Yemen cumple este año el vigésimo aniversario de su reunificación en medio de un enfrentamiento enconado en diferentes trincheras. En sus áridas tierras confluyen varias guerras: la presencia de Al Qaeda y el ascenso del islamismo radical, la injerencia de Arabia Saudí y de Irán y la rebelión separatista del Norte contra el Sur, un conflicto ajeno a los focos de televisión y que ha causado una de las peores tragedias humanitarias de este siglo en Oriente Medio.

 

En el año 740, Zayd bin Ali, hijo del cuarto imán chií, abrió la primera brecha en la incipiente y ya marginada comunidad de seguidores de Ali, yerno y sobrino del profeta Mahoma. Escandalizado por la corrupción de la dinastía suní omeya, agitó una fallida rebelión que le arrebató la vida pero lo recompensó con una no buscada inmortalidad. La decisión de su hermano Mohamad al Baquir, el quinto imán, de no sumarse al alzamiento, unida a su defensa de que el imanato no debía ser hereditario, escindieron el chiísmo. Apenas un siglo y medio después, uno de sus seguidores estableció un Estado zaydí en las tierras más septentrionales del futuro Yemen, adonde había sido llamado para mediar en las disputas tribales. Con mayor o menor injerencia extranjera, el Gobierno de los imanes atravesó los siglos hasta que fue derrocado en 1962 por grupos de ideología panarabista fomentados por Egipto. La crisis que esta algarada abrió en el zaydismo, agravada en las décadas posteriores por el fracaso de las políticas económicas, las guerras entre el Norte y el Sur, la compleja reunificación, el ascenso del islamismo radical y la injerencia extranjera, entre otras razones, supone el numen del complejo conflicto armado que sacude hoy al país más pobre de la península Arábiga. Una guerra del ayer, casi olvidada, ajena a los focos de televisión y mal comprendida, que desde hace más de un lustro desangra las regiones septentrionales de Yemen y ha desatado una de las peores tragedias humanitarias del siglo XXI en Oriente Medio.

“Desde la distancia, la guerra parece un conflicto interno entre un grupo insurgente (los huthi) y un ejército regular”, explica un observador local adscrito a la organización International Crisis Group. “Sin embargo, los trazos de la batalla van más allá y son más extensos. El Ejército ha recibido el apoyo tanto de las tribus como de los grupos islamistas, en particular durante la cuarta y la quinta rondas de combates (en 2007 y en 2008). Además, algunos sugieren que en la guerra también subyace una batalla por el poder entre las clases dirigentes, divididas por las diferentes opiniones sobre la sucesión [del presidente yemení, Alí Abdulá] Saleh, y que utilizan a los diferentes contendientes para promover su posición”, agrega.

El conflicto actual estalló en toda su crudeza en enero de 2003 en una de las miles de mezquitas que salpican el país, aunque sus raíces se hunden en el turbulento siglo XX. En una soleada tarde, miembros del denominado grupo revisionista zaydí Juventud Creyente gritaron “muerte a Estados Unidos”, “muerte a los judíos”, “viva el islam”, en presencia del presidente del país. La tensión y las escaramuzas se multiplicaron en los meses siguientes en las montañas de Morran, cercanas a la frontera con Arabia Saudí. Dieciocho meses después, efectivos del Ejército yemení trataron de arrestar en Haydan, a unos treinta kilómetros al sur de la región septentrional de Saada, al jefe rebelde, Husein al Huthi. Los cruentos combates ensangrentaron los agrestes valles y causaron decenas de miles de desplazados hasta la muerte del propio Al Huthi, el 10 de septiembre de ese mismo año.

Casi una centuria antes Yemen era un territorio quebrado en dos áreas de influencia, denominadas Norte y Sur pese a no ajustarse exactamente a esta división geográfica: el Norte, bajo ascendencia del califato otomano y controlado por los imanes, y el Sur, en manos del colonialismo británico, que había transformado Adén en uno de los principales puertos de la ruta a India. El desenlace de la Primera Guerra Mundial, con la caída del Imperio Turco, permitió que el Norte, asiento de tres cuartas partes de la población yemení, ganara su independencia en 1918. La tutela del califato se trocó en injerencia de los Estados árabes emergentes, en particular de Arabia Saudí y Egipto, que proyectaron las sombras de sus ambiciones sobre la antigua Arabia Feliz. En los 40, los Hermanos Musulmanes plantaron una de las primeras semillas del radicalismo islámico en Yemen, y en 1962, un grupo de militares apoyados por el Ejército egipcio dio un golpe de Estado que derrocó al último de los imanes y fundó la República Árabe de Yemen sobre los cimientos del panarabismo y del socialismo árabe que predicaba Gamal Abdel Naser. La asonada desencadenó ocho años de cruenta guerra civil entre los republicanos y las tribus que permanecieron fieles al imanato caído, sostenidas desde Riad. En 1974, militares coaligados con un amplio abanico de tribus se hicieron con el poder. Entre ellos destacaba el joven oficial Alí Abdulah Saleh, quien cuatro años más tarde se convirtió en presidente del país.

En el Sur, el creciente descontento con la Administración británica devino en un movimiento guerrillero que en 1967 obligó a la colonia a abandonar el puerto. Adén y los protectorados vecinos cayeron en poder del grupo más radical de todos, el Frente de Liberación Nacional, que encerrado en la esfera de Rusia y de China se inclinó hacia el marxismo y en 1970 se unió al bloque comunista bajo el nombre de República Democrática y Popular de Yemen. Asida a políticas sociales de acento más liberal y un concepto económico que le permitió acometer la reforma de la propiedad de las tierras y atacar algunos pilares del sistema tribal, sobrevivió agitada y escindida por las vindictas políticas hasta la caída en 1989 del telón de acero, que la dejó huérfana de los rublos soviéticos.

Apenas unos meses después, en mayo de 1990, y tras casi tres décadas de disputas fronterizas y reclamaciones mutuas de la totalidad del territorio yemení, los dos Estados se unificaron bajo el liderazgo del presidente norteño. La bancarrota y la caducidad del sistema soviético no dejaron margen de maniobra al Sur. El resultado fue, no obstante, el alumbramiento de la nación más avanzada de la región en términos democráticos, dotada de libertad de expresión, pluralismo político y sufragio universal. Un espejismo que apenas se sostuvo un año y que se evaporó cuatro después tras la guerra civil que sajó de nuevo, y por unos meses, los dos Estados. El Norte, más pujante y conservador, miró desde el principio con recelo el liberalismo del Sur. En particular, la Congregación Yemení para la Reforma (Islah). Partido heterogéneo, bajo su paraguas se refugiaron zaydíes, islamistas e intelectuales conservadores, dirigidos por el jeque Abdalá Husein. En este clima de desconfianza, Yemen celebró en 1993 las primeras elecciones plurales de la historia de la península Arábiga.

La lista de “los más buscados” en Yemen es inmensa: desde combatientes de Al Qaeda a guerrilleros huthi. Un objetivo que el insuficiente Ejército del país no puede lograr solo.

Mientras el tramo político avanzaba, la unificación no lograba cimentar. El Sur acusaba al Norte de incumplir las promesas, al tiempo que las tribus septentrionales emprendían ataques armados contra los símbolos del comunismo e incluso contra santuarios religiosos que consideraba contaminados. El mayor peso demográfico del Norte ayudó a descompensar el precario equilibrio en las elecciones parlamentarias. En agosto de 1993, el partido de Saleh pidió una reforma para cancelar el liderazgo compartido. Tras una serie de cruentas escaramuzas y de intentos baldíos de reconciliación, la guerra civil estalló en toda su dimensión en enero de 1994. Las fuerzas del Norte, más numerosas y mejor pertrechadas, se vieron reforzadas por los líderes tribales y por los denominados “yemeníes afganos”, veteranos de la lucha islamista contra las huestes soviéticas en Afganistán, que después exigirían cobrar su precio. Todo vestigio de liberalismo quedó anegado.

Los acontecimientos de la década de los 90, y en particular la fundación de un sistema multipartidista, ofrecieron espacios de actividad política y social a grupos de todo cariz. Veinte años antes, el clérigo Badr al-Din al-Huthi, padre del líder rebelde, había fomentado una corriente fundamentalista en el seno del zaydismo. Los zaydíes representan alrededor de un tercio de la población de Yemen –se calcula que hay unos 25 millones de habitantes en el país– y son un grupo ecléctico al que pertenecen tribus tan diversas como los propios huthis y su adversario, el presidente Saleh. Considerados la vertiente más moderada del chiísmo, rechazan la teoría del imán oculto que defienden los duodecimanos en Irán, y se declaran a sí mismos más cercanos al sunismo tanto en teología como en jurisprudencia islámica. Dentro delzaydismo, los huthis se consideran a sí mismos descendientes directos de Mahoma o hachemíes. Zarandeados por la caída del imanato, en la década de los 70, los huthis emprendieron un camino hacia la revisión y el radicalismo asfaltado por la percepción de que debían salvar a su corriente de la amenaza que suponían tanto el salafismo radical suní como el wahabismo saudí. En 1993, Husein al-Huthi fue elegido miembro del Parlamento. Cuatro años después fundó la Juventud Creyente. Cercano entonces al presidente, recibió en aquella época incluso ayudas para hacer frente a la creciente expansión del extremismo suní y del salafismo de origen saudí en su región, Saada.

El 12 de octubre de 2000, un suicida a bordo de una lancha cargada de explosivos se empotró contra el portaviones estadounidense USS Cole, anclado a escasas leguas del puerto de Adén. Al menos una treintena de marineros perdieron la vida en uno de los peores ataques sufridos por la Armada estadounidense en tiempo de paz. Dos años después, el petrolero francés Limburg sufrió un atentado similar en el citado puerto. Meses antes, agentes estadounidenses habían arrestado a un grupo de yemeníes relacionados con los atentados del 11 de septiembre en Washington y en Nueva York, entre ellos a Ramzi bin al-Shibah, uno de los presuntos autores y miembro de la red terrorista internacional Al Qaeda. Señalado por los servicios secretos estadounidenses, el presidente yemení pregonó su compromiso en la lucha contra el terrorismo global. El 3 de noviembre de 2002, un misil teledirigido Hellfire mató a tres supuestos líderes del Ejército Islámico de Aden-Abyan, presunto brazo de Al Qaeda en Yemen. La abierta acción estadounidense en territorio yemení destapó un nuevo frente de crítica contra la política de Ali Abdulá Saleh. “El presidente ha librado una peligrosa partida con los radicalismos. En la década de los 80, temeroso del ascenso de los wahabíes y de la influencia de Arabia Saudí en las regiones fronterizas del Norte, promovió la consolidación del zaydismo radical. En los 90 no dudó en aceptar la experiencia militar de los yemeníes afganos durante la guerra civil, y después hubo de recompensarlos. Al final, ambos se rebelaron. La guerra internacional contra el terrorismo le ha servido en ocasiones para eliminar opositores de ambos bandos en el Norte del país”, critica un investigador yemení.

La guerra actual no es sólo religiosa ni sólo tribal, ni una proyección del pulso ideológico que libran desde la década de los 80 Arabia Saudí e Irán. Es también una guerra por el poder

Los movimientos radicales islámicos comenzaron a surgir en la década de los 70. Grupos como los Marahib no sólo introdujeron una ortodoxia más retrógrada procedente de Arabia Saudí, sino que fundaron los primeros semilleros de combatientes que después lucharían en Afganistán. Dos décadas más tarde, aquellos jóvenes muyahidines reimpulsarían el extremismo, pero ya como veteranos de una guerra que los dejó huérfanos. Muchos se sumaron a las huestes del Norte para hacer frente a los marxistas del Sur en el conflicto fratricida. Clérigos conservadores ocuparon las escuelas teológicas meridionales “ocupadas por marxistas”, mientras que líderes radicales como Abdel Mayid al-Zindani, a quien se considera compañero de armas de Osama Bin Laden en la guerra afgana, entraron en política y ocuparon puestos en la Administración a través del partido Islah. Frustrados por la “tibieza” y la “ambivalencia” del presidente Saleh, algunos endurecieron aún más sus posiciones, y en el estertor de los 90 dieron rienda suelta a su crítica con la fundación de grupos como el Ejército Islámico de Aden-Abyan.

La apropiación de los extremistas suníes de las madrazas del Sur y la fundación de otras nuevas en el Norte fue particularmente traumática para los zaydíes, y en especial para los huthis, que hasta la caída del imanato controlaban la educación religiosa en el país. No existen apenas diferencias doctrinales entre los suníes y los chiíes. De hecho, los propios zaydíes se han declarado la quinta escuela del sunismo. Sin embargo, esta animadversión entre huthis y salafistas introdujo en Yemen una variante hasta entonces marginal, la de la hostilidad entre ciertos sectores del sunismo y del chiísmo, que después han sabido explotar en su propio beneficio dos actores invitados de la escena regional: Irán y Arabia Saudí.

Protestas y reivindicaciones en las embajadas yemeníes en Occidente

Las diferencias sociales, exacerbadas por la inexistente distribución de la riqueza, la carencia de comunicaciones fluidas con las montaraces zonas del Norte, la ausencia de autoridad efectiva del Gobierno y la debilidad de las instituciones abonaron el terreno para la guerra. La aparición flagrante de Estados Unidos, la injerencia de los actores regionales y la porosidad de la frontera, territorio de contrabandistas de todo pelaje, enconaron después un conflicto enmarañado con frentes muy diversos. La primera ronda de combates estalló en 2004 y concluyó con la muerte de Husein al Huthi. Su deceso radicalizó la postura de los rebeldes chiíes, pero también difuminó sus motivos y reivindicaciones. En la actualidad, la indefinición de las demandas huthis es uno de los principales obstáculos para la paz. Desde entonces, casi cada año ha explotado un brote de violencia que ha deteriorado aún más la situación. Las consecuencias: un colosal éxodo de la población civil –el bloqueo impuesto a las asociaciones humanitarias sumado al hecho de que una parte numerosa haya preferido refugiarse con las tribus afines en las provincias vecinas hacen casi imposible cuantificar con exactitud el número de desplazados–, un incremento de la represión y la detención tanto de zaydíes como de salafistas, pero también de opositores al régimen bajo la excusa de la guerra, y una aguda frustración proyectada en ira por el paro creciente, la pobreza, la sensación de abandono y la aplicación de medidas extrajudiciales.

En diciembre de 2009, las cámaras de televisión se tornaron hacia Yemen. El atentado fallido del día de Navidad en Estados Unidos propició que los funestos recuerdos del 11-S descubrieran una guerra olvidada. La denominada “sexta ronda de combates” había estallado el 11 de agosto de ese mismo año, y en apenas unas semanas ya había causado decenas de miles de desplazados. Por vez primera, el Ejército yemení había recibido la ayuda sin tapujos de la Fuerza Aérea saudí, que comenzó a bombardear Saada y las zonas aledañas a la frontera con la excusa de que los rebeldes habían matado a uno de sus guardias fronterizos. Semanas después, los huthis denunciaron el apoyo también de Estados Unidos. El Gobierno, por su parte, retomó las denuncias de las cinco rondas anteriores. Acusó a los rebeldes de haber devenido en un grupo religioso extremista responsable de una guerra cuyo objetivo era únicamente minar la autoridad del Ejecutivo y restablecer el imanato, y aprovechó la coyuntura para proyectarlo al exterior como un capítulo más en la guerra contra el terrorismo internacional. Además, recuperó la vieja tradición de sugerir la presencia de la mano de Irán en favor de los chiíes. Una mano que se insinúa pero que los observadores coinciden en apuntar que es prácticamente imposible de demostrar.

Sin embargo, el conflicto actual no es sólo religioso ni sólo tribal ni una proyección del pulso ideológico que desde la pasada década de los 80 libran Arabia Saudí e Irán. Es también una guerra por el poder en Saná que tiene, sobre todo, una trágica –y también olvidada– dimensión social. “El conflicto se ha transformado en una guerra económica que permite que se perpetúe. Para numerosas tribus, oficiales del Ejército y funcionarios, se ha convertido en una vía para intentar controlar la porosa frontera con Arabia Saudí y las costas del mar Rojo. Los líderes tribales así como responsables de alto rango han amasado grandes arsenales. Esos mismos grupos se benefician de las ventas ilegales de armas. Además, la sucesión de los combates justifica el aumento del gasto en defensa sin supervisión del Gobierno o entidades independientes. La lucha por esos recursos se ha intensificado”, asegura International Crisis Group. El pasado febrero, cuando el Gobierno y los rebeldes negociaban el enésimo alto el fuego, las asociaciones humanitarias calculaban en 150.000 el número de refugiados y advertían que la cifra podía ser mucho mayor, ya que gran parte de la población había huido a tierras de las tribus afines. Los bombardeos han dejado un paisaje de destrucción. Con las ya de por sí precarias infraestructuras dañadas y sin apenas horizonte laboral, huir o luchar parecen las dos únicas opciones de futuro en Saada. “El conflicto armado ha creado numerosos intereses que han extendido la cultura de la guerra. Debemos buscar vías para propagar la cultura de la paz”, sugería un intelectual yemení en enero de 2009, antes de que repuntaran los combates. “Sin compensaciones ni reconstrucción, la guerra nunca cesará”, subrayaba en la misma época el diputado socialista yemení Aydarus al Naqib. Un año después, sus asertos siguen vigentes.