Después de la invasión, se suponía que Estados Unidos iba a ayudar a Irak a convertirse en una democracia modelo. Pero lo único que consiguió la arrogancia de Paul Bremer y su equipo de ingenuos neocons fue contribuir a que el país
se transformara en el más peligroso del mundo.

Irak era un lugar en blanco y negro para los fieles servidores de la Administración Bush que se incorporaron al Gobierno de ocupación. Recluidos en la fortificada Zona Verde de Bagdad, pasaban más tiempo relacionándose con otros estadounidenses que con los iraquíes. Pese a ello, estaban convencidos de que sabían lo que más le convenía al país. El viejo Ejército iraquí era malo. Los líderes políticos en el exilio eran buenos. Los miembros del partido Baaz, por supuesto, estaban en la columna de los malos. Fuera de los muros de cinco metros y medio de la Zona Verde, los jefes militares norteamericanos veían un paisaje en tonos más sepia.

La relación entre los soldados y los civiles encargados de la reconstrucción se había deteriorado tras las operaciones militares de EE UU en Haití, Kosovo y Somalia, pero se suponía que Irak tenía que ser diferente. Debía ser una ocasión para establecer una buena cooperación entre ambos. Sin embargo, desde el principio, las políticas concebidas por la Autoridad Provisional de la Coalición (APC), alojada entre las paredes de mármol del Palacio Republicano de Sadam, no se plasmaron casi nunca sobre el terreno como esperaban su jefe, el embajador Paul Bremer III, y sus subordinados. El primer acto oficial de Bremer al llegar a Bagdad fue despedir a decenas de miles de miembros del Baaz de sus puestos en la Administración. ¿Pero qué ocurrió con los 15.000 profesores incluidos en ese número? ¿Y con los que ocupaban cargos en el Ministerio de Sanidad? ¿O con los cientos de viejos soldados designados miembros honorarios del partido después de años en los campos iraníes como prisioneros de guerra?

Los que trabajaban para la APC —muchos de ellos, civiles jóvenes y leales a la Administración Bush— no comprendieron estos matices ni la necesidad de excepciones a sus edictos neoconservadores. Pero muchos militares sí. En la ciudad norteña de Mosul, el comandante de la 101 División Aerotransportada, David Petraeus, pensaba que la política de desbaazificación de Bremer ignoraba de forma peligrosa la realidad. Petraeus creó programas de empleo para darles trabajo, con el razonamiento de que mantenerles ocupados serviría para disuadirles de unirse a los insurgentes. En lugar de seguir las directrices de Bremer, que exigía que los recursos de los despidos se presentaran ante una junta de apelaciones presidida por el controvertido exiliado Ahmed Chalabi, el comandante permitió que los líderes locales concedieran exenciones.

Soldado de juguete: Bremer y sus subordinados ignoraron lo que los iraquíes querían y necesitaban.
Soldado de juguete: Bremer y sus subordinados ignoraron lo que los iraquíes querían y necesitaban.

 

Petraeus sabía que estaba infringiendo las normas, pero respetarlas habría supuesto poner en peligro a los soldados estadounidenses. "Necesitábamos flexibilidad para hacer excepciones", dice. A cambio, los miembros del equipo de Bremer le veían como un heterodoxo. "Nosotros elaboramos la política y ellos deben llevarla a la práctica", dijo uno de los asesores del virrey de Bagdad sobre los militares. "Los jefes somos nosotros, no ellos". La tensión entre los militares y los civiles estadounidenses durante los 15 meses de ocupación de Irak fue una de las principales razones por las que el país sigue siendo hoy inseguro.

SOLOS EN EL BAILE
Si Estados Unidos estaba mal preparado para contribuir a la construcción nacional en Irak no era por falta de experiencia. En el Pentágono existían muchos oficiales que habían planeado y realizado misiones de posguerra. Eran numerosas las "lecciones aprendidas" de conflictos anteriores. Y había decenas de personas —en el Departamento de Estado, Naciones Unidas y diversas ONG— dispuestas a asesorar. Pero los civiles que ocupaban puestos de designación política en el Pentágono prefirieron marginar y, en algunos casos, excluir a los altos cargos militares de la planificación para la posguerra. Durante las semanas previas al conflicto, también se había mantenido apartados a altos oficiales de reuniones convocadas por el ex subsecretario de Defensa para asuntos políticos, Douglas Feith. Éste dirigía un hermético equipo en el Pentágono, llamado Oficina de Planes Especiales, encargado de establecer las pautas para gobernar y reconstruir Irak. En opinión de Feith y sus jefes, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, las altas jerarquías del Ejército estaban formadas por estrategas de la vieja escuela que apoyaban el uso de una fuerza terrestre aplastante para derrocar el régimen de Sadam, pero despreciaban la tarea de reconstrucción nacional.

Al frente de la vieja guardia estaba el general Eric Shinseki, que declaró ante el Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, tres semanas antes de la guerra, que serían necesarios "varios cientos de miles de soldados" para "mantener un entorno seguro y garantizado" en Irak. Shinseki fue el general de más rango que se atrevió a contradecir a la dirección civil del Pentágono en público, pero otros oficiales expresaron opiniones semejantes en privado. Asimismo, advirtieron que disolver el Ejército iraquí sería un desastre y pusieron en duda que la desbaazificación fuera prudente. Sus valoraciones, que resultaron ser acertadas en la mayoría de los casos, les enfrentaron con Rumsfeld, Wolfowitz y Feith.

La animosidad continuó, y se agravó cuando Bremer llegó a Bagdad. Teóricamente, la APC era responsable de gobernar y reconstruir el país. Pero Bremer nunca dispuso más que de la mitad del personal que se le había prometido. La Autoridad no tenía gente suficiente para abrir oficinas en cada una de las 18 provincias iraquíes, de modo que la tarea diaria de gobernar recayó en los militares. Los jefes de infantería y sus equipos de asuntos civiles crearon consejos en cada ciudad, reconstituyeron los departamentos locales de policía y se encargaron de pagar los sueldos a los empleados municipales. Los soldados repartían el dinero del Programa de Respuesta de Emergencia del Ejército (CERP, en inglés), un fondo ilimitado que sufragó proyectos de reconstrucción a pequeña escala. En el primer año, el CERP fue el único medio de financiar proyectos de infraestructura y dar trabajo a los parados.

Aunque los militares estaban llevando a cabo la parte más dura de la labor de construcción nacional, seguían marginados a la hora de elaborar la estrategia global de la restauración y el Gobierno de posguerra. No participaba en el proceso de toma de decisiones de la APC. Como consecuencia, los oficiales del Ejército se dedicaron a aplicar soluciones provisionales, dando por supuesto que pronto llegarían expertos civiles capaces de hablar árabe. En aquellos primeros meses, en más de una ocasión oí a soldados decir a grupos de iraquíes, fuera de Bagdad: "Aclararemos esto cuando llegue la APC".

Pero nunca llegaba o, al menos, tardó meses en hacerlo. Los únicos comentarios que les llegaban a los militares de la Zona Verde eran objeciones a las decisiones que habían hecho sobre el terreno, decisiones que, en muchos casos, habían tomado a la desesperada. Un ejemplo fue el sucedido en el verano de 2003 en la ciudad de Nayaf. Un teniente coronel de los marines quería celebrar elecciones para escoger un consejo municipal. Cuando Bremer se enteró, exigió que se desconvocaran. Sus burócratas decidirían cuándo había que celebrarlas. No importaba lo que quisieran los habitantes de Nayaf. El manual de Bremer decía que sólo se podían celebrar comicios después de que los iraquíes redactaran una Constitución y cumplieran otros requisitos.

La idea general de la APC sobre el Gobierno y la reconstrucción de posguerra consistía en detenerse en minucias a cientos de kilómetros de distancia

La idea general de la APC sobre el Gobierno y la reconstrucción en la posguerra consistía en detenerse en minucias desde sus despachos situados a cientos de kilómetros de distancia. Los asesores de Bremer en materia de educación examinaron los libros de texto, frase por frase, para decidir lo que era preciso expurgar. Su equipo de salud estudió todos y cada uno de los medicamentos con receta empleados por el Ministerio de Sanidad iraquí. Varios abogados redactaron un nuevo código de circulación y revisaron las leyes sobre todos los aspectos, desde las patentes hasta el diseño industrial. Los jefes militares, en general, no eran partidarios de un control tan detallado. Querían encontrar iraquíes con cualidades de líderes, capacitarlos y dejar en sus manos la tarea de dirigir el país. Las decisiones sobre libros de texto, códigos de la circulación y patentes debían tomarlas los iraquíes. La tesis militar no era perfecta. Irak tenía una infraestructura decrépita. Era difícil, si no imposible, dar con dirigentes locales que no fueran corruptos o considerados por la población como ilegítimos. No obstante, había cierta lógica en el deseo de los militares de no inmiscuirse en asuntos que los ciudadanos podían resolver por sí solos. Pero cuando los oficiales exponían sus argumentos en el Palacio Republicano, el personal de la APC solía recibirlos como unos quejicas que lo que estaban deseando era irse a casa en lugar de construir una democracia modelo.

DESDE ARRIBA
Si la APC hubiera consultado y dado poderes a los jefes militares sobre el terreno en lugar de bloquearlos, éstos habrían podido desempeñar un papel mucho más eficaz en la reconstrucción de Irak. Casi con seguridad, eso habría contribuido a reducir la fuerza y la dimensión de la rebelión. Pero la relación entre militares y civiles estaba envenenada desde arriba. Bremer y el teniente general Ricardo Sánchez, jefe supremo en Irak, prácticamente no se soportaban. Según sus colaboradores, Sánchez consideraba autoritario a Bremer, y éste pensaba que el otro era un incompetente.

Entre otras cosas, los dos eran incapaces de ponerse de acuerdo en cómo y cuándo ocuparse de Múqtada al Sáder, el clérigo chií rebelde cuya milicia llamada Ejército del Mahdi constituía una fuente constante de problemas en Bagdad y el sur del país. Bremer quería que se le detuviera. Sánchez se resistía a correr el riesgo de crear otro problema para sus fuerzas de ocupación, ya sobrecargadas. El argumento de Bremer era que, si EE UU no actuaba, la amenaza iría de mal en peor. Por fin, a finales de marzo de 2004, Bremer perdió la paciencia. Ordenó el cierre del periódico del clérigo, sin tener preparada ninguna estrategia de apoyo en caso de que su milicia respondiera. Así fue. No hubo ninguna advertencia previa a los soldados presentes en los bastiones de Al Sáder, incluida la barriada de Ciudad Sáder en Bagdad. No hubo ninguna coordinación entre la APC y los altos mandos del Ejército. Los intentos de los militares de recuperar el control de las zonas capturadas por el Ejército del Mahdi desembocaron en dos meses de feroces combates, más intensos que en la ocupación o durante la invasión inicial del país.

Por supuesto, hubo ocasiones en las que sí tuvieron que contar más con el Ejército. En otoño de 2003, Sánchez encargó a 24 ingenieros militares que ayudaran a aumentar la producción iraquí de electricidad. Se les envió a centrales eléctricas de todo el país y se les dijo que colaboraran con los directores de las plantas. Los ingenieros militares ayudaron a sumar cientos de megavatios a la red eléctrica de Irak, pero, al cabo de dos meses, Sánchez, ante la escasez de soldados, les ordenó que regresaran a sus unidades de origen y privó a la APC de capataces sobre el terreno y de una forma de comunicación fiable con cada central.

Los sentimientos de Bremer se transmitían a los civiles que trabajaban en la APC. En la Zona Verde había cientos de soldados y muchos eran comandantes y coroneles que llevaban más de dos decenios en el Ejército y sirvieron en Haití, Kosovo y Somalia. Algunos incluso habían estado en Vietnam. Sin embargo, para los jóvenes de la APC, los soldados eran conductores, guardias y chicos de los recados.

Atrincherados: desde la Zona Verde, el joven personal de la APC pensó que abrir la Bolsa de Bagdad (arriba) y reconstruir sus hospitales (derecha) sería fácil.
Atrincherados: desde la Zona Verde, el joven personal de la APC pensó que abrir la Bolsa de Bagdad (arriba) y reconstruir sus hospitales (derecha) sería fácil.

¿LOS MEJORES Y MÁS INTELIGENTES?
Un ejemplo de esta actitud despreciativa fue la relación entre un miembro de la APC de 24 años y un reservista del Ejército durante la reapertura de la Bolsa de Bagdad. El encargo recayó al principio en Thomas Wirges, que trabajaba como asesor financiero en la vida civil. Cuando Wirges pidió ayuda a la APC para elaborar las nuevas normas del mercado de valores, lo que obtuvo fue un nuevo jefe: Jay Hallen. Éste había terminado la Universidad hacía pocos años. Había trabajado brevemente en el sector inmobiliario, pero no tenía experiencia financiera. En EE UU no había seguido la trayectoria de las Bolsas y era licenciado en Ciencias Políticas, no en Económicas.

Cuando Hallen llegó a Bagdad, Wirges le contó su historia. Tenía 39 años. Había pertenecido a la Marina estadounidense durante seis años, antes de hacerse investigador privado, luego ayudante de sheriff, luego agente de seguros, intermediario de fondos de inversión y, por último, asesor financiero para particulares. Hallen, a su vez, le habló sobre los dos empleos que había tenido desde que se licenció en Yale. Mientras hablaba, Wirges pensó que no tenía nada que ver con lo que hacía falta allí. No obstante, llegaron a un acuerdo. El licenciado de Yale se comunicaría con los capitostes de la APC, asistiría a las reuniones e informaría a los funcionarios civiles en el palacio. Wirges, mientras tanto, sería el responsable del contacto con los iraquíes, saldría de la Zona Verde para encargarse de construir día a día la relación.

Dos semanas después, Hallen convocó a Wirges a una reunión. Había un cambio de planes. "Jay [Hallen] me dijo que ya no era mi proyecto personal", recuerda Wirges. "Ya no había sitio para mí. No era asunto del Ejército. Adiós muy buenas". Hallen decidió que no sólo quería reabrir la Bolsa, sino que quería convertirla en el mejor mercado de valores del mundo árabe, el más moderno, con un sistema de transacciones informatizadas y todo. Era un tipo de innovación que tardaría meses en realizarse, pero Hallen sostuvo que era lo que había que hacer y se mostró insistente. Cuando la Bolsa abrió en junio de 2004, cinco meses más tarde de lo que Hallen había prometido, no había ningún sistema de transacciones informatizadas. "Los americanos tenían que haber hecho caso a mister Tom [Wirges]", dijo posteriormente Talib Tabatabai, presidente de la Bolsa. "Él sabía lo que necesitábamos".

Ojalá se hubiera tratado sólo de la Bolsa. Muchos más proyectos salieron perjudicados por la mala relación entre los militares y los civiles estadounidenses. Docenas de fábricas estatales, dañadas por la guerra, no volvieron a abrirse porque el asesor económico de Bremer, Peter McPherson, rechazó una solicitud de los soldados para que desbloqueara las cuentas bancarias de las factorías. Ahora bien, los que pagaron quizá el mayor precio fueron los hospitales iraquíes.

En las semanas anteriores a la invasión, el Organismo estadounidense de Ayuda Internacional (USAID, en sus siglas en inglés) designó a Frederick Burkle responsable de organizar la respuesta norteamericana a la crisis sanitaria que se preveía en Irak. Burkle es médico y posee un máster en salud pública, además de haber obtenido diplomas de posgrado en Harvard, Yale, Dartmouth y la Universidad de California en Berkeley. Es oficial de la Marina en la reserva e impartió clases en la Escuela de Salud Pública de la Universidad Johns Hopkins, donde se especializó en temas relacionados con la respuesta a las catástrofes. Durante la primera guerra del Golfo, Burkle suministró ayuda médica a los kurdos en el norte de Irak. Trabajó en Kosovo y Somalia. Un colega de USAID le califica como "el especialista más brillante y experimentado en sanidad de posguerra que trabaja en el Gobierno de Estados Unidos".

Pese a ello, una semana después de la liberación de Bagdad, le despidieron. Un alto funcionario le dijo que la Casa Blanca prefería tener a alguien "fiel" trabajando para la APC. Burkle tenía una pared llena de diplomas, pero no tenía una foto con el presidente. El hombre que le sustituyó fue James Haveman, un asistente social de 60 años más bien desconocido entre los expertos internacionales en salud. Haveman no poseía ningún título en medicina, pero sí contactos políticos. Había asesorado al ex gobernador de Michigan, el republicano John Engler, sobre temas de salud, y su viejo jefe le recomendó a Wolfowitz. Haveman había viajado mucho, pero la mayoría de sus visitas al extranjero las había hecho como director de International Aid, una organización cristiana de ayuda que combina la asistencia sanitaria con las tareas de evangelización en los países en desarrollo.

Como principal encargado en la APC de asesorar al Ministerio de Sanidad, Haveman decidió —contra la opinión de los especialistas militares en salud pública— dedicar casi la totalidad de los 793 millones de dólares asignados al Ministerio de los fondos de reconstrucción provistos por Estados Unidos a renovar maternidades y construir 150 nuevas clínicas comunitarias. Su intención, según me dijo, era "cambiar la mentalidad de los iraquíes de que para obtener asistencia médica había que ir a un hospital". El objetivo era loable, pero fue una decisión que supuso que no hubiera dinero para rehabilitar las salas y los quirófanos de urgencias, pese a que el mayor problema sanitario eran las heridas provocadas por los ataques de los rebeldes.

‘LO MATÓ LA APC’
Como los militares en Irak no estaban autorizados a beber alcohol, pasaban los ratos libres por su cuenta, fumando, haciendo ejercicio en el gimnasio y jugando a las cartas en sus caravanas. Los militares pensaban que Irak estaría mucho mejor con ellos al mando. APC, bromeaban, quería decir "Can’t Produce Anything" ("No sabe hacer nada"). "Nadie tiene ni idea en ese palacio", me dijo un alto jefe de los marines en Faluya cuando llevaban ya 12 meses de ocupación. "Desde luego, no vemos ningún resultado". A principios de 2004, se designó un contingente de marines para custodiar el cuartel general de la APC. Construyeron nuevos puestos de observación y colocaron una mesa en la que los visitantes tenían que firmar y mostrar un documento de identidad para obtener un pase. Detrás de la mesa había una pizarra blanca en la que los marines dibujaban caricaturas. Un día, ésta consistió en una tumba y una lápida con las palabras "Sentido común". Debajo, el pie decía: "Lo mató la APC".

 

¿Algo más?
El libro de Rajiv Chandrasekaran Imperial Life in the Emerald City: Inside Iraq’s Green Zone (Alfred A. Knopf, Nueva York, 2006) ofrece un relato sin precedentes sobre la vida en el cuartel general de la ocupación estadounidense. A partir de cientos de entrevistas y documentos internos del Gobierno, Chandrasekaran deja al descubierto la incompetencia, la soberbia y la mala gestión de la estretagia de posguerra en Irak.

Si se busca un análisis de la planificación y ejecución militar de la invasión de Irak, véase la obra de Michael Gordon y Bernard Trainor Cobra II: The Inside Story of the Invasion and Occupation of Iraq (Pantheon, Nueva York, 2006). Una descripción de primera mano del proceso de toma de decisions en la APC es la que figura en The Occupation of Iraq: The Official Documents of the Coalition Provisional Authority (Hart Publishing, Oxford, 2006), editado por Stefan Talmon. Larry Diamond ofrece una valoración crítica de la ocupación de Irak en Squandered Victory: The American Occupation and the Bungled Effort to Bring Democracy to Iraq (Times Books, Nueva York, 2005). El reportaje de James Gavrilis ‘El alcalde de Ar Rutbah’ (FP EDICIÓN ESPAÑOLA, noviembre/diciembre 2005) es el relato que hace un soldado sobre la operación para llevar la democracia a Irak.

 

 

Después de la invasión, se suponía que Estados Unidos iba a ayudar a Irak a convertirse en una democracia modelo. Pero lo único que consiguió la arrogancia de Paul Bremer y su equipo de ingenuos neocons fue contribuir a que el país
se transformara en el más peligroso del mundo.
Rajiv Chandrasekaran

Irak era un lugar en blanco y negro para los fieles servidores de la Administración Bush que se incorporaron al Gobierno de ocupación. Recluidos en la fortificada Zona Verde de Bagdad, pasaban más tiempo relacionándose con otros estadounidenses que con los iraquíes. Pese a ello, estaban convencidos de que sabían lo que más le convenía al país. El viejo Ejército iraquí era malo. Los líderes políticos en el exilio eran buenos. Los miembros del partido Baaz, por supuesto, estaban en la columna de los malos. Fuera de los muros de cinco metros y medio de la Zona Verde, los jefes militares norteamericanos veían un paisaje en tonos más sepia.

La relación entre los soldados y los civiles encargados de la reconstrucción se había deteriorado tras las operaciones militares de EE UU en Haití, Kosovo y Somalia, pero se suponía que Irak tenía que ser diferente. Debía ser una ocasión para establecer una buena cooperación entre ambos. Sin embargo, desde el principio, las políticas concebidas por la Autoridad Provisional de la Coalición (APC), alojada entre las paredes de mármol del Palacio Republicano de Sadam, no se plasmaron casi nunca sobre el terreno como esperaban su jefe, el embajador Paul Bremer III, y sus subordinados. El primer acto oficial de Bremer al llegar a Bagdad fue despedir a decenas de miles de miembros del Baaz de sus puestos en la Administración. ¿Pero qué ocurrió con los 15.000 profesores incluidos en ese número? ¿Y con los que ocupaban cargos en el Ministerio de Sanidad? ¿O con los cientos de viejos soldados designados miembros honorarios del partido después de años en los campos iraníes como prisioneros de guerra?

Los que trabajaban para la APC —muchos de ellos, civiles jóvenes y leales a la Administración Bush— no comprendieron estos matices ni la necesidad de excepciones a sus edictos neoconservadores. Pero muchos militares sí. En la ciudad norteña de Mosul, el comandante de la 101 División Aerotransportada, David Petraeus, pensaba que la política de desbaazificación de Bremer ignoraba de forma peligrosa la realidad. Petraeus creó programas de empleo para darles trabajo, con el razonamiento de que mantenerles ocupados serviría para disuadirles de unirse a los insurgentes. En lugar de seguir las directrices de Bremer, que exigía que los recursos de los despidos se presentaran ante una junta de apelaciones presidida por el controvertido exiliado Ahmed Chalabi, el comandante permitió que los líderes locales concedieran exenciones.

Soldado de juguete: Bremer y sus subordinados ignoraron lo que los iraquíes querían y necesitaban.
Soldado de juguete: Bremer y sus subordinados ignoraron lo que los iraquíes querían y necesitaban.

 

Petraeus sabía que estaba infringiendo las normas, pero respetarlas habría supuesto poner en peligro a los soldados estadounidenses. "Necesitábamos flexibilidad para hacer excepciones", dice. A cambio, los miembros del equipo de Bremer le veían como un heterodoxo. "Nosotros elaboramos la política y ellos deben llevarla a la práctica", dijo uno de los asesores del virrey de Bagdad sobre los militares. "Los jefes somos nosotros, no ellos". La tensión entre los militares y los civiles estadounidenses durante los 15 meses de ocupación de Irak fue una de las principales razones por las que el país sigue siendo hoy inseguro.

SOLOS EN EL BAILE
Si Estados Unidos estaba mal preparado para contribuir a la construcción nacional en Irak no era por falta de experiencia. En el Pentágono existían muchos oficiales que habían planeado y realizado misiones de posguerra. Eran numerosas las "lecciones aprendidas" de conflictos anteriores. Y había decenas de personas —en el Departamento de Estado, Naciones Unidas y diversas ONG— dispuestas a asesorar. Pero los civiles que ocupaban puestos de designación política en el Pentágono prefirieron marginar y, en algunos casos, excluir a los altos cargos militares de la planificación para la posguerra. Durante las semanas previas al conflicto, también se había mantenido apartados a altos oficiales de reuniones convocadas por el ex subsecretario de Defensa para asuntos políticos, Douglas Feith. Éste dirigía un hermético equipo en el Pentágono, llamado Oficina de Planes Especiales, encargado de establecer las pautas para gobernar y reconstruir Irak. En opinión de Feith y sus jefes, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, las altas jerarquías del Ejército estaban formadas por estrategas de la vieja escuela que apoyaban el uso de una fuerza terrestre aplastante para derrocar el régimen de Sadam, pero despreciaban la tarea de reconstrucción nacional.

Al frente de la vieja guardia estaba el general Eric Shinseki, que declaró ante el Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, tres semanas antes de la guerra, que serían necesarios "varios cientos de miles de soldados" para "mantener un entorno seguro y garantizado" en Irak. Shinseki fue el general de más rango que se atrevió a contradecir a la dirección civil del Pentágono en público, pero otros oficiales expresaron opiniones semejantes en privado. Asimismo, advirtieron que disolver el Ejército iraquí sería un desastre y pusieron en duda que la desbaazificación fuera prudente. Sus valoraciones, que resultaron ser acertadas en la mayoría de los casos, les enfrentaron con Rumsfeld, Wolfowitz y Feith.

La animosidad continuó, y se agravó cuando Bremer llegó a Bagdad. Teóricamente, la APC era responsable de gobernar y reconstruir el país. Pero Bremer nunca dispuso más que de la mitad del personal que se le había prometido. La Autoridad no tenía gente suficiente para abrir oficinas en cada una de las 18 provincias iraquíes, de modo que la tarea diaria de gobernar recayó en los militares. Los jefes de infantería y sus equipos de asuntos civiles crearon consejos en cada ciudad, reconstituyeron los departamentos locales de policía y se encargaron de pagar los sueldos a los empleados municipales. Los soldados repartían el dinero del Programa de Respuesta de Emergencia del Ejército (CERP, en inglés), un fondo ilimitado que sufragó proyectos de reconstrucción a pequeña escala. En el primer año, el CERP fue el único medio de financiar proyectos de infraestructura y dar trabajo a los parados.

Aunque los militares estaban llevando a cabo la parte más dura de la labor de construcción nacional, seguían marginados a la hora de elaborar la estrategia global de la restauración y el Gobierno de posguerra. No participaba en el proceso de toma de decisiones de la APC. Como consecuencia, los oficiales del Ejército se dedicaron a aplicar soluciones provisionales, dando por supuesto que pronto llegarían expertos civiles capaces de hablar árabe. En aquellos primeros meses, en más de una ocasión oí a soldados decir a grupos de iraquíes, fuera de Bagdad: "Aclararemos esto cuando llegue la APC".

Pero nunca llegaba o, al menos, tardó meses en hacerlo. Los únicos comentarios que les llegaban a los militares de la Zona Verde eran objeciones a las decisiones que habían hecho sobre el terreno, decisiones que, en muchos casos, habían tomado a la desesperada. Un ejemplo fue el sucedido en el verano de 2003 en la ciudad de Nayaf. Un teniente coronel de los marines quería celebrar elecciones para escoger un consejo municipal. Cuando Bremer se enteró, exigió que se desconvocaran. Sus burócratas decidirían cuándo había que celebrarlas. No importaba lo que quisieran los habitantes de Nayaf. El manual de Bremer decía que sólo se podían celebrar comicios después de que los iraquíes redactaran una Constitución y cumplieran otros requisitos.

La idea general de la APC sobre el Gobierno y la reconstrucción de posguerra consistía en detenerse en minucias a cientos de kilómetros de distancia

La idea general de la APC sobre el Gobierno y la reconstrucción en la posguerra consistía en detenerse en minucias desde sus despachos situados a cientos de kilómetros de distancia. Los asesores de Bremer en materia de educación examinaron los libros de texto, frase por frase, para decidir lo que era preciso expurgar. Su equipo de salud estudió todos y cada uno de los medicamentos con receta empleados por el Ministerio de Sanidad iraquí. Varios abogados redactaron un nuevo código de circulación y revisaron las leyes sobre todos los aspectos, desde las patentes hasta el diseño industrial. Los jefes militares, en general, no eran partidarios de un control tan detallado. Querían encontrar iraquíes con cualidades de líderes, capacitarlos y dejar en sus manos la tarea de dirigir el país. Las decisiones sobre libros de texto, códigos de la circulación y patentes debían tomarlas los iraquíes. La tesis militar no era perfecta. Irak tenía una infraestructura decrépita. Era difícil, si no imposible, dar con dirigentes locales que no fueran corruptos o considerados por la población como ilegítimos. No obstante, había cierta lógica en el deseo de los militares de no inmiscuirse en asuntos que los ciudadanos podían resolver por sí solos. Pero cuando los oficiales exponían sus argumentos en el Palacio Republicano, el personal de la APC solía recibirlos como unos quejicas que lo que estaban deseando era irse a casa en lugar de construir una democracia modelo.

DESDE ARRIBA
Si la APC hubiera consultado y dado poderes a los jefes militares sobre el terreno en lugar de bloquearlos, éstos habrían podido desempeñar un papel mucho más eficaz en la reconstrucción de Irak. Casi con seguridad, eso habría contribuido a reducir la fuerza y la dimensión de la rebelión. Pero la relación entre militares y civiles estaba envenenada desde arriba. Bremer y el teniente general Ricardo Sánchez, jefe supremo en Irak, prácticamente no se soportaban. Según sus colaboradores, Sánchez consideraba autoritario a Bremer, y éste pensaba que el otro era un incompetente.

Entre otras cosas, los dos eran incapaces de ponerse de acuerdo en cómo y cuándo ocuparse de Múqtada al Sáder, el clérigo chií rebelde cuya milicia llamada Ejército del Mahdi constituía una fuente constante de problemas en Bagdad y el sur del país. Bremer quería que se le detuviera. Sánchez se resistía a correr el riesgo de crear otro problema para sus fuerzas de ocupación, ya sobrecargadas. El argumento de Bremer era que, si EE UU no actuaba, la amenaza iría de mal en peor. Por fin, a finales de marzo de 2004, Bremer perdió la paciencia. Ordenó el cierre del periódico del clérigo, sin tener preparada ninguna estrategia de apoyo en caso de que su milicia respondiera. Así fue. No hubo ninguna advertencia previa a los soldados presentes en los bastiones de Al Sáder, incluida la barriada de Ciudad Sáder en Bagdad. No hubo ninguna coordinación entre la APC y los altos mandos del Ejército. Los intentos de los militares de recuperar el control de las zonas capturadas por el Ejército del Mahdi desembocaron en dos meses de feroces combates, más intensos que en la ocupación o durante la invasión inicial del país.

Por supuesto, hubo ocasiones en las que sí tuvieron que contar más con el Ejército. En otoño de 2003, Sánchez encargó a 24 ingenieros militares que ayudaran a aumentar la producción iraquí de electricidad. Se les envió a centrales eléctricas de todo el país y se les dijo que colaboraran con los directores de las plantas. Los ingenieros militares ayudaron a sumar cientos de megavatios a la red eléctrica de Irak, pero, al cabo de dos meses, Sánchez, ante la escasez de soldados, les ordenó que regresaran a sus unidades de origen y privó a la APC de capataces sobre el terreno y de una forma de comunicación fiable con cada central.

Los sentimientos de Bremer se transmitían a los civiles que trabajaban en la APC. En la Zona Verde había cientos de soldados y muchos eran comandantes y coroneles que llevaban más de dos decenios en el Ejército y sirvieron en Haití, Kosovo y Somalia. Algunos incluso habían estado en Vietnam. Sin embargo, para los jóvenes de la APC, los soldados eran conductores, guardias y chicos de los recados.

Atrincherados: desde la Zona Verde, el joven personal de la APC pensó que abrir la Bolsa de Bagdad (arriba) y reconstruir sus hospitales (derecha) sería fácil.
Atrincherados: desde la Zona Verde, el joven personal de la APC pensó que abrir la Bolsa de Bagdad (arriba) y reconstruir sus hospitales (derecha) sería fácil.

¿LOS MEJORES Y MÁS INTELIGENTES?
Un ejemplo de esta actitud despreciativa fue la relación entre un miembro de la APC de 24 años y un reservista del Ejército durante la reapertura de la Bolsa de Bagdad. El encargo recayó al principio en Thomas Wirges, que trabajaba como asesor financiero en la vida civil. Cuando Wirges pidió ayuda a la APC para elaborar las nuevas normas del mercado de valores, lo que obtuvo fue un nuevo jefe: Jay Hallen. Éste había terminado la Universidad hacía pocos años. Había trabajado brevemente en el sector inmobiliario, pero no tenía experiencia financiera. En EE UU no había seguido la trayectoria de las Bolsas y era licenciado en Ciencias Políticas, no en Económicas.

Cuando Hallen llegó a Bagdad, Wirges le contó su historia. Tenía 39 años. Había pertenecido a la Marina estadounidense durante seis años, antes de hacerse investigador privado, luego ayudante de sheriff, luego agente de seguros, intermediario de fondos de inversión y, por último, asesor financiero para particulares. Hallen, a su vez, le habló sobre los dos empleos que había tenido desde que se licenció en Yale. Mientras hablaba, Wirges pensó que no tenía nada que ver con lo que hacía falta allí. No obstante, llegaron a un acuerdo. El licenciado de Yale se comunicaría con los capitostes de la APC, asistiría a las reuniones e informaría a los funcionarios civiles en el palacio. Wirges, mientras tanto, sería el responsable del contacto con los iraquíes, saldría de la Zona Verde para encargarse de construir día a día la relación.

Dos semanas después, Hallen convocó a Wirges a una reunión. Había un cambio de planes. "Jay [Hallen] me dijo que ya no era mi proyecto personal", recuerda Wirges. "Ya no había sitio para mí. No era asunto del Ejército. Adiós muy buenas". Hallen decidió que no sólo quería reabrir la Bolsa, sino que quería convertirla en el mejor mercado de valores del mundo árabe, el más moderno, con un sistema de transacciones informatizadas y todo. Era un tipo de innovación que tardaría meses en realizarse, pero Hallen sostuvo que era lo que había que hacer y se mostró insistente. Cuando la Bolsa abrió en junio de 2004, cinco meses más tarde de lo que Hallen había prometido, no había ningún sistema de transacciones informatizadas. "Los americanos tenían que haber hecho caso a mister Tom [Wirges]", dijo posteriormente Talib Tabatabai, presidente de la Bolsa. "Él sabía lo que necesitábamos".

Ojalá se hubiera tratado sólo de la Bolsa. Muchos más proyectos salieron perjudicados por la mala relación entre los militares y los civiles estadounidenses. Docenas de fábricas estatales, dañadas por la guerra, no volvieron a abrirse porque el asesor económico de Bremer, Peter McPherson, rechazó una solicitud de los soldados para que desbloqueara las cuentas bancarias de las factorías. Ahora bien, los que pagaron quizá el mayor precio fueron los hospitales iraquíes.

En las semanas anteriores a la invasión, el Organismo estadounidense de Ayuda Internacional (USAID, en sus siglas en inglés) designó a Frederick Burkle responsable de organizar la respuesta norteamericana a la crisis sanitaria que se preveía en Irak. Burkle es médico y posee un máster en salud pública, además de haber obtenido diplomas de posgrado en Harvard, Yale, Dartmouth y la Universidad de California en Berkeley. Es oficial de la Marina en la reserva e impartió clases en la Escuela de Salud Pública de la Universidad Johns Hopkins, donde se especializó en temas relacionados con la respuesta a las catástrofes. Durante la primera guerra del Golfo, Burkle suministró ayuda médica a los kurdos en el norte de Irak. Trabajó en Kosovo y Somalia. Un colega de USAID le califica como "el especialista más brillante y experimentado en sanidad de posguerra que trabaja en el Gobierno de Estados Unidos".

Pese a ello, una semana después de la liberación de Bagdad, le despidieron. Un alto funcionario le dijo que la Casa Blanca prefería tener a alguien "fiel" trabajando para la APC. Burkle tenía una pared llena de diplomas, pero no tenía una foto con el presidente. El hombre que le sustituyó fue James Haveman, un asistente social de 60 años más bien desconocido entre los expertos internacionales en salud. Haveman no poseía ningún título en medicina, pero sí contactos políticos. Había asesorado al ex gobernador de Michigan, el republicano John Engler, sobre temas de salud, y su viejo jefe le recomendó a Wolfowitz. Haveman había viajado mucho, pero la mayoría de sus visitas al extranjero las había hecho como director de International Aid, una organización cristiana de ayuda que combina la asistencia sanitaria con las tareas de evangelización en los países en desarrollo.

Como principal encargado en la APC de asesorar al Ministerio de Sanidad, Haveman decidió —contra la opinión de los especialistas militares en salud pública— dedicar casi la totalidad de los 793 millones de dólares asignados al Ministerio de los fondos de reconstrucción provistos por Estados Unidos a renovar maternidades y construir 150 nuevas clínicas comunitarias. Su intención, según me dijo, era "cambiar la mentalidad de los iraquíes de que para obtener asistencia médica había que ir a un hospital". El objetivo era loable, pero fue una decisión que supuso que no hubiera dinero para rehabilitar las salas y los quirófanos de urgencias, pese a que el mayor problema sanitario eran las heridas provocadas por los ataques de los rebeldes.

‘LO MATÓ LA APC’
Como los militares en Irak no estaban autorizados a beber alcohol, pasaban los ratos libres por su cuenta, fumando, haciendo ejercicio en el gimnasio y jugando a las cartas en sus caravanas. Los militares pensaban que Irak estaría mucho mejor con ellos al mando. APC, bromeaban, quería decir "Can’t Produce Anything" ("No sabe hacer nada"). "Nadie tiene ni idea en ese palacio", me dijo un alto jefe de los marines en Faluya cuando llevaban ya 12 meses de ocupación. "Desde luego, no vemos ningún resultado". A principios de 2004, se designó un contingente de marines para custodiar el cuartel general de la APC. Construyeron nuevos puestos de observación y colocaron una mesa en la que los visitantes tenían que firmar y mostrar un documento de identidad para obtener un pase. Detrás de la mesa había una pizarra blanca en la que los marines dibujaban caricaturas. Un día, ésta consistió en una tumba y una lápida con las palabras "Sentido común". Debajo, el pie decía: "Lo mató la APC".

 

¿Algo más?
El libro de Rajiv Chandrasekaran Imperial Life in the Emerald City: Inside Iraq’s Green Zone (Alfred A. Knopf, Nueva York, 2006) ofrece un relato sin precedentes sobre la vida en el cuartel general de la ocupación estadounidense. A partir de cientos de entrevistas y documentos internos del Gobierno, Chandrasekaran deja al descubierto la incompetencia, la soberbia y la mala gestión de la estretagia de posguerra en Irak.

Si se busca un análisis de la planificación y ejecución militar de la invasión de Irak, véase la obra de Michael Gordon y Bernard Trainor Cobra II: The Inside Story of the Invasion and Occupation of Iraq (Pantheon, Nueva York, 2006). Una descripción de primera mano del proceso de toma de decisions en la APC es la que figura en The Occupation of Iraq: The Official Documents of the Coalition Provisional Authority (Hart Publishing, Oxford, 2006), editado por Stefan Talmon. Larry Diamond ofrece una valoración crítica de la ocupación de Irak en Squandered Victory: The American Occupation and the Bungled Effort to Bring Democracy to Iraq (Times Books, Nueva York, 2005). El reportaje de James Gavrilis ‘El alcalde de Ar Rutbah’ (FP EDICIÓN ESPAÑOLA, noviembre/diciembre 2005) es el relato que hace un soldado sobre la operación para llevar la democracia a Irak.

 

 

Rajiv Chandrasekaran es director adjunto de The Washington Post, de cuya delegación en Bagdad fue jefe desde abril de 2003 a septiembre de 2004. Es autor de Imperial Life in the Emerald City: Inside Iraq’s Green Zone (Alfred A. Knopf, Nueva York, 2006). Su página web es www.rajivc.com.