Putin, la juventud rusa y el dilema de la modernización.

 

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A finales de 2010, mientras una marea de jóvenes protestaba contra las injusticias sociales, la falta de perspectivas económicas y las carencias democráticas en el mundo árabe, algunos comentaristas pensaron que podía desarrollarse una situación similar en Rusia con vistas a las elecciones parlamentarias de 2011 y presidenciales de 2012. Al fin y al cabo, Rusia sufría problemas parecidos a los de Oriente Medio: pobreza muy extendida, desigualdad de rentas, falta de perspectivas de trabajo para muchos jóvenes, corrupción, autoritarismo, represión de los derechos civiles, etcétera. En efecto, los comicios de estos dos años han provocado las mayores manifestaciones callejeras que se celebraban en Moscú desde hacía años, lo cual ha permitido ver la creciente inestabilidad del régimen y la crisis de legitimidad en la que está inmerso. Sin embargo, a pesar de las semanas de protestas y las llamadas Marchas de millones que siguen organizándose de forma periódica en la capital, los impulsores de la contestación no han conseguido derrocar el régimen.

Paradójicamente, un examen más detallado de la composición social de las manifestaciones nos ayuda a explicar al mismo tiempo las razones de las protestas de masas y el hecho de que no hayan acabado con Putin y su camarilla. Al contrario que en otras partes del mundo que han vivido en tiempos recientes manifestaciones masivas y movimientos de oposición al régimen, las protestas en Rusia no las iniciaron ni las encabezaron los movimientos juveniles, sino que fueron sobre todo (aunque no solo) un movimiento de clase media. Más en concreto, se puede decir que una gran parte de los manifestantes (pero, una vez más, no todos) forman parte de la clase media, urbana y educada, que protestan fundamentalmente contra el alto grado de corrupción, la represión de los derechos civiles, la congelación de los salarios y, por supuesto, el fraude electoral. Es interesante saber que estos manifestantes, dirigidos por jóvenes activistas como el bloguero Alexei Navalny, son producto de 12 años de putinismo; son los beneficiados del boom económico de las algo más de dos últimas décadas en Rusia, que, después de obtener la estabilidad económica, luchan para que haya más justicia, más derechos y más libertad, con lo que confirman el paradigma de Samuel Huntington, según el cual los movimientos contestatarios suelen comenzarlos los más acomodados, los que afrontan de forma más directa la injusticia del Estado y los mayores obstáculos en su deseo de hacer realidad sus ambiciones vitales. Aunque las protestas reunieron y siguen reuniendo a personas de procedencias más variadas, incluidos muchos activistas de los derechos civiles y también jubilados, no es un movimiento que se pueda calificar de popular.

Lo que deja claro esta situación es el dilema cada vez más profundo al que va a enfrentarse el régimen actual en los próximos años, entre, por un lado, mantener su poder autoritario y, por otro, como solía prometer Dimitri Medvédev, luchar por la modernización de la economía y la sociedad rusas. Si esta afirmación no es una pura estrategia de relaciones públicas (que parece serlo, dados los escasos triunfos de Medvédev después de más de cuatro años en el Gobierno), destinada a complacer a un sector de la sociedad rusa, el país se encontrará con un grave reto. O abre su sistema político, aumenta la justicia social y permite a los jóvenes con talento y formación que prosperen en un mercado económico libre y seguro y que expresen sus preocupaciones en un sistema político estable y un Estado no basado en las relaciones personales sino en el imperio de la ley, o las dificultades a las que tendrá que hacer frente serán aún mayores. Gran parte de la nueva generación de rusos, digamos entre los 18 y los 24 años, no ha salido a la calle a manifestarse en 2011 y 2012, pero, si el régimen no les ofrece verdaderas oportunidades de hacer realidad sus objetivos en la vida, el sistema podría hundirse, porque esos jóvenes formados ya no aceptarán un poder que es demasiado rígido y entonces las protestas de la clase media podrían verse sustituidas por protestas juveniles, capaces de agrupar a mucha más gente, sobre todo si tenemos en cuenta en poder de las redes sociales en un país como Rusia. Un reciente estudio de la doctora Nadia Diuk muestra que casi el 45,6% de los jóvenes entre 18 y 24 son “partidarios de sufrir desventajas materiales a cambio de mantener las libertades individuales”, y es una tendencia que, al parecer, está en aumento.

Ahora bien, seamos sinceros. En el momento actual, estamos muy lejos de esa posibilidad, porque no hay más oposición a Putin entre los jóvenes que entre otros grupos de edad; incluso tienden a apoyarle más. Como es sabido, la categoría de jóvenes no tiene nada de homogénea, puesto que tienen las mismas divisiones de rentas, clase social, entorno rural o urbano y opiniones políticas que cualquier otra franja de edad. De hecho, 12 años de putinismo han creado entre los jóvenes un bando de ganadores y un de perdedores, pero hay que destacar que Putin siempre ha prestado especial atención a esa generación a la hora de transmitir sus ideas.

Para entender la situación actual de la juventud rusa, sus aspiraciones y sus perspectivas, pero también la enorme popularidad de Putin entre los jóvenes, hay que remontarse a los inicios, a los primeros tiempos de su presidencia. Durante aquellos años, a Vladímir Putin se le elogió básicamente por tres motivos: por recuperar el orgullo del Estado y la nación rusa, restablecer el poder del Estado central sobre las subunidades federales (la llamada vertical del poder) e instaurar una economía en expansión (gracias a los ingresos del gas y el petróleo). Debido a ello, Putin disfrutó durante largo tiempo de una popularidad indiscutida y un alto grado de confianza, confirmado por numerosas encuestas independientes. Paralelamente, emprendió una ruta nacionalista y supo invertir esfuerzos en la generación joven como transmisora de una nueva ideología de Estado. El movimiento Nashi, creado en 2005 como movimiento juvenil para contrarrestar la revolución naranja de Ucrania, es el mejor símbolo de esta tendencia de la pasada década. Se formó con dinero del Gobierno como una organización de jóvenes que defendía una ideología patriótica y elogiaba de forma incondicional las políticas oficiales. Muchos comentaristas dijeron que era el equivalente moderno al Komsomol soviético, hasta tal punto que sus miembros más destacados se convirtieron en los nuevos apparatchiks (burócratas), como Vasily Yakemenko, el líder del movimiento entre 2005 y 2007, que después fue nombrado presidente del Comité Estatal para la Juventud. En su mejor momento, 2007, Nashi llegó a tener 120.000 miembros, y sirvió de inspiración para crear otros grupos similares como Molodaya Gvardia (La Joven Guardia) y otros movimientos de extrema derecha que cuentan con la tolerancia de las autoridades.

Al otro lado del espectro, existe un número creciente de movimientos juveniles que se oponen al régimen de forma cada vez más abierta; pero están bastante marginados, y solo se conocen en Occidente acciones como la de Pussy Riot y el grupo de arte callejero Voina. Según la doctora Diuk, hay una “tensión cada vez mayor entre las organizaciones juveniles creadas y controladas por el Gobierno y los movimientos juveniles independientes que están apareciendo”. En general, los últimos estudios muestran que aumenta entre los jóvenes el grado de frustración y desconfianza respecto al Estado, lo cual hace que cada vez se fíen más de sí mismos para resolver sus problemas y que esté extendiéndose entre ellos un individualismo que puede ser peligroso para el país. No obstante, el síntoma más preocupante de que existe un problema con la juventud en Rusia es que cada vez son más numerosos los que desean emigrar. Puede que eso le convenga a un régimen autoritario que pretende mantenerse en el poder, pero no cabe duda de que es negativo para los objetivos de modernización del Estado.

 

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