemos que se sientan menos útiles y, de paso, agravamos las consecuencias económicas de que no nazcan suficientes niños”. No se necesitan muchas fórmulas matemáticas: si los mayores siguen trabajando, siguen produciendo y facilitan la financiación del sistema público con sus impuestos, con la riqueza que generan invirtiendo y consumiendo y, por último, con la percepción de pensiones más reducidas.

 

Dividendos perdidos

Algunos analistas van más allá. Es el caso de Iñaki Ortega, director de Deusto Business School en Madrid y coautor de La Revolución de las Canas, un libro sobre la economía de la longevidad. Según Ortega, “debemos situar el no abandono o la reincorporación de los mayores de 60 años a la fuerza laboral en los mismos términos que el dividendo demográfico que supusieron la incorporación de la mujer y la de tantísimos inmigrantes al mercado laboral”. Según BNP Paribas Cardif, en 2020, los mayores de 65 años representarán más del 40% del consumo mundial. El porcentaje de emprendedores es “superior”, según Ortega, entre los mayores de 60 que entre los menores de 30.

Una de las objeciones que más se han repetido contra la permanencia de los mayores en activo es que actuarían de tapón para las nuevas generaciones. Los jóvenes no podrían ascender hasta la cima porque los mayores, con sus contactos y su influencia, no los dejarían. Algunos hasta se atreven a hablar de una lucha de generaciones casi al viejo estilo de la lucha de clases.

Y así denuncian no sólo el bloqueo de la cima, sino también los privilegios con los que cuentan los veteranos en los mercados laborales duales (divididos entre trabajadores temporales jóvenes sin apenas derechos y trabajadores indefinidos mayores con todos los derechos garantizados) y la percepción de unas pensiones públicas insostenibles de las que las nuevas generaciones jamás disfrutarán. En España, cada jubilado percibe, de media, un 44% más de lo cotizado.

Cabe preguntarse si, por ejemplo en España, la dualidad del mercado laboral debe atribuirse a los mayores cuando son tantos los menores de 45 años que disfrutan de un contrato indefinido similar al de los veteranos. Quizás habría que mirar, más bien, a una regulación lamentable que, de paso, contribuye a desechar a muchos profesionales competentes con 55 años o más, a los que se trata como si fuesen incapaces de producir, aprender, innovar o adaptarse a las dinámicas de nuevos equipos. En segundo lugar, hay que cuestionar qué parte de ese 44% de sobrerretribución de los pensionistas se ahorraría en España y en otros lugares si la edad de jubilación se retrasase en consonancia con la nueva forma física e intelectual que tenemos. Finalmente, señala Iñaki Ortega con datos de la OCDE, “ya es hora de reconocer que los países que dan más empleo a los mayores [como, por ejemplo, Islandia, Nueva Zelanda, Suecia, Japón y Suiza] tienden a ser los que más empleo dan a los jóvenes”.

En cuanto al tapón antijuventud de los puestos de dirección, José Antonio Herce admite que algo de eso hay en algunos cargos de la Administración Pública y en los principales sillones de poder de muchas multinacionales cotizadas. Por eso, cree que deberían articularse “mecanismos para que los mayores pudieran seguir cumpliendo un papel importante, como asesores influyentes de la compañía por ejemplo, y permitieran que los jóvenes hicieran las cosas a su manera y se dirigieran a unos consumidores y una sociedad que se parecen más a ellos”. Iñaki Ortega aconseja, en este sentido, medidas como “flexibilizar los contratos para que, a determinadas edades, se pueda trabajar a otro ritmo y el salario resultante se compatibilice con una parte de la pensión”.

Por supuesto, también está en manos de los jóvenes hacer algo más que esperar la ansiada sucesión. Pueden apostar por las empresas e instituciones que favorezcan su presencia y empuje y fundar sus propios negocios para no depender de unas carreras profesionales precocinadas y que no se corresponden con su legítima ambición de crecer. Aquí debería ser muy importante crear las condiciones para que miles de jóvenes no queden atrapados durante años en las redes de la precariedad y las consecuencias indirectas del fracaso escolar. Sin esto, es muy difícil crecer, emprender y aspirar a liderar un proyecto, porque les faltan los recursos financieros, la formación y, después de tanto vapuleo, también la autoestima.

 

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Una azafata de 81 años trabajando en America Airline. (ERIC BARADAT/AFP/Getty Images)

Eclipse

De todos modos, los menores de 40 años han recibido una atención desproporcionada en comparación con los mayores de 60. Y eso ha ayudado a que el consumo y la capacidad de inversión potenciales de los mileniales hayan eclipsado el consumo y la capacidad de invertir que, de hecho, tienen sus padres. Si sumamos este eclipse y la concepción de los mayores como una clase pasiva, homogénea (¿en qué se parece un ciudadano de 60 años a otro de 80?) y dependiente, entonces no sorprende tanto que el mercado de ocio, inversión y consumo del que deberían disfrutar sea tan decepcionante.

No es una exageración. Iñaki Ortega considera “mediocre y poco adaptada a sus necesidades” la oferta de productos para mayores, mientras que Herce recuerda que éstos “necesitan algo más que reclamos publicitarios de ancianos paseando por la playa”. Un informe de la Comisión Europea en 2018 reconoce que los proveedores de productos y servicios para la población de 50 años o más “no entienden completamente sus hábitos de compra diferenciados” y tampoco “las implicaciones que tiene este creciente segmento del mercado para sus productos y servicios”.

Es una miopía notable. Eran 199 millones de europeos en 2015, representaban el 39% de la población, su consumo alcanzó los tres billones y medio de euros y dieron o mantuvieron el empleo de 78 millones de personas. Un auténtico elefante (¿invisible?) en la habitación. Es verdad, sin embargo, que la Unión Europea emplea un concepto de “mayor” que no se corresponde en absoluto con el de muchas sociedades de los países desarrollados, incluidos algunos comunitarios, que nunca llamarían así a una alta directiva de 55 años ni esperarían de ella unas necesidades especiales por razón de su edad avanzada.

Dicho esto, el informe resulta interesante porque identifica ocho áreas de negocio de alto potencial para las empresas que apuesten por este segmento: los servicios sanitarios digitales (que abren las puertas, por ejemplo, a los datos masivos y a la atención médica vía teléfono móvil), el diseño de asistentes robóticos domésticos, nuevos sistemas para monitorizar la salud (si alguien vive solo y es muy mayor, sus parientes, médicos o enfermeras pueden tener acceso a su evolución si acepta ponerse, por ejemplo, una pulsera), casas conectadas e inteligentes, wearables que acompañen y fomenten una vida activa y saludable, un sector turístico adaptado, unas universidades adaptadas y el desarrollo de coches sin conductor.

La identificación de estos sectores dice mucho del punto en el que nos encontramos. Aunque los prejuicios que confunden a los mayores con ancianos incapaces de conducir no han desaparecido, al menos se empieza a reconocer su excelente adaptación digital. Ya era hora. En un sondeo reciente, apreciamos con claridad que no existen apenas diferencias en la penetración de los principales dispositivos móviles (smartphones, tabletas, e-readers, wearables y asistentes domésticos virtuales) para los colectivos de 50-59 años y 60-69 años en Estados Unidos. Un informe de KPMG muestra que los baby boomers americanos, que tienen entre 63 y 81 años, podrían haber superado ya a los mileniales tanto en la frecuencia como en el importe medio de sus compras por Internet.

El debate sobre la contribución financiera de los mayores está trufado no ya de fake news sino directamente de argumentos falsos. Subrayar su aportación económica no subestima ni menosprecia su aportación social como personas y seres queridos que son. La prolongación de la edad de jubilación no pretende restarles derechos, sino responder a la extraordinaria noticia de su buena salud y superior esperanza de vida. Es tan garantista el derecho a retirarse como el derecho a seguir trabajando a otro ritmo si las fuerzas, como suele ocurrir, lo permiten de sobra. Enmarcar la discusión en una absurda lucha generacional sólo embarra el terreno de juego con ideología e impide articular soluciones concretas como el diseño de nuevos contratos con horarios flexibles, nuevos tipos de pensiones y nuevas soluciones de formación y reciclaje para los que rebasan los 65 o 67 años.

Los mayores merecen más reconocimiento por su capacidad y menos paternalismo buenista. No son los cuidadores vocacionales de sus nietos. O no sólo. Deben ser lo que ellos decidan con su trabajo, ingenio, ocio e ilusión en todos los años de buena salud que les quedan por delante. Cuando llegue el momento de parar las máquinas, la sociedad, las familias y el Estado del bienestar tendrán más recursos para cuidarlos. Y los cuidarán.