El conflicto por el ganado agrava las guerras interétnicas africanas.

 

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Detrás de un gran conflicto suele haber un gran recurso. Normalmente se lucha por tierra, por oro, por petróleo o por minerales. Sin embargo, en algunas zonas del mundo lo que más inflama la violencia es la posesión de reses de ganado. Ese anacronismo, que parece fuera de lugar en una economía global apartada de sus fundamentos tradicionales, no puede desdeñarse como una rémora que solo ha persistido hasta nuestros días a causa de un azar marginal. La sangre vertida en nombre del ganado es la base de conflictos latentes y venideros a los que el mundo habrá de enfrentarse tarde o temprano.

Los robos de reses entre grupos étnicos enfrentados, y las violentas represalias que originan, son uno de los principales factores de desestabilización en proyectos nacionales tan recientes como Sudán del Sur. Mientras que en países limítrofes, como la República Democrática del Congo, la violencia se perpetúa en parte por el control del coltán, esencial para la manufactura de teléfonos móviles y otros dispositivos de alta tecnología, las reses son el recurso que en mayor medida enfrenta a las comunidades del último Estado africano. Sudán del Sur se ve así lastrado por la violencia en una tierra donde el ganado no solo es el sustento de muchas etnias, sino también el centro de su cultura y su estatus social, a la par que la moneda en la que se consuman sus transacciones comerciales y el pago de las dotes matrimoniales. Naciones Unidas calcula que solo en el remoto Estado de Jonglei, al este del país, unas 180.000 personas necesitarán ayuda para mitigar las consecuencias de la oleada violenta relacionada con el saqueo de ganado.

Los robos de reses y los enfrentamientos relacionados con los mismos no son un fenómeno reciente, pero sí lo son los métodos y los medios empleados. Las ametralladoras AK47 han desplazado a los palos y las lanzas. El dinero necesario para esta modernización de los arsenales no siempre se obtiene en el mercado local, sino que puede derivar de operaciones de recaudación de fondos organizadas por las diásporas étnicas en países como Estados Unidos, tal como se descubrió tras una masacre perpetrada en enero en Sudán del Sur. Gracias al aumento de la capacidad armamentística, la escala de la violencia ha aumentado exponencialmente, mientras que las represalias han degenerado hasta estandarizar el ensañamiento con las tribus rivales, la quema de aldeas y el secuestro de mujeres y niños, rebasando los cauces del conflicto tradicional.

En tanto que nación recién nacida, Sudán del Sur goza de visibilidad en los medios de comunicación y, por ello, la sangre vertida llega a las pantallas de todo el mundo. Pero este tipo de violencia endémica se extiende por buena parte de la región con creciente regularidad. Al menos 52 personas fueron asesinadas en un solo ataque acaecido en Kenia en agosto como resultado de una disputa por el derecho al uso de tierras de pastoreo entre dos etnias enemistadas. El episodio se prorrogó a principios de septiembre, dando lugar a represalias que dejaron tras de sí otras 38 víctimas mortales.

El escenario de este tipo de violencia, al plasmarse sobre un mapa actual, se traduce en un conflicto de dimensiones internacionales. A través de fronteras porosas, los saqueos de ganado a cargo de microejércitos étnicos armados con AK47 se producen entre zonas colindantes de Kenia, Somalia, Etiopía, Uganda o Sudán del Sur. Ante el poderío acumulado de los grandes amasadores de armas de fuego y reses, los grupos más débiles se ven obligados a abandonar sus rebaños y sus tierras de pasto, recalando en campamentos precarios o en infraasentamientos urbanos.

Nadie ha acertado o ha querido acertar con las posibles soluciones a este fenómeno. El gobierno de Uganda llevó a cabo la pasada década una iniciativa de neutralización y desarme de las comunidades saqueadoras, hasta incautar decenas de miles de armas de fuego. Sin embargo, en un contexto de sequía e impredecibilidad climática, y ante la ausencia de alternativas económicas, el desarme puede ser una estrategia efectiva contra la violencia, pero la necesidad de recurrir a ella continuará mientras estas regiones no cuenten con un modelo que les asegure la subsistencia más allá del desempeño ancestral del pastoreo. En lugar de centrarse en la raíz, las soluciones que se formulan insisten en los síntomas, a veces con buen criterio (el desarme) y otras con ingenuidad, como en el caso de una reciente medida llevada a cabo en Kenia que introduce un mero juramento por el que las tribus de las zonas fronterizas del valle del Rift se comprometen a no robar ganado. Se evita así abordar los aspectos estructurales que fomentan este tipo de violencia, como la existencia de un mercado negro para las reses y la connivencia de las fuerzas de seguridad.

El lucro asociado al tráfico de reses puede parecer irrisorio a ojos de un país próspero, pero estas son un recurso muy valioso en regiones míseras. Recientemente, Madagascar se vio salpicado por la violencia cuando cien ladrones de ganado fueron asesinados como represalia tras una operación en la que las reses iban a parar a manos de funcionarios corruptos implicados en redes de contrabando. Este desconocido tráfico de ganado, tan ajeno al curso habitual del siglo XXI, se da más allá de las fronteras africanas e incluso se practica en India. A pesar de que cientos de millones de indios consideran la vaca como un animal sagrado, la lucrativa posibilidad de traficar con reses y de venderlas a sus vecinos musulmanes de Bangladesh, ávidos consumidores de carne de vacuno, ha generado un negocio ilícito transfronterizo que ronda los 400 millones de euros anuales.

Las vacas, sustento del ser humano durante incontables generaciones, siguen siendo hoy el recurso supremo para muchas personas, a contracorriente de un mundo en el que los objetos más codiciados tienen poco que ver con las reses. El oro, el coltán y los conocidos diamantes de sangre africanos tienen un firme competidor en este noble animal, que puede acabar provocando tantos muertos como otros recursos infinitamente más valorados por el mercado internacional.