La Presidencia española del primer semestre de 2010 tendrá lugar en un momento crucial europeo de intento de salida de una doble crisis política y económica. En el plano técnico, la preparación española ha sido muy buena, gracias al excelente hacer de los expertos en asuntos europeos del ministerio de Asuntos Exteriores, los cuales tienen una larga experiencia –ésta es nada menos que la cuarta presidencia de la UE que encaran. Pero en el plano político los desafíos son grandes: la presidencia española debería ser el verdadero regreso a Europa de un Gobierno no tan activo como sería deseable en los principales debates de la Unión. Para lograrlo, tendría en primer lugar que elegir dos o tres asuntos que impulsar, además de la obligatoria puesta en marcha del nuevo Tratado de Lisboa. A la vez, debería ser capaz de convencer a la mayoría de gobiernos europeos de centro derecha de que ha optado por la moderación en su política exterior y que se aleja del populismo en su política económica. Aunque el gobierno de Zapatero fuera capaz de hacer todos estos complicados deberes, complica mucho las cosas la situación política de gran desafección hacia el proyecto europeo en Reino Unido, Francia y Alemania.

Tal vez el error de fondo en materia europea de Zapatero, aparte de la pasividad, sea la nostalgia por un pasado que no volverá. La UE ampliada de 2009 es mucho más compleja y ya no hay un proyecto claro o un eje al que apuntarse y que permita defender casi siempre nuestros intereses y valores. El Gobierno español no tiene fácil acomodo en un desdibujado tándem franco-alemán y no tiene sentido conformarse con ser un satélite ocasional de Francia, sin pedir muchas cosas a cambio. La presidencia europea no puede ser sólo una oportunidad para las fotos con Obama y la propaganda en el ámbito doméstico de un liderazgo europeo inexistente. Por el contrario, es la ocasión para que en el plano político regresemos a Europa, con realismo, trabajo y determinación.