Bienvenidos a Chongqing, la mayor Ciudad de la que jamás han oído hablar.

 

Yan Qi vivió casi toda su infancia con sus abuelos en una aldea de montaña a las afueras de la ciudad que más rápido crece en todo el mundo. Siempre llovía y no pasaba gran cosa. Sin ningún puente que atravesara el turbulento río Yangtsé, para llegar al centro de la ciudad –hoy, a 40 minutos de carretera– hacían falta varias horas de trayecto en autobús. Yan Qi se crió cerca de donde trabaja ahora: en la sede de su empresa situada en un vasto terreno al norte de Chongqing. A sus 43 años, es una de las mujeres más ricas del país, empresaria de hostelería cuya cadena, Tao Ran Ju (Restaurantes Alegres), posee más de noventa locales en 26 provincias, desde lugares baratos en los que tomar fideos hasta lujosos salones de banquetes. Cuando la entrevisté en su nuevo cuartel general, tasado en 30 millones de dólares (unos 23 millones de euros), Yan Qi se mostró modesta sobre su buena suerte: “Tanto cuando las cosas van bien como cuando van mal, los chinos tienen qué comer”.

El viento es favorable para Chongqing, una ciudad de 32 millones de habitantes que crece a tal velocidad que los mapas quedan anticuados antes de salir de imprenta. El municipio, un denso núcleo urbano rodeado de zonas rurales cambiantes, con la superficie de Austria y más habitantes que Irak, es la puerta de entrada al este del país. Chongqing pasó de ser un oscuro puerto sobre el río Yangtsé de 200.000 habitantes en los años 30, a una ciudad de dos millones cuando Yan Qi nació allí, en 1967. En 2006 se había convertido en una megametrópolis y, según la cadena británica de televisión Channel 4, “el centro urbano con más crecimiento del planeta”. Hoy, al recorrer en coche el Nuevo Distrito, situado en la parte norte de la ciudad, es posible ver rascacielos de entre 30 y 50 pisos durante más de media hora. En 1998, Chongqing tenía un PIB de 21.000 millones de dólares, y en 2009 se había cuadruplicado, hasta los 86.000 millones. El año pasado, el PIB de Chongqing creció al asombroso ritmo de 14,9%, casi el doble que el de China en su conjunto. ¿Cómo ha sido esto posible?

 

En la apabullante Chongqing, otro puente está en construcción en el río Vangtsé. Antes de 1960, no había ninguno. Ahora hay una docena. Como dice un viejo residente de la ciudad, “Chongqing es una urbe de puentes y túneles”.

 

Desde el punto de vista histórico y geográfico, Chongqing no parecía destinada a grandes gestas. Más bien al contrario. La ciudad brumosa y antigua, construida sobre los acantilados del Yangtsé, no llevaba escrito ser la metrópolis de más rápido crecimiento del planeta ni que de ella fuera a salir la dueña de la mayor cadena de restaurantes. La verdad es que el ascenso meteórico de Yan Qi, como el de la ciudad, desafía la lógica. Pero es muy simbólico: en él intervinieron la oportunidad, la suerte, la geografía, la generosidad del Gobierno y, en el caso de la empresaria, un desconocido caracol del río Yangtsé. Yan Qi abrió su primer restaurante en 1995, a los 28 años. Le costó atraer clientes, hasta que ideó un original plato, con un gasterópodo desconocido sacado de las orillas embarradas del Yangtsé, al que llamó “caracol picante de río”.

A finales de los 90, China estaba enriqueciéndose lo bastante como para que cada vez hubiera más clientes dispuestos a comer en restaurantes. Yan Qi inauguró su segundo local en la ciudad cercana de Chengdu, y para el año 2000 estaba abriendo aproximadamente una nueva franquicia al mes. En 1999, Tao Ran Ju tenía una facturación anual de ocho millones de dólares; en 2009, con sucursales en toda China occidental, esa cifra se había multiplicado por más de 40. Es difícil planear el crecimiento para una megamillonaria como Yan Qi y una megaciudad como Chongqing. Pero el reto que tiene China ante sí es el de impulsar lo inimaginable. El país prevé que en 2030 se trasladarán 400 millones de personas de los pueblos a los núcleos urbanos.

En Gran Bretaña, la cuna de la Revolución Industrial, no existen más que dos ciudades con más de un millón de habitantes; en Estados Unidos, sólo 10. En China hay ya 43 ciudades con más de un millón, y en 2030 habrá 221, predice la consultora McKinsey Global Institute. El papel que desempeñe China en el siglo XXI puede muy bien depender no de la dimensión de su fuerza naval o de la astucia de sus diplomáticos, sino de cómo gestione la mayor urbanización de masas de la historia.

Pero China no está tan preparada como parece. Aunque a sus líderes se les da muy bien encargar contenedores de hormigón y orquestar grandes proyectos de infraestructuras, no siempre prevén las consecuencias. Pekín puede canalizar con rapidez y decisión los fondos necesarios para proyectos inmensos que serían imposibles en cualquier otro país, pero la otra cara de la moneda es que cuando se equivoca lo hace a lo grande. A un día de coche de Chongqing se encuentra la presa de las Tres Gargantas, la obra hidroeléctrica más grande del mundo. Un símbolo apabullante de las ambiciones de China en ingeniería, pero también la causa de enormes avalanchas e inundaciones.

En la China actual, lo que existe en realidad es una apariencia de planificación. Tanto en la urbanización como en otros aspectos. “La planificación es una forma de publicidad”, me dijo un investigador en el ministerio de Vivienda y Desarrollo Rural y Urbano de Pekín. Me explicó: “Es una paradoja. Aquí las cosas están muy pensadas, en el sentido de que se hacen muchos planes. Pero, en la práctica, es mucho más complicado. Es cuestión de cómo se utilizan –o no– esos planes”.

Y así, al contemplar cómo se desarrolla el proyecto de construcción urbana más rápido del mundo, es importante comprender que no contamos con un manual de instrucciones. China ha emprendido un camino extraordinario de lo que Jeffrey Wasserstrom –autor del libro China in the 21st Century– llama “urbanización inintencionada”. Wasserstrom compara el país asiático con un vagón de tren que circula mientras los operarios tratan de enganchar las ruedas y tender las vías.

Durante siglos, Chongqing era el fin del mundo. El Yangtsé, uno de los dos grandes ríos de China, corre desde la meseta tibetana hasta el océano Pacífico en una zona de gargantas increíbles. Allí se construyó la antigua ciudad de Chongqing, en una franja de tierra próxima a la convergencia del río con su afluente Jialing. En las dos orillas se elevan unos acantilados imponentes y la niebla envuelve las montañas. Las grandes urbes de China son en su mayoría extensas y llanas, pero en Chongqing siempre hay que subir o bajar para llegar a algún sitio. Las calles desaparecen de pronto tragadas por túneles o se desvanecen al otro lado de un viaducto. La bruma hace que los taxistas tengan que girar en las esquinas guiándose tanto por el instinto como por la vista. Allí nadie sabe a ciencia cierta adónde va. Chongqing fue mucho tiempo un bastión contra los ciclos de la historia, el principal puerto de la turbulenta provincia de Sichuán, que rechazó olas sucesivas de invasiones y desafió la asimilación con el este de China. “Ha vivido detrás de sus imponentes barreras montañosas, encerrada en sí misma, durante toda la historia de China”, escribió Theodore White, corresponsal de la revista Time en la ciudad durante los años 40. Annalee Jacoby decía en Thunder Out of China: “Su lejanía y autosuficiencia mantienen la provincia apartada de lo que sucede en el resto del Estado”.

Las conexiones con el mundo exterior se instauraron con lentitud. La primera compañía telefónica se estableció en 1931, la primera red eléctrica fiable, en 1935. Y entonces, de repente, el aislamiento de Chongqing empezó a atraer a gente. En 1938, la vulnerabilidad de las ciudades de la costa Este a los bombarderos japoneses hizo que el líder nacionalista Chiang Kai-shek escogiera el remoto lugar como capital para dirigir la guerra. El Gobierno trasladó instalaciones y plantas militares a la seguridad de sus montes. Se llenó de refugiados y su población alcanzó el millón en menos de un año, lo cual otorgó a Chongqing nuevas energías, pero también atrajo la artillería de los japoneses, cuyos ataques aéreos transformaron colinas de barro en cementerios.

Cuando los combates –y la guerra civil posterior– terminaron, el nuevo Gobierno comunista degradó a la ciudad y la devolvió a la provincia de Sichuán. Como escribieron White y Jacoby, “la urbe fue una consecuencia de la guerra en un momento concreto; está muerta, y las grandes esperanzas y promesas con las que iluminó toda China han desaparecido con ella”. Hoy la ciudad no está muerta, y ha dejado de ser el fin del mundo.

Los primeros que contribuyeron a revitalizarla fueron los soviéticos, con su ayuda para construir el primer puente sobre el temible Yangtsé. Hoy hay una docena de enlaces sobre el río que en otro tiempo separaba unas aldeas aisladas; uno de los últimos es una reproducción del Golden Gate de San Francisco. Quedan pocas huellas físicas del pasado, aunque, cerca de la orilla, existe una recreación moderna de la ciudad antigua, con sus casas puntiagudas sobre postes, hechas de cemento imitando madera, y ocupadas por abarrotados puestos de fideos y tiendas de recuerdos. Hace poco abrió un Starbucks en el piso superior.

En 1983, el Gobierno la incluyó entre las ciudades autorizadas a experimentar con una política económica más liberal. Desde entonces, ha transformado sus viejos inconvenientes geográficos en ventajas… más o menos. La construcción de la presa de las Tres Gargantas comenzó en 1994, y causó el desplazamiento de un millón de refugiados, que remontaron las orillas del río y obligaron a la consiguiente reinvención social y económica de la ciudad. Para afrontar la masiva llegada de gente, el Gobierno central elevó a Chongqing a la categoría de ciudad directa, que equivalía a una provincia y le permitía ser una de las pocas urbes del país independientes del Gobierno regional. Su territorio se amplió y se le concedió una jurisdicción extraordinaria sobre los distritos rurales adyacentes, así como la capacidad casi ilimitada de recalificar esas tierras para urbanizarlas. La venta de títulos inmobiliarios, que representa la cuarta parte de los ingresos anuales del Gobierno local, aumentó el 18% el año pasado. La capacidad de Chongqing para expandirse como una ameba hacia las tierras circundantes es la envidia de otras urbes chinas. Su situación geográfica es hoy uno de los principales atractivos para el dinero de Pekín y para las inversiones extranjeras.

Una herencia de sus días como capital de guerra es que Chongqing sigue actuando como centro de la industria armamentística china. Con la conversión de plantas militares a usos civiles, la ciudad se ha convertido también en uno de los principales fabricantes de productos químicos y cemento, y en el primero de motocicletas. Pero Chongqing está desarrollándose de forma distinta a otros centros productores del Este, como Guangzhou y Shenzhen, que fabrican millones de televisores, iPhones y zapatillas de calidad para exportar a Occidente. El modelo Chongqing consiste en satisfacer las necesidades de consumo nacional: el 90% de los bienes industriales que se fabrican allí, desde el cemento hasta los automóviles, se vende en el país. Cada vez más, esos artículos están fabricados por empresas extranjeras. En 2008, Hewlett-Packard creó un centro de asistencia técnica en la ciudad, y ahora está construyendo una planta para fabricar portátiles. Chongqing atrae ya más inversiones extranjeras que cualquier otra urbe del centro y el oeste de China, nada menos que 2.700 millones de dólares en 2008.

La economía de Chongqing ha crecido con más rapidez desde que fue designada ciudad directa. Pero sus residentes no tienen nada de ricos. La renta per cápita es sólo de 3.300 dólares anuales. Los relucientes centros comerciales y rascacielos de la ciudad revelan sólo una imagen parcial de su población. Los nuevos ricos no son todavía conscientes de lo que pueden hacer con sus medios. Incluso la lujosa vivienda de Yan Qi, en lo que en China se considera una villa, resulta insuficiente para un magnate occidental: “Dos pisos y un jardín”, como lo describió ella. No obstante, se percibe una sensación embriagadora de que algo nuevo está surgiendo.

Para un occidental, los tejados azules son cosa de mansiones francesas; los torreones de piedra, de castillos, y las columnas corintias de color blanco, de templos griegos. Pero en las megamanzanas de Chongqing, los rascacielos de acero y cristal de 40 pisos están coronados con todo tipo de ornamentos en el tejado, el epítome del lujo para los nuevos ocupantes. Los edificios llevan nombres que evocan sitios en los que nunca han estado: Palm Springs, Spring Garden… Sin embargo, los interiores no son tan lujosos. Los apartamentos tienen puertas de metal pintadas de color tostado. Los cuartos de baño suelen ser un amplio espacio con azulejos, sin división entre la ducha y el retrete. Son formas comunes de ahorrar en las apresuradas construcciones chinas. Los vestíbulos, incluso en los rascacielos de categoría, suelen estar destartalados y resultar poco atractivos. En definitiva, Chongqing es un lugar en plena transición.

Cuando visité a Yan Qi en sus oficinas en abril conversamos en su sala de juntas, sentadas en una larga mesa de conferencias. “La marca es muy importante”, me dijo mientras hablábamos de sus planes de expansión a la comida rápida. Me explicó que el secreto del éxito en China era acertar con los nombres y “comprender la economía política”.

La tarjeta de visita de Yan Qi incluye una larga lista de títulos y galardones, incluido el de miembro de la Conferencia Política Consultiva Popular de China, un órgano político asesor que se reúne anualmente en Pekín para hacer recomendaciones al Partido Comunista. Las paredes de la antesala de su despacho están forradas con fotos enmarcadas de la empresaria saludando a funcionarios destacados, entre ellos el actual responsable del partido en la región, Bo Xilai.

Poco después de que Yan Qi conociera a Bo comenzó la construcción de su cuartel general, una inversión de 30 millones de dólares sufragada por el Gobierno. Como dice su amigo, el escritor Huang Jiren, “si tu empresa quiere crecer, el apoyo del Gobierno es muy importante, es un activo invisible”. O, como dijo un profesor de la Universidad Popular a Richard McGregor, histórico corresponsal del Financial Times: “El partido es como Dios. Está en todas partes, pero no se le puede ver”.

En realidad, a Bo se le ve allá donde uno vaya. Vi algunas fotos de su rostro sonriente cuando fui a visitar la sede de la Compañía Constructora Número 1 de Chongqing, la mayor promotora inmobiliaria de la ciudad. Cerca había retratos enmarcados del presidente de la empresa dando la mano a otras figuras públicas, como el presidente Hu Jintao y el primer  ministro Wen Jiabao. Jiang Honglin, el ingeniero jefe adjunto de la compañía, me señaló las fotos y explicó su importancia política: “La reputación es importante para que una empresa pueda hacer negocios”.

Alto, carismático y hábil con los medios –rasgos infrecuentes en un político chino–, Bo es lo más parecido que hay en China a un alcalde famoso. Si Chong qing es el Chicago de China (como les gusta decir a las autoridades locales), Bo Xilai es su Richard Daley (famoso alcalde de la capital de Illinois). Hijo de Bo Yibo, miembro de los ocho inmortales, legendarios líderes del partido que se afianzaron en el poder tras los sucesos de Tiananmen, Bo hijo nació en 1949. Antes de llegar a Chongqing, hace tres años, fue alcalde de Dalian, una próspera ciudad de la costa Este en la que perfeccionó su estilo populista autoritario. Como secretario del partido en Chongqing sigue agitando las aguas y ocupando las portadas.

En un discurso pronunciado a finales de junio desarrolló un nuevo concepto, la salud espiritual, una especie de antimaterialismo retórico. “Debemos llevar adelante la vieja tradición del partido de ser amigos de los obreros, los campesinos y los que sufren dificultades”, aseguró. Algunos escritores chinos han afirmado que encarna un “nuevo maoísmo”. Resulta también extraña para un político chino la avidez con la que busca los focos. Una de las primeras medidas por las que fue admirado fue su creatividad a la hora de gestionar una huelga que llevaron a cabo en 2008 los taxistas, famosos por su mal carácter.

En contraste con la burocracia del Gobierno, Bo se presenta como alguien moderno, ágil y de mentalidad populista. Ha desarrollado cinco lemas muy aireados para transformar Chongqing, con los que muestra que no sólo piensa en el PIB: “Chongqing seguro, Chongqing habitable, Chongqing accesible, Chongqing saludable, Chongqing ecológico”.

Hasta ahora, la consigna que más atención ha suscitado es la de un “Chongqing seguro”. Desde 2009, la ciudad libra una guerra contra las mafias. Una operación masiva organizada por la Oficina de Seguridad en 2009 sirvió para resolver 32.771 casos criminales y llevó a la detención de 31 jefes mafiosos. Seis fueron condenados a muerte, y el primero murió ejecutado por inyección letal. Los demás recibieron largas condenas. La prensa presentaba a Bo como un héroe, y se recreaba en los detalles más morbosos de las sesiones, como las afirmaciones de que una mujer de 46 años, Xie Caiping, apodada la Madrina del Mundo Criminal de la región, manejaba 30 salas ilegales de apuestas y tenía 16 amantes. Además, Xie es la cuñada del subjefe de policía.

Aunque las duras acciones de Bo le granjearon el aplauso popular, pusieron nerviosos a responsables del partido. Los juicios dejaron al descubierto hasta qué punto las relaciones con las autoridades hacen posible la conducta criminal, un tema tabú. Pero Bo no es un reformista: su Gobierno también encarceló, con unos cargos poco claros, a un prestigioso abogado local, Li Zhuang, que iba a defender a los gánsteres. Lo que parece evidente es que el responsable del partido es un heterodoxo con un firme objetivo: lograr convertirse en miembro del Comité Permanente del Politburó (el máximo órgano de toma de decisiones). Este hecho es positivo para los habitantes de Chongqing. Si alguien posee una foto propia saludando a Bo Xilai, es que le espera un gran futuro en la ciudad.