La experiencia afgana a raíz del acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes ofrece lecciones sobre el potencial y los peligros de integrar acciones políticas y de seguridad en la lucha contra el terrorismo.

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Un mural con la imágen del representante especial estadounidense Zalmay Khalilzad (izquierda) y el líder talibán Mullah Abdul Ghani Baradar, Kabul, 2020. WAKIL KOHSAR/AFP via Getty Images

En febrero de 2010, en el momento álgido de la implicación militar estadounidense en Afganistán, las fuerzas de seguridad paquistaníes capturaron al mulá Abdul Ghani Baradar en una operación dirigida por los servicios de inteligencia en Karachi. El mulá era, en ese momento, el jefe del ejército talibán y, por lo tanto, el comandante general de las guerrillas y de los terroristas suicidas que luchaban contra el Gobierno afgano y Estados Unidos. Era también la mano derecha del líder supremo del Movimiento Talibán, el mulá Omar. EE UU proporcionó la información de inteligencia que fue vital para la captura y detención de Baradar. Casi exactamente una década después, el 29 de febrero de 2020, con mucha fanfarria diplomática, el mulá Baradar se sentó junto al enviado especial estadounidense Zalmay Khalilzad en Doha para firmar un acuerdo entre Washington y la entidad política de los talibanes, el Emirato Islámico. El hombre que había orquestado la lucha contra Estados Unidos puso su nombre en un acuerdo destinado a sentar las bases de la paz en Afganistán. A través de este documento, el mulá Baradar prometió que los talibanes evitarían que el territorio afgano se usara para amenazar a otros países (un compromiso antiterrorista implícito) y suspendería los ataques talibanes contra las fuerzas estadounidenses y las principales ciudades afganas. A cambio, EE UU anunció un calendario de retirada de tropas y prometió organizar la liberación de 5.000 prisioneros de las cárceles afganas.

El acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes representó una excepcional maniobra por parte de Washington. Menos de dos décadas después de lanzar una guerra global contra el terrorismo, EE UU trató a nivel diplomático con un hombre que previamente había perseguido como objetivo clave en esa guerra. En cierto modo, el acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes puede interpretarse como una respuesta a la frustración estadounidense con las interminables operaciones antiterroristas, que durante mucho tiempo se utilizaron para racionalizar su presencia en Afganistán. En apariencia, el acuerdo fue un audaz esfuerzo por integrar las acciones políticas y de seguridad con el fin de lograr un efecto antiterrorista. Los entusiastas del acuerdo esperaban que pudiera resultar una alternativa saludable al impulso principal de la estrategia antiterrorista en el país centroasiático, que durante mucho tiempo se había basado en la caza de operativos terroristas específicos, pero no había llegado a dominar el entorno que les permitía funcionar. La experiencia afgana a raíz del acuerdo pone de relieve la compleja interacción del terrorismo y la paz, y ofrece lecciones sobre el potencial y los peligros de integrar acciones políticas y de seguridad en la lucha contra esta lacra.

Afganistán proporciona un caso clásico de los dilemas políticos inherentes a intentar especificar qué secciones de la violencia política endémica y por parte de múltiples actores deben etiquetarse como terrorismo. El Movimiento Talibán sigue perpetrando la mayor parte de la violencia contra el Estado. Utiliza toda la gama de tácticas de guerra asimétricas, desde escaramuzas contra unidades del Ejército hasta asesinatos selectivos de funcionarios civiles y atentados suicidas con víctimas masivas. Sin embargo, el enfoque estadounidense respecto a la inclusión en las listas de terroristas de los actores afganos se ha centrado en las secciones de élite del ejército talibán con la capacidad más avanzada de llevar a cabo atentados suicidas (la “Red Haqqani”) y en los socios de Al Qaeda. Además de los actores afganos, centrados fundamentalmente en el escenario de operaciones de Afganistán, el país sigue actuando como anfitrión de una serie de organizaciones yihadistas regionales y globales dedicadas al terrorismo. El núcleo de Al Qaeda conserva su posición en el país, en medio de un gran debate sobre la fuerza, la capacidad y la intención estratégica que le resta. Si bien el fundamento original de la intervención liderada por Estados Unidos fue el uso de Afganistán por parte de terroristas globales como base de retaguardia para sus ataques a Occidente, grupos de origen paquistaní como Lashkar Tayyaba y Jaesh Mohammad llevaban mucho tiempo explotando este país como escenario de su yihad. Afganistán también sigue acogiendo a muchos militantes de Xinjiang, los Estados de Asia Central y el Cáucaso. Desde 2014 estos se han dividido entre Daesh y Al Qaeda. Ambos han utilizado el territorio afgano como santuario y han estado proporcionando experiencia en tácticas terroristas avanzadas a los talibanes. Desde la perspectiva afgana, el país sufre de terrorismo importado: ataques realizados contra sus fuerzas de seguridad o sus ciudadanos perpetrados por militantes extranjeros o que operan desde bases en Pakistán. Pero, en la medida en que Afganistán todavía funciona como un exportador de terrorismo, el objetivo principal es Pakistán. Desde 2014, las diferentes ramificaciones del Movimiento Talibán de Pakistán han establecido sus bases en las provincias fronterizas afganas afectadas por la insurgencia y realizado operaciones contra Pakistán.

El compromiso de los talibanes, dentro del acuerdo del 29 de febrero, de controlar las acciones de otros grupos dentro del territorio que controlan, fue útil para lograr que el acuerdo resultara políticamente digerible dentro de Estados Unidos, dado que la lucha contra el terrorismo había sido una razón clave para la larga presencia estadounidense en el país. Debido a la estructura adoptada por el enviado especial Zalmay Khalilzad para sus tratos con los talibanes, este compromiso antiterrorista era un elemento de la secuencia necesaria para avanzar hacia las negociaciones entre las distintas partes en Afganistán. La promesa de los talibanes permitió a Washington adoptar un calendario condicional para la retirada de sus tropas, lo que a su vez incentivó a los talibanes a comprometerse a unirse a las negociaciones entre las partes afganas, generando una oportunidad para un arreglo político del conflicto armado entre el gobierno de Kabul y los talibanes.

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Talibanes acuden a una ceremonia tras haber sido puestos en libertad por las autoridades afganas, Kabul, 2020. Haroon Sabawoon/Anadolu Agency via Getty Images

La firma del mulá Baradar del acuerdo del 29 de febrero y el implícito compromiso antiterrorista supusieron claramente un hito en la evolución del conflicto afgano. Sin embargo, el camino a su implementación resultó accidentado ya que, en los meses siguientes, la posición de los talibanes respecto al terrorismo siguió siendo ambigua y el progreso hacia una paz negociada, esquivo. En primer lugar, mientras negociaban el acuerdo, los talibanes se opusieron con éxito a incluir cualquier comentario explícito sobre desistir de realizar actos terroristas o frenar a otros grupos a hacerlo. El compromiso plasmado en el texto habla de garantizar que no haya amenazas para otros países. La posición de los talibanes se vio impulsada por su necesidad de evitar una fusión de terrorismo y yihad. Tenían la intención de seguir afirmando que su lucha armada tanto contra Estados Unidos como contra sus compatriotas afganos siempre había sido legítima (una yihad). También se resistieron con éxito a la presión para denunciar a Al Qaeda e incluso se mostraron reacios a aprobar el referirse a cualquiera de los militantes internacionales como terroristas.

En términos de mecanismos, el Acuerdo de Doha se construyó sobre la base de los canales que se habían desarrollado en negociaciones entre Estados Unidos y los talibanes durante el año y medio anterior. Los oficiales del Ejército estadounidense desplegados en Doha pudieron mantener una comunicación regular con una delegación talibán, que conectaba con la cúpula del movimiento y, si era necesario, el más alto mando en el lugar, el general Scott Miller, también podía interactuar con el mulá Baradar y otros talibanes de alto rango. La actividad terrorista que resultó más sensible al acuerdo fue el terrorismo nacional de élite. Los talibanes detuvieron los ataques suicidas con víctimas masivas en Kabul y en las principales ciudades del país. La mayor parte de su violencia en las provincias de Afganistán está altamente descentralizada y es iniciada por los comandantes de campo locales, sin referencia a una cadena de mando. Los ataques suicidas en la capital del país, generalmente atribuidos a la Red Haqqani, están mucho más controlados por los líderes militares talibanes que las escaramuzas habituales en las provincias, ya que se basan en planificación y presupuestos centralizados y en el despliegue de personal entrenado y especializado. El acuerdo se convirtió así en el marco a través del cual Estados Unidos, en sintonía con las autoridades paquistaníes, logró persuadir a los líderes talibanes de que suspendieran la campaña de atentados suicidasen Kabul.

Dio la impresión de que el acuerdo resultaba ser mucho menos útil para transformar la relación entre los talibanes y Al Qaeda u otros grupos militantes con base en Afganistán. Pero, en este tema, los negociadores talibanes se vieron ayudados por la naturaleza poco ambiciosa del compromiso que Estados Unidos les había extraído. Tras el acuerdo, la comisión de inteligencia de los talibanes asumió la responsabilidad de gestionar los tratos del movimiento con los militantes extranjeros y las diversas facciones paquistaníes que operan en territorio talibán. En la práctica, las instrucciones de los servicios de inteligencia talibanes a los militantes extranjeros y paquistaníes fueron que debían mantener un perfil bajo y cambiar de ubicación según las instrucciones de los talibanes, y que debían participar en la yihad de los talibanes contra el gobierno de Kabul. Por lo tanto, después del acuerdo, militantes extranjeros, como los uigur de Xinjiang y los combatientes de Uzbekistán, continuaron brindando entrenamiento especializado a los talibanes y facilitando la realización de atentados suicidas contra funcionarios del Gobierno afgano. Resulta complicado valorar si los oficiales de inteligencia talibanes, al tiempo que alentaban a sus homólogos militantes extranjeros y paquistaníes a concentrar sus energías en la yihad afgana, les disuadían del terrorismo internacional o transfronterizo. Solo los operativos de Al Qaeda, que tienen la seguridad operativa más fuerte, han sobrevivido a la intensa campaña antiterrorista en Afganistán. Debido a la amenaza de interceptación, los militantes que operan en el país protegen los detalles de las actividades relacionadas con los ataques internacionales como sus secretos más sensibles.

Incluso si los talibanes se inclinaran a respetar el espíritu del acuerdo, de todas las actividades militantes extranjeras en Afganistán, los talibanes son quienes tienen la menor influencia sobre la preparación de ataques internacionales. Sin embargo, la prueba de fuego del acuerdo del 29 de febrero para hacer frente a las amenazas terroristas que emanan de Afganistán no reside en si ha desactivado conspiraciones o grupos específicos. Más bien, la cuestión clave es qué impacto ha tenido en el entorno operativo que experimentan los grupos militantes de Afganistán orientados hacia las acciones en el extranjero. La insistencia de los talibanes en que los grupos militantes participen en la yihad afgana del movimiento ha proporcionado una cobertura para que todos los grupos acogidos por los talibanes mantengan sus actividades militares y, por lo tanto, aumenten su personal, habilidades y armamento. En contraste con las esperanzas originales de que el acuerdo entre los talibanes y EE UU podría impulsar a los talibanes a cortar los vínculos con Al Qaeda, parece haberles incentivado a proteger las capacidades de grupos militantes con un historial de participación en la yihad internacional.

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Escena de la explosión de coche bomba en Kabul, octubre 2020. Haroon Sabawoon/Anadolu Agency via Getty Images

Los funcionarios estadounidenses han afirmado repetidamente que su plan para la retirada de tropas de Afganistán, en virtud del acuerdo del 29 de febrero, era condicional, lo que sugería que Estados Unidos podría ralentizar esta retirada si consideraba que los talibanes no habían cumplido sus compromisos. Sin embargo, otra forma aún más fundamental en la que el acuerdo del 29 de febrero vinculaba el terrorismo y la paz se refería a la cuestión de la continuidad del Estado. Los defensores del acuerdo entre EE UU y los talibanes esperaban que las conversaciones entre el Gobierno afgano y los talibanes que este hizo posible dieran como resultado un acuerdo político que estableciera la continuidad del Estado, con sus instituciones de seguridad y con los talibanes a bordo, debidamente integrados. Un arreglo así, un acuerdo real de paz, habría permitido a las instituciones de seguridad mantener su función antiterrorista, incluida la cooperación regional e internacional. Fundamentalmente, en términos de la experiencia reciente de terrorismo en Afganistán, un acuerdo de paz para poner fin al conflicto entre el Ejecutivo y los talibanes prometía reintegrar el territorio nacional y extender la autoridad del Gobierno. Incluso una vez que se anunció el inicio de las negociaciones entre Kabul y los talibanes, el acuerdo resultó difícil y los segundos optaron por intensificar la violencia, en contra de las demandas de los gobiernos estadounidense, afgano y de otros países para reducir la violencia o declarar un alto el fuego.

La práctica en la lucha contra el terrorismo ha sido durante mucho tiempo un factor que ha contribuido a configurar la evolución del conflicto y las perspectivas de paz en Afganistán. El primer intento de alcanzar la paz, el Acuerdo de Bonn de diciembre de 2001, dispuso explícitamente la existencia de una fuerza antiterrorista dirigida por Estados Unidos distinta de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF, en sus siglas en inglés) orientada al mantenimiento de la paz. Sin embargo, se considera de manera generalizada que los abusos cometidos en las operaciones antiterroristas de los primeros años contribuyeron a alienar a figuras talibanes potencialmente reconciliables y, por lo tanto, a impulsar la situación posterior al acuerdo. Después de 2009 y la decisión de EE UU, bajo la presidencia de Barack Obama, de responder al incremento de la violencia de los talibanes con un aumento de tropas, Washington y sus aliados apostaron con fuerza por un enfoque “de decapitación”. La campaña antiterrorista pasó a estar fundamentalmente dominada por ataques selectivos a operativos terroristas específicos basados en información de inteligencia, que culminó, por supuesto, con la exitosa operación contra Osama bin Laden. Pero la duración a largo plazo de los logros obtenidos en la campaña de decapitación dependía en última instancia de la eficacia del Estado afgano y de su capacidad para mantenerse, controlar el territorio y gestionar sus fuerzas de seguridad.

Un factor clave que impulsó la decisión de Estados Unidos de emprender una diplomacia poco convencional con los talibanes durante el periodo entre 2018 y 2020 fue el deseo de reducir su larga intervención militar y hacerlo de manera responsable. Los diseñadores de las políticas han tenido dificultades para perseguir los objetivos, vinculados entre sí, de un Afganistán pacífico, el fin de la costosa intervención y la prevención del resurgimiento de la amenaza terrorista que precipitó la guerra originalmente. La renuencia o incapacidad de los talibanes para cumplir sus compromisos implícitos en la lucha contra el terrorismo no es el único obstáculo para el logro de los ambiciosos objetivos marcados. Un obstáculo mucho mayor es la falta de una estrategia creíble para el sostenimiento del Estado afgano. De hecho, el proceso a través del cual EE UU persiguió obsesivamente su trato con los talibanes ayudó a impulsar las reivindicaciones de legitimidad de estos y a socavar la posición del Gobierno. Esta situación hizo aún menos probable que los talibanes aceptaran cualquier acuerdo de poder compartido que preservara las estructuras estatales y la capacidad antiterrorista. La última etapa del proceso de paz afgano comenzó con la jugada de sentar a la mesa a un excomandante de operaciones terroristas. Pero es probable que el éxito de esa maniobra se base más en la actuación del Estado afgano a medida que las tropas estadounidenses abandonen el país, que en si el mulá Baradar se atiene a sus compromisos implícitos contra el terrorismo.