Pueden encontrarse muchos culpables de la subida de precios de los alimentos, pero los pobres no son uno de ellos.

 

La escalada de precios de los alimentos es una crisis mundial, y está desestabilizando la política y la economía en todo el planeta. En los dos últimos años, los precios se han duplicado, y casi todo parece indicar que van a mantenerse altos. Como era de esperar, los pobres sufrirán las peores consecuencias. Las encuestas muestran que ya destinan a alimentación la mitad de lo que gastan. Será inevitable que esta cantidad suba bruscamente, haciendo que a la gente le quede menos para otros gastos básicos como atención sanitaria o vivienda.

Los pobres no sólo están siendo los más perjudicados por la crisis alimentaria, sino que además se les culpa de ella. El presidente de EE UU, George W. Bush, por ejemplo, afirmó que, cuando países pobres como India prosperan, sus habitantes “empiezan a demandar mejor nutrición y mejor comida”. Por ello, “la demanda es alta, y eso provoca que los precios suban”, añadió. Esta opinión es compartida por numerosos políticos, economistas y periodistas. Pero, aunque la nueva clase media mundial es, sin duda, uno de los factores que influyen en el incremento de los precios de los alimentos, no es tan importante como muchos creen. Estamos echando la culpa a quienes no debemos.

Ésta es una de las sorprendentes conclusiones del análisis de Donald Mitchell sobre la crisis alimentaria. Mitchell, experto del Banco Mundial en productos agrícolas, sostiene que el hecho de que los pobres –especialmente en Asia– coman ahora más carne no es la causa del aumento de los precios de los alimentos. Analicemos, por ejemplo, el consumo mundial de arroz y trigo. Entre 2000 y 2007, el primero creció un 1% anual; el segundo lo hizo incluso más despacio. Mientras tanto, el consumo de carne se disparó. Estas tendencias parecen contradictorias porque, cuando comemos pollo o filetes de ternera, estamos ingiriendo fundamentalmente cereales, que constituyen la principal materia prima empleada en la alimentación de los animales para consumo humano. La realidad es que la demanda de arroz y de trigo no ha crecido al ritmo de la población mundial, es decir, de los consumidores. Si la ingesta de carne en Asia explicase el aumento de los precios de los cereales, la demanda de grano debería mantenerse alta, y sería raro que países como China e India tuviesen excedentes para exportar. Pero, como señala Mitchell, durante los últimos siete años la demanda de arroz y trigo creció más despacio que entre 1995 y 2000, cuando los precios mundiales de los alimentos se mantenían estables y el consumo en Asia aún no se había disparado. Además, en 2000, ambas potencias emergentes se convirtieron en exportadoras netas de grano. Así que, ¿cómo se explica que, mientras el consumo de carne ha crecido, la demanda de cereales (el indicador más empleado para acusar a los países pobres de Asia de la crisis alimentaria) no haya seguido el mismo ritmo? Gracias a la tecnología, sostiene Mitchell. Las innovaciones en genética, nutrición y métodos de elaboración de productos de origen animal han revolucionado la eficiencia en la producción de pollo, cerdo y vacuno. Por ejemplo, en Extremo Oriente, la cantidad de carne generada por unidad de cereal ha crecido un 40% desde 1990. Entonces, ¿por qué los precios internacionales de estos productos están disparándose?

 

“Las medidas que fomentan el cultivo para biocombustibles explican más del 50% de la escalada actual de precios”

La expansión del consumo en los países pobres está contribuyendo, al menos de forma indirecta, al encarecimiento de los alimentos, en la medida en la que ha espoleado el consumo energético. Éste se ha añadido a la presión que hizo subir las tarifas del petróleo y del gas hasta máximos históricos. Y la carestía de la energía, a su vez, ha aumentado los precios de los alimentos, no sólo porque ha incrementado el precio del transporte de productos agrícolas, sino, sobre todo, porque multiplica el coste de los fertilizantes fabricados con hidrocarburos. Las anomalías meteorológicas, como la grave sequía que ha sufrido Australia, también han contribuido. Y también los especuladores. Durante los cinco últimos años, el número de contratos de futuros de trigo (compromisos de compra o venta de ciertas cantidades de trigo en una determinada fecha futura a un precio establecido de antemano) se ha cuadruplicado. Pero, a pesar de que mucho dinero en busca de beneficios rápidos ha acabado en los mercados agrícolas, el hecho es que los especuladores sólo aprovechan y aceleran tendencias existentes en el mercado; no crean los factores que las determinan. Y una de las realidades que están explotando es que las reservas de productos agrícolas se hallan en niveles históricos mínimos. A lo largo de los últimos veinticinco años, la mayoría de los países han ido abandonando la política de almacenar cereales y otros productos agrícolas. Y ahora que los mercados de materias primas andan revueltos, carecen de un colchón al que recurrir ante una merma inesperada de su capacidad de importación de grano. Estos recortes en la disponibilidad de cereales para importar pueden deberse a múltiples causas, algunas naturales y otras provocadas por el hombre. El cambio climático, por ejemplo, ya tiene efectos perceptibles en los tiempos de cosecha y en la producción agrícola. Pero el principal catalizador de la crisis hay que buscarlo en las políticas de los gobiernos –especialmente en EE UU–, que fomentan que los agricultores orienten sus cultivos hacia la producción de etanol y otros biocombustibles, en lugar de sembrar productos para el consumo humano. Estudios recientes señalan que estas medidas explican más del 50% de la escalada actual de precios y serán las causantes de más del 33% de la inflación alimentaria durante la próxima década.

Por supuesto, el encarecimiento ha sido una consecuencia imprevista de las políticas de ayuda a los granjeros estadounidenses. Pero también es cierto que podría haberse evitado si las decisiones se hubieran tomado en función de un análisis concienzudo de los mercados y no de determinados intereses. En cualquier caso, al menos ahora sabemos que los culpables no son los consumidores de los países pobres, sino los agricultores de los países ricos y los políticos a quienes tienen metidos en el bolsillo.