El músico serbio Goran Bregovic y su banda actúan en Budapest, Hungría, agosto de 2008. Atilla Kisbenedek/AFP/Getty Images
El músico serbio Goran Bregovic y su banda actúan en Budapest, Hungría, agosto de 2008. Atilla Kisbenedek/AFP/Getty Images

La desintegración de Yugoslavia ha ayudado a poner etiquetas nacionales a los grupos musicales en el sureste europeo.

¡Oooopaaa! grita la cantante con los labios pintados de carmín. Mientras tanto, Bora, el recolector de plumas, destroza dos vasos de vino sobre la mesa. La cantante entona su melodía y el delirio llega a la kafana. Son escenas repletas de confusión, de íntima melancolía, a pecho descubierto, con lágrimas en los ojos. Las risas nerviosas de los clientes, narcotizados por el tabaco, frente a la coreografía arrebatadora del alcohol, la saliva y la sangre en las manos de Bora. Probablemente, Skupljači Perja no solo sea la primera película de gitanos, sino también la más intensa de la filmografía yugoslava. Son escenas seductoras. Provocan. Hipnotizan. Tienen suficientemente carga dramática y estética como para no dejar a nadie impasible. Realismo puro manchado de barro de la Vojvodina, los carros de madera y niños que fuman en pipa. Un viaje desde el desencanto, como recita el himno roma, hasta el júbilo más subversivo: "¡Arriba, gitanos!, ahora es el momento, venid conmigo los roma del mundo".

La música siempre fue un instrumento para despertar los sentidos, pero también la música roma logró en los Balcanes ser un vehículo de confraternización entre personas de origen diverso. Paradigma de una simbiosis con el público que atrae, incluso ahora, tanto por su frenesí, como por su desapego a los códigos, a los miles de personas que abarrotan el festival de Guča (Serbia), máxima exhibición del arte de la trompeta, o a aquellos que asisten a los diferentes conciertos que se celebran en toda la geografía continental, de bandas como Shantel, Mahala Rai Banda, Kočani Orkestar, Fanfare Ciocărlia o Kal. Por ser patrimonio gitano, se convirtió en patrimonio de todos. Esma Redžepova, desde los años 50, Ljiljana Buttler desde los 70, Boban Marković y Slobodan Salijević, durante los 90, o Šaban Bajramović desde los 80, pero, sobre todo, desde 2000, rememoraron en el sureste europeo el papel de los antiguos trovadores gitanos de la época de dominación turca, superando, incluso, según el caso, las divisiones étnicas entre nacionalidades yugoslavas en favor de una música que, porque era gitana, parecía ajena al nacionalismo, aunque también fuera utilizada por él mismo, porque ese fue el talante y también el salvavidas para la supervivencia local de la comunidad roma.

Forma parte de la cultura popular esa asociación entre los Balcanes y el mundo roma, que tan bien ha sabido rentabilizar el cine de Emir Kusturica o la puesta en escena del músico Goran Bregović, y demás representantes de lo que era el barrio más gamberro de Sarajevo, Koševo, pero sería injusto, en cualquier caso, reducir el inmenso talento de la música balcánica al mundo gitano. Lo que muchos han definido como la gitanización (ciganizacija) de la música balcánica, asienta la diversidad cultural local en la periferia europea no solo por su extraterritorialidad, sino también por la imagen estereotipada y negativa que se tiene tanto de los Balcanes como de las comunidades roma que se extienden por toda Europa. Precisamente, el concepto de música balcánica se ha ido desprestigiando dentro de sus fronteras naturales, a la vez que se potenciaba su exotismo fuera de ellas, situándose en una cierta lejanía incivilizada, desnaturalizándose como reunión de todo tipo de géneros y restando visibilidad a su riqueza artística local. De hecho, se da la paradoja de que el concepto de "música balcánica" es un término que ahora es más utilizado fuera que dentro de los Balcanes.

El éxito de la música roma, por otro lado, lejos de ser un estímulo para la internacionalización del producto local, coincide, desde hace más de dos décadas, con un proceso de parcelación de la cultura balcánica entre nacionalidades. Las independencias y la creación de mayorías étnicas en cada una de las repúblicas ex yugoslavas solo ha ayudado a poner etiquetas nacionales a los grupos musicales, como también a los géneros que practican. La sevdalinka cada vez está más asociada a los bosníacos, cuando es parte del legado otomano, árabe o sefardita en toda la región; la tamburitza es motivo de divisiones entre serbios y croatas, cuando su origen es balcánico, eslavo e, incluso, persa; el čoček entre búlgaros y macedonios, cuyos orígenes son militares y otomanos; o la starogradska muzika entre serbios, macedonios y búlgaros, cuando sus raíces parten de la burguesía urbana de casi toda la región. Existe otro efecto secundario con la nacionalización de la música: por ejemplo la klapa y la ganga son géneros propios del ámbito rural croata, que parecían condenados a desaparecer, pero que han crecido en popularidad al calor de la croatización de Croacia; géneros, en cualquier caso, apátridas, que han adquirido una simbología nacional que no necesitan y que restringen su popularidad. Cada uno de los Estados de la región han buscado reivindicar como propios géneros musicales que surgieron con una vocación integradora. Una recomendación al respecto es el documental ¿De quién es esta canción? de la directora y productora Adela Peeva, quien se encuentra con la disputa entre turcos, griegos, albaneses, serbios, bosníacos y búlgaros por apropiarse nacionalmente una canción cuyo orígenes discutible y que, en cualquier caso, parece remontarse, de nuevo, a los tiempos del Imperio Otomano. Tal vez el ejemplo más clarividente de esta tendencia, así como de la crisis de identidad y valores que sufrió la región, es la aparición durante los 90 de subproductos de baja calidad, como también pasó en otros países europeos, como el turbofolk en Serbia, el skiladiko en Grecia, la chalga en Bulgaria, el manele en Rumanía, la tallava en Albania o el arabesk en Turquía, cuando en realidad la fórmula de sintetizadores, letras tradicionales y repetitivas, y una puesta en escena chabacana son el resultado de la frivolización de la cultura y de la instrumentalización nacionalista de la colosal, y muchas veces no reconocida convenientemente, herencia oriental en todo el sureste europeo.

Aquellos que han buscado, sin embargo, un producto balcánico en toda su extensión geográfica y cultural, dejándose llevar por influencias externas, incluso revitalizándolas, han logrado acercarse a un público más amplio dentro de los Balcanes, sin dejar por ello de ser identificados como nacionales de cada una de las antiguas repúblicas yugoslavas. Hay grupos que, desde otros géneros, promueven los ritmos de la región, como Dubioza Kolektiv, encuadrados en el estilo ska; Amira Medunjanin, conocida como la "Billie Holliday de los Balcanes" o la "diva del blues balcánico"; Haris Džinović, custodio de la música folk moderna; Parni Valjak, decano del mejor rock yugoslavo; o Vlatko Stefanovski, máximo exponente del rock étnico y el jazz a nivel de toda la región, por citar solo algunos ejemplos que no deben de pasar por alto que el rap, el rock alternativo o la música electrónica también son permeables a otros géneros, como se viene demostrando en la nueva escena local de Sarajevo, Belgrado, Skopje o Zagreb. No obstante, todas estas propuestas musicales, fuera de los márgenes de la música balcánica, tal como se promociona ahora por los festivales internacionales, no tienen la repercusión merecida.

La desaparición de Yugoslavia obligó a las personas a afirmarse nacionalmente, generando la paradoja de que al mismo tiempo que la música gitana se popularizaba, adjudicándose la condición de música balcánica por excelencia, los locales de música en directo de la región se estigmatizaban entre la música folk-nacional y bares con clientela urbana y cosmopolita que escuchan música internacional. Aquellos que han apostado por el legado yugoslavo pueden confirmar que en el mestizaje balcánico se encuentra una fuente infinita de inspiración, como también de éxito para la convivencia cultural al margen de fronteras y grupos étnicos. La música debería salir al paso de las divisiones creando lazos inquebrantables no entre naciones, sino entre personas. Aquel que haya estado en la celebración de una boda en la región sabe que la música gitana se vuelve balcánica no por gitana sino por balcánica. Eso es lo que deberían revindicar todos los ritmos de la región, la reunión entre personas sin banderas nacionales alzadas al viento, y sin que tampoco sea necesario convertirse en el gitano Bora para desgarrarse la camisa una noche en la que la música y la nostalgia enloquecen a cualquiera. Talento balcánico en estado puro para todos los sentidos, para todo el mundo, talento para superar el nacionalismo. Talento al fin y al cabo.