La política exterior debe volver a ocuparse de las ideas y los valores, y cambiar su forma de actuar. En el futuro tendrá que basarse, sobre todo, en el diálogo, y no en la simple afirmación de los valores occidentales. España, como otros países, necesita un nuevo tipo de diplomacia y de diplomáticos.

En los últimos tres años ha quedado más clara la índole de las nuevas prioridades de la seguridad internacional y los retos que plantean a los ejecutores de la política exterior. Entre éstas se incluyen el terrorismo internacional, la proliferación de las armas de destrucción masiva (ADM), los Estados fallidos, el crimen organizado, la degradación medioambiental, la escasez de recursos, la pobreza y la emigración masiva. Aun cuando se reconoce la importancia de estos temas, no todos se consideran problemas para la seguridad. Resulta, sin embargo, esencial entender que los asuntos relacionados con esta cuestión no son sólo aquellos que atañen a las armas, a la violencia explícita o a las soluciones militares/policiales, sino también aquellos que podrían amenazar el bienestar económico o la integridad física de los ciudadanos. Esto adquiere mayor importancia dada la tendencia que, desde que se declaró la guerra contra el terrorismo, muestran los gobiernos occidentales a conceder una prioridad abrumadora a las cuestiones relacionadas con la seguridad, mientras se relegan otras a un segundo o incluso a un tercer nivel de importancia. Sin embargo, a medio y largo plazo, estas otras cuestiones podrían plantear riesgos considerablemente mayores que los que plantea el terrorismo.

Los temas de la agenda de la seguridad internacional comparten varios rasgos. Están interrelacionados, y se refuerzan mutuamente de muchas maneras, no siempre de una forma directa. En consecuencia, no es posible aislarlos y tratarlos por separado. Exigen una estrategia integrada y holística. Para ninguno existe una respuesta o solución directa. Todos ellos tienen un carácter global, tanto en su alcance como en sus consecuencias, de las que ningún país, ni ningún grupo regional de países, puede aislarse. Y ningún Estado por sí mismo, ni siquiera la única superpotencia mundial, posee los recursos para abordarlos en solitario.

Estos asuntos sólo pueden tratarse mediante una amplia colaboración a la que se incorporen regiones y países de diferentes culturas e ideologías políticas. Pero la cooperación con otros gobiernos, o incluso con élites políticas no es suficiente. Para que sea un éxito tiene que extenderse, de una manera más amplia, a otras sociedades, así como en las nuestras. Hay que decir, por último, que los gobiernos y sus agentes (es decir, los diplomáticos) no siempre serán los interlocutores más idóneos, sino más bien lo contrario.

Dos ejemplos son suficientes para exponer claramente lo que queremos decir: el terrorismo internacional y las enfermedades epidémicas. Cabría establecer que los objetivos clave de la confrontación con el terrorismo islamista internacional consisten en abortar los ataques, detener o dar muerte a los terroristas y desmantelar sus redes, reducir su capacidad de reclutamiento y de conseguir financiación, y marginarlos dentro de la sociedad islámica. El estudio de estos cuatro objetivos esclarece la importancia fundamental, para la política en general, de una nueva diplomacia (o de lo que podría denominarse "diplomacia colaboradora" o "basada en el diálogo"), algunos aspectos de su naturaleza y los instrumentos de los que ha de servirse. A simple vista, el primero de estos objetivos parece estar relacionado, sobre todo, con la seguridad y con la política militar y policial. Sin embargo, desbaratar con éxito las operaciones terroristas, desmantelar sus redes o eliminar a los activistas son asuntos que requieren la colaboración de un amplio espectro de gobiernos extranjeros y, en especial, de los de países islámicos. A estos últimos hay que convencerles para que colaboren, no sólo presionarles.

Pero el esfuerzo de persuasión debe llegar más allá de los gobiernos, más allá incluso de las élites políticas, si se quiere que la colaboración resulte eficaz, estable y duradera. Es inevitable que el alcance de la cooperación se limite a lo que incluso los regímenes no democráticos o semidemocráticos perciben como aceptable para sus sociedades. Por ejemplo, Pakistán, en su colaboración con EE UU en la guerra contra el terrorismo, ha tenido que mantener un equilibrio con lo que resulta admisible para su población, incluida la élite de sus Fuerzas Armadas y de seguridad. Es más: la plena colaboración de un gobierno islámico sirve de bien poco a los intereses occidentales si se consigue a costa de un aumento del fundamentalismo islamista en la sociedad, con el consiguiente debilitamiento del gobierno, o si acaba provocando su sustitución por una alternativa extremista. En consecuencia, la cooperación eficaz contra el terrorismo islámico requiere, a largo plazo, el apoyo o, como mínimo la aquiescencia, del conjunto de las sociedades islámicas.

Los demás objetivos (el reclutamiento, la financiación y la marginación) se centran de una manera más evidente en la diplomacia colaboradora, y están estrechamente relacionados con ésta. Son sorprendentemente escasos los estudios sobre las razones que llevan a hombres y mujeres jóvenes a convertirse en terroristas, sobre todo suicidas, y son palmariamente inadecuadas las respuestas simplistas que atribuyen esa inclinación a factores como la pobreza, la deficiente educación o el conflicto entre Israel y Palestina. Los datos muestran, por ejemplo, que los terroristas suicidas de Hamás tienden a proceder de familias con unos ingresos y un nivel educativo por encima de la media. De modo semejante, aun cuando Al Qaeda trata de sacar provecho de la situación de los palestinos, no se trata de un objetivo central, y la organización no suele reclutarlos en sus filas.

Así pues, la finalidad compartida de los cuatro objetivos esbozados consiste en que las sociedades islámicas cambien su percepción de Occidente. Lisa y llanamente: seguir una estrategia que las convenza de que Occidente no es el enemigo, que el enemigo es Osama; de que la democracia y la economía de mercado ni son incompatibles con el islam ni son instrumentos del imperialismo, y de que la coexistencia constructiva es posible y va en interés de todos. Este compromiso con la calle de los países islámicos no será fácil, y suscita importantes problemas relativos a la forma y el contenido del mensaje y en cuanto a los instrumentos y los actores que se utilizan para desarrollar la estrategia.

La amenaza para la seguridad que plantean las enfermedades epidémicas debería haber quedado clara desde 1918, cuando un brote de la llamada "gripe española" mató a más gente en un año que los cuatro años de carnicería de la Primera Guerra Mundial, y fue uno de los factores que provocaron el derrumbamiento del Ejército alemán en el frente occidental. Un ejemplo más reciente es la devastación económica y social causada en el África subsahariana por el sida. El mejor exponente es Suráfrica. Según un reciente informe, el grado de propagación del VIH en el Ejército surafricano es tal que ya no es posible desplegarlo con eficacia para operaciones de mantenimiento de la paz en el continente negro. El estudio asegura que, dada la incidencia del VIH en las generaciones que tienen que nutrir las fuerzas de seguridad o de policía, Pretoria podría quedarse sin Fuerzas Armadas en un plazo de 15 a 20 años. Las implicaciones económicas, asimismo relacionadas con la seguridad, se pusieron de manifiesto con el brote de SARS, que, aunque limitado, causó un grave daño económico a las lineas aéreas y al turismo de los países asiáticos.

Es un error creer que las epidemias son, ante todo, un problema para los países en vías de desarrollo, y que son escasas sus implicaciones para Occidente, si es que tienen alguna. Los países ricos son, de múltiples maneras, más vulnerables que nunca. La interdependencia del mundo globalizado y los movimientos masivos de personas y mercancías traen consigo grandes posibilidades de transmisión de estas enfermedades. Los modernos medios de transporte exacerban el riesgo. Mientras que hace 60 años un viaje de India a Europa llevaba semanas, lo que daba tiempo a que se declarase una enfermedad y se pudiera poner al barco en cuarentena a su llegada, ese mismo trayecto hoy sólo requiere unas horas, lo que entra dentro del período de incubación de la mayor parte de las patologías infecciosas. Un pasajero puede subir a un avión y aterrizar aparentemente con buena salud, y la enfermedad puede presentarse después, cuando ya ha vuelto a su comunidad. Para cuando se diagnostica el mal, puede que se haya extendido por todo el territorio. Abordar la amenaza para la seguridad derivada de las epidemias requiere una estrategia activa de compromiso con los países en los que se originan.

SALUD GLOBAL
Esta estrategia debe incluir la mejora de los sistemas de salud pública con el fin de garantizar un diagnóstico rápido, una respuesta efectiva y una temprana advertencia global de cuáles son las cepas de la enfermedad, así como una eficaz educación en salud pública para reducir los innecesarios riesgos sanitarios. Se necesita también un auténtico diálogo, tanto para comprender las realidades culturales y sociales de los países afectados que puedan incidir en la puesta en práctica de las medidas como para garantizar su plena y voluntaria disposición a colaborar. Una vez más, el diálogo y la cooperación tendrán que llegar más allá de los gobiernos y de las élites políticas y alcanzar a los profesionales de la medicina y a otras personas que intervienen en la salud pública. Y, más allá, el diálogo debe sobrepasar, asimismo, el ámbito gubernamental en los países occidentales y extenderse a los médicos, a las empresas farmacéuticas y a las ONGs pertinentes, por nombrar sólo estos tres colectivos.

La pobreza masiva, la emigración, la degradación del medio ambiente o las enfermedades epidémicas ofrecen oportunidades para los terroristas. Les sirven de refugio o de zona de reclutamiento. La degradación medioambiental puede aumentar la miseria y, por tanto, la emigración, y hacer ciertas regiones más vulnerables a la enfermedad (un moderado aumento del calentamiento global puede, por ejemplo, hacer que Washington pase a ser una zona azotada por la malaria). La criminalidad global organizada ofrece a los terroristas redes de reclutamiento, apoyo financiero o facilidades para el tráfico (humano, monetario y de armas). La percepción de la indiferencia ante los problemas sociales a escala mundial puede inducir a la gente, occidentales incluidos, a un activismo más radical, incluso al terrorismo. Estas interrelaciones u autorreforzamientos pueden convertirse en círculos viciosos en los que la acumulación de problemas podría escapar a todo control. Esto habla más decididamente incluso en favor de un enfoque integral de todo el orden de prioridades, basado en la colaboración y en una diplomacia basada, asimismo, en la colaboración o en el diálogo.

Muchos comentaristas reconocen hoy que la diplomacia tiene que volver a ocuparse de las ideas y los valores. Pero la simple afirmación de los valores occidentales, como si poseyeran una validez única y universal, podría ser contraproducente. La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue, por ejemplo, un documento europeo, escrito por europeos, al final de una guerra civil europea, destacable principalmente por la falta de respeto a los derechos humanos. Los no europeos no pudieron suscribirla porque a la sazón estaban sometidos al control de los gobiernos coloniales. Hay que dudar de que ese mismo documento fuera hoy aceptado como universal. La simple afirmación de unos valores que ya no despiertan unanimidad corre el riesgo de provocar un rechazo automático y la afirmación de otros distintos. Incluso cuando los valores fundamentales de Occidente van claramente en interés de los individuos, por ejemplo, los que se refieren al derecho a la vida, a la libertad de expresión y a la igualdad entre los sexos o entre los grupos étnicos, pueden ser rechazados ante la necesidad que siente un grupo o una nación de afirmar su identidad en oposición a Occidente.

Es un error creer que las epidemias son, ante todo, un problema para los países en vías de desarrollo y que son escasas sus implicaciones para Occidente. Los países ricos son más vulnerables que nunca

Si abordar el nuevo orden del día de las amenazas a la seguridad requiere la colaboración de otros gobiernos y de las sociedades civiles de otros países, una diplomacia que quiera tener éxito no debe basarse en la afirmación de unos valores, sino en entablar un diálogo genuino. Los mensajes de la diplomacia no necesitan ser más sofisticados y sutiles. Deben entrar en diálogo con un amplio espectro de actores de las sociedades civiles extranjeras. Esto requiere un enfoque más abierto, y quizá más humilde, que parta del reconocimiento de que nadie tiene el monopolio de la verdad ni de la virtud, de que otras ideas pueden ser válidas y que el resultado al que se llega tal vez difiera del mensaje que inicialmente ha querido hacerse valer. Si la finalidad es convencer, más que vencer, y el proceso ha de tener credibilidad, el diálogo debe ser auténtico sin abandonar los valores fundamentales. La finalidad sigue siendo convencer a otros públicos de su validez. Pero el esfuerzo de convencer se incluye en un contexto de escuchar.

Los gobiernos y los diplomáticos han perdido progresivamente su monopolio de las relaciones internacionales. Dejar que participen agentes no gubernamentales en las estrategias diplomáticas tiene que ver con el modo más efectivo de desarrollar y poner en práctica tales estrategias. Mientras los diplomáticos conservan un importante papel en los debates con otros gobiernos y otras élites políticas, no suelen ser los agentes ideales, y a veces son contraproducentes, cuando intervienen en debates con sociedades extranjeras. Puede ocurrir también que los diplomáticos carezcan de vías naturales para relacionarse con elementos clave de la sociedad civil. Crear canales artificiales para acercarse a ellos puede aumentar las sospechas respecto a los motivos que les guían, tanto en los gobiernos extranjeros como en la población.

Una estrategia de diplomacia de colaboración tiene importantes implicaciones para la estructura y la cultura de los ministerios de Asuntos Exteriores. La diplomacia basada en el diálogo requiere tiempo para ser efectiva; no produce resultados instantáneos. Los ministros de Asuntos Exteriores necesitan, en consecuencia, desarrollar una capacidad para pensar la política a largo plazo y para el análisis geopolítico, y lo cierto es que presentan una notable debilidad en estos dos aspectos. El exceso de jerarquización en los procesos de toma de decisiones y las consiguientes trabas administrativas y primas al conformismo, en perjuicio de la innovación y la creatividad, condenan a los funcionarios a una fijación por el corto plazo, tanto en la toma de decisiones como en el análisis. Deberían aprender de la experiencia del sector privado, que utiliza con profusión las técnicas de planificación de escenarios desarrolladas por Shell en las décadas de 1960 y 1970, así como las nuevas técnicas de creación de modelos derivadas de la teoría de las redes y de la complejidad. Partiendo de estas premisas, deberían reestructurar las maquinarias de la política exterior para permitir el desarrollo de objetivos a medio y largo plazo frente a futuros escenarios posibles que pueden proporcionar el marco en el que, a su vez, pueda desarrollarse una estrategia de diplomacia de colaboración para hacer posible la consecución de esos objetivos.

Esto requerirá un cambio tanto en la cultura como en la estructura. Los ministerios de Asuntos Exteriores siguen atados a un paradigma de toma de decisiones cerrado, en el que se decide la política y luego se vende a otros gobiernos. Este paradigma se mantiene, en gran parte, incluso entre los aliados que mantienen una estrecha relación. Pero resulta inadecuado, o incluso contraproducente, si de lo que se trata es de conseguir la colaboración de una amplia gama de gobiernos y sociedades civiles con los que colaborar.

Acercarse a una cultura más abierta será también necesario si se quiere que los ministros extranjeros colaboren con agentes no gubernamentales. Se han dado algunos pasos en esta dirección. El director del Departamento de Derechos Humanos del Foreign Office británico procede de Amnistía Internacional. También el Foreign and Commonwealth Office creó el Panel 2000, en el que reunió a expertos para que le asesorasen en su estrategia de diplomacia pública. Un grupo de trabajo estadounidense ha sugerido que se establezca una "corporación para la diplomacia pública", sin ánimo de lucro, con el fin de coordinar las actividades de los agentes no gubernamentales.

Pero estos pasos servirán de poco si no se abre la cultura hermética, casi monástica, de los servicios exteriores. Los funcionarios deberían tener cuidado también con su tendencia casi instintiva a reaccionar ante los problemas creando nuevos comités de coordinación. Aparte del riesgo que supone crear más estructuras burocráticas, cuando el objetivo debería consistir en crear menos, la pertenencia a comités gubernamentales formales puede causar importantes problemas éticos o políticos a muchos potenciales agentes de una diplomacia de colaboración, y habrá otros que rechacen su índole burocrática. Las estructuras de red de carácter menos formal pueden resultar más eficaces, más eficientes en relación con el coste y menos sensibles políticamente. Pero las estructuras reticulares, a diferencia de lo que ocurre con las jerárquicas, plantearán, una vez más, importantes retos culturales y estructurales.

Aunque la mayor parte de la nueva diplomacia corresponderá a agentes no gubernamentales, las embajadas y los diplomáticos que trabajan en el extranjero seguirán desempeñando un importante papel. Tendrán que experimentar, asimismo, cambios radicales de tipo cultural y estructural, ya que no han cambiado de manera significativa en los últimos 50 años.

En el futuro, cinco o seis diplomáticos bien preparados, que se desplacen constantemente y estén en contacto con el ministerio con sus móviles y sus ordenadores serán más eficaces que los actuales

‘EMPRESARIOS DIPLOMÁTICOS’
Los diplomáticos seguirán teniendo una importante función en la captación de élites políticas, que incluirán en muchos casos a periodistas y creadores de opinión. Para desempeñarla deberán ser más abiertos y estar dispuestos a salirse de las instrucciones recibidas y entrar en un diálogo y debate auténticos. Tendrán que complementar el conocimiento de los países a los que son destinados, un aspecto que conservará su enorme importancia, con un mayor saber sobre los asuntos clave, con el fin de tener credibilidad.

Para desempeñar con éxito esta tarea, debe animárseles a que asuman riesgos, y recompensarlos por ello. En su relación con la sociedad, su papel será el de empresarios diplomáticos que buscan y detectan oportunidades de establecer relaciones y que las ponen en conocimiento de los agentes no gubernamentales pertinentes, facilitándoles si es necesario los primeros pasos. Esto sólo podrán llevarlo a cabo si forman parte de una red informal con agentes no gubernamentales de su propio país. Necesitarán también desplazarse de un lado a otro, y no sólo en las capitales de los países en los que actúan. Las actuales embajadas y la creciente microgestión que procede de los ministerios de Exteriores ponen serios obstáculos para esta actuación. Las grandes legaciones occidentales dedican demasiado tiempo a tareas de administración, a la gestión del personal y de las grandes propiedades, y a hablar con otros diplomáticos. Lo que se prima es la capacidad de manejar el papeleo procedente de las oficinas centrales, más que el trabajo con las redes locales. Las futuras embajadas serán menos voluminosas y más flexibles, dependerán menos de edificios prestigiosos y se estructurarán en torno a redes funcionales.

En el futuro, cinco o seis diplomáticos con buena preparación, motivados y con objetivos claros, que se desplacen constantemente y estén en contacto con la red del ministerio a través de sus móviles y sus ordenadores portátiles resultarán mucho más eficaces que los actuales 30 o 40 atados a sus mesas de trabajo. Tal como lo han expresado los analistas de Rand, "necesitamos una revolución en los asuntos diplomáticos equivalente a la que se ha producido en los asuntos militares".

Puede cuestionarse que países como EE UU o el Reino Unido estén en condiciones de iniciar una revolución de esta índole. A raíz de la guerra de Irak, su credibilidad ha quedado tan dañada, sobre todo en los países donde se hace más necesario el nuevo enfoque, que, en un futuro previsible, no se hará un esfuerzo serio en este sentido. No existe prueba alguna de que la nueva Administración republicana en EE UU, tan convencida de la validez universal y única de su imposición moral sobre el mundo, esté interesada en un diálogo auténtico o abierto.

De la misma forma, es tal la fuerza de la cultura diplomática tradicional, firmemente enraizada en el viejo paradigma diplomático, que tampoco resulta fácil ver a un país como Francia encabezar una iniciativa de este tipo (la política francesa en África occidental casi no puede distinguirse de la que lleva a cabo
EE UU en Oriente Medio, que tanto gusta de criticar Jacques Chirac, y puede incluso que sea menos responsable que ésta). La situación de una potencia mediana como España puede ser diferente.

REALINEAMIENTO ESPAÑOL
El Gobierno socialista español ha anunciado ya su intención de revisar tanto la política exterior como el servicio diplomático. La retirada de las tropas españolas de Irak fue seguida de la adopción de medidas para realinear la política extranjera y acercarla a Francia y Alemania (y alejarla del ultraatlantismo del Gobierno anterior), al tiempo que se hace un nuevo hincapié en las relaciones con el norte de África y América Latina. No es éste el lugar para hacer recomendaciones políticas específicas a España, sino más bien de explorar cómo podrían seguirse estas políticas en el marco de un nuevo paradigma diplomático, y las implicaciones que ello tendría para su servicio exterior.

Hay pruebas de que la manera de pensar del Gobierno español va en las direcciones generales que se apuntan. En septiembre de 2004, el presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, anunció ante la Asamblea General de Naciones Unidas la creación de una "alianza de civilizaciones", como parte de una estrategia de lucha contra el terrorismo. En respuesta a una interpelación en el Parlamento, el ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, definió esta propuesta como "el aspecto y la dimensión cultural del diálogo entre civilizaciones", con el fin de evitar el "choque entre civilizaciones", y afirmó que "el gran desafío que tiene España, que tiene Occidente, es una nueva relación, una relación estratégica, con el mundo árabe e islámico".

El titular de Exteriores ha creado también una comisión asesora para la renovación del servicio diplomático español. En una alocución dirigida a los embajadores españoles en octubre de 2004, el ministro definió los puntos clave de la reforma: el ministerio debe "abandonar el patrón jerárquico y rígido", convirtiéndose en "un proveedor de servicios originales al Gobierno, al Parlamento, a las administraciones públicas centrales y autonómicas, a las empresas, a la pluralidad de organizaciones y asociaciones que integran la sociedad civil, y al ciudadano particular". Esto debe conseguirse mediante "una política de apertura y transparencia que permite la expresión de inquietudes, críticas y disensiones" y requiere una "reforma integral del servicio exterior. La multiplicidad de actores en la escena internacional nos obliga diariamente a asumir una actitud crítica e imaginativa ante nuestras rutinas o querencias de antaño". Moratinos pidió a los embajadores que propusieran sin temor modos de conseguir estos objetivos.

Es apreciable el reconocimiento de la necesidad de diálogo y de reforma del servicio diplomático español, pero es dudoso que esto suponga un nuevo paradigma o una revolución en los asuntos diplomáticos. Por ejemplo, la "alianza de civilizaciones" resulta muy problemática. En primer lugar, al centrarse en Occidente y el islam, ignora a las otras civilizaciones y culturas con las que también se necesita la colaboración. En segundo lugar, al colocarse la "alianza" en el contexto de la lucha contra el terrorismo, repite los errores de la guerra contra el terror de privilegiar este aspecto sobre otros temas, potencialmente más peligrosos, de la agenda de seguridad internacional, o de creer que puede tratarse por separado un tema cualquiera de dicha agenda. Finalmente, al situar esta cuestión dentro del contexto del "choque de civilizaciones", parte de la base de la existencia de un problema entre civilizaciones que corre el riesgo de empantanarse en interminables debates sobre la autodefinición cultural. Con independencia de las afirmaciones de no querer crear una nueva "reunión donde se habla mucho y no se hace nada", éste es precisamente el riesgo que se corre. En otras palabras: un apéndice marginal de la elaboración seria de políticas.

Un enfoque mejor de esta iniciativa consistiría en construirla en torno a los temas de la agenda de la seguridad internacional. Así se podría comenzar por los puntos en los que existe amplio acuerdo, las amenazas al bienestar económico y a la seguridad personal que afectan a todos los países, en vez de dar vueltas interminables sobre la importancia de las diferencias de cultura o de civilización. Esto no supondría negar tal importancia, sino dejar que esas diferencias surjan y se traten dentro de un marco constructivo, mientras se intenta abordar los problemas y las amenazas comunes. Esto induciría a un enfoque holístico, en el que se reconocerían la interdependencia de los temas y la necesidad de tratarlos en su conjunto, en vez de hacerlo por separado. Facilitaría, asimismo, la implicación de todo el espectro de agentes no gubernamentales que, como se ha visto, resultarán esenciales para desarrollar una colaboración entre sociedades, en vez de entre gobiernos (la actual iniciativa corre el riesgo de que se impliquen principal, o incluso únicamente, los agentes no gubernamentales que se ocupan de cuestiones de autodefinición cultural, muchos de los cuales quizá tengan interés en afirmar las diferencias, más que en superarlas). Las grandes iniciativas no son suficientes por sí mismas para avanzar en la revolución del pensamiento diplomático. Pueden ser valiosas, no obstante, para señalar un cambio de mentalidad.

Ya sea a través de una gran iniciativa, o a través de actividades más corrientes (pero, en última instancia, más importantes), la implicación de los agentes no gubernamentales es clave. La iniciativa de implicar en mayor medida a las ONGs en la política española de ayuda al desarrollo constituye un importante paso en la dirección correcta. Pero organizar esto dentro de un marco formal de procesos y mecanismos de consulta es correr precisamente el riesgo de crear una nueva estructura burocrática y excluir a las citadas ONGs. Sería más valioso, y con mayores miras al futuro, la creación de redes más informales y flexibles en las que participen toda la variedad de potenciales agentes no gubernamentales, tanto en la formulación como en la puesta en práctica de las políticas. Esa colaboración debería ir más allá de la política de ayuda al desarrollo y abarcar todo el espectro de temas de la política exterior.

Como otros servicios diplomáticos, el español tendrá que acostumbrarse a fichar expertos con contratos temporales para poner en práctica los cambios e incorporar los conocimientos especializados

En este contexto, España tiene la ventaja de la existencia de Gobiernos autonómicos y municipales efectivos. Las autonomías españolas no han sido hasta ahora particularmente eficientes en el diseño y la puesta en práctica de estrategias exteriores. Al mismo tiempo, el Ministerio de Asuntos Exteriores se ha mostrado reticente hacia los esfuerzos de los Gobiernos autonómicos en este sentido, preocupado por actividades que puedan entrar en conflicto con la política oficial española, y ha tratado de controlar, más que de estimular, la diplomacia subnacional.

Un nuevo enfoque de la política exterior española debería reconocer las enormes oportunidades que puede abrir este tipo de diplomacia, tanto en la reducción de la carga del servicio exterior español (por ejemplo, en la promoción turística, cultural o de las exportaciones, o en el desarrollo de las relaciones con otras regiones y ciudades, aumentando la riqueza de las relaciones españolas con otros países y otras sociedades civiles), como en la promoción de la diversidad y la pluralidad de la democracia española (incluso como modelo para otros países, como Bosnia).

No está claro que el Gobierno español se dé cuenta todavía de la escala de la reforma radical que se requiere en su servicio exterior para articular la nueva diplomacia. Los objetivos fijados por Moratinos están todos en la buena dirección. Sin embargo, el servicio diplomático español se ha contado entre los más conservadores de Europa, y de los menos eficaces en la adopción de nuevas maneras de hacer diplomacia.

Un punto de partida lo constituirá la selección y la formación de los diplomáticos. La gran mayoría procede de las facultades de Derecho. La selección a la que se les somete, con las tradicionales oposiciones, no está diseñada de manera que permita identificar a quienes piensan de una manera creativa e innovadora. La formación que reciben en la Escuela Diplomática se centra en exceso en el derecho internacional y en un modo de pensar tradicional sobre las relaciones exteriores. Nada de esto resulta muy útil en el ámbito internacional del siglo XXI. Ni se producen con ello los empresarios diplomáticos. Dicho lo cual, hay que añadir que el sistema español tiene también sus puntos fuertes, que deben mantenerse: el rápido intercambio que se produce entre el mundo diplomático, el comercial y el político, algo que, en alguna medida, compensa los efectos de la selección y de los procedimientos de formación.

ADIÓS A LA ESCUELA DIPLOMÁTICA
La radical reforma de la selección y la formación, y un completo replanteamiento de la Escuela Diplomática, son esenciales. Pero su impacto sólo se dejará sentir a largo plazo. Entre tanto, como muchos otros servicios diplomáticos, el español tendrá que acostumbrarse a fichar expertos con contratos temporales para poner en práctica los cambios culturales e incorporar los conocimientos especializados necesarios. Puede que éste sea el modelo del futuro, ya sea en las embajadas o en los ministerios de Asuntos Exteriores, donde trabajarán los diplomáticos con contratados para proyectos o funciones específicos. Esta modalidad se ha adoptado ya en el sector empresarial, sobre todo en el mundo anglosajón, donde casi ha desaparecido el concepto del empleo en una empresa para toda la vida.

En resumen, las reformas estructurales que necesita el servicio diplomático español son: adelgazamiento de la estructura de dirección del ministerio para aprovechar al máximo las oportunidades que ofrece la nueva sociedad de la información; creación de embajadas más pequeñas, mejor enfocadas y mejor motivadas; sacar a los diplomáticos en el extranjero de las embajadas y hacer que se integren en la vida civil; utilizar los nuevos medios de transmisión de la información para incorporar a las embajadas al proceso de la elaboración de las políticas; explorar las posibilidades de privatizar algunos servicios, tales como los servicios comerciales y algunos aspectos de los servicios consulares.

A este respecto, una alternativa para España podría consistir en tomar la iniciativa para proponer la creación de consulados comunes de la UE en los países extracomunitarios. Esto no sólo representaría un importante ahorro de recursos y una posible mejora de los servicios, sino que podría constituir también un paso concreto, relativamente no controvertido desde el punto de vista político, hacia una auténtica Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), que sería, además, apreciada por los ciudadanos europeos. Aunque sería pedir demasiado que los diplomáticos españoles abandonasen por completo títulos tales como el de embajador, canciller o embajada (pese a que sería una útil manera de cambiar su mentalidad), necesitan dejar de pensar en las redes diplomáticas en términos de edificios y de rígidas jerarquías. Un área clave en la que el Ministerio español de Asuntos Exteriores tiene que mejorar su actuación es el análisis geopolítico a medio y largo plazo. Fue la falta de esa capacidad analítica la que hizo que careciera de sentido todo cuanto se dijo en la década de los 90 en relación con la diplomacia preventiva.

La reforma del servicio diplomático español no sólo lo hará más eficiente, sino que facilitará la puesta en práctica del nuevo paradigma que es indispensable para poder sustentar la seguridad y el bienestar económico en el siglo XXI. No será fácil. Los servicios diplomáticos se resisten notablemente al cambio, quizá en mayor medida que otros departamentos gubernamentales. El éxito requiere dedicar un capital político considerable y consistente por parte de los más altos niveles de la Administración.

Pero vale la pena el esfuerzo. La historia reciente muestra que las potencias medianas que introducen un enfoque radicalmente nuevo en las relaciones internacionales pueden conseguir una influencia y un prestigio que van más allá de su fortaleza militar y económica nominal (según el dicho británico, "golpean con más fuerza de la que corresponde a su peso"). Es el caso de Canadá, con su apoyo a la prohibición de las minas terrestres, y ahora a la prohibición de la venta de armamento ligero, o de Noruega, que ha conseguido hacerse un nicho como primer negociador de elección para conflictos internacionales. A comienzos del siglo XXI, España tiene la oportunidad no sólo de mejorar las perspectivas de seguridad y bienestar para sus ciudadanos, sino de aumentar su influencia y su prestigio en los debates globales.

¿Algo más?
El autor del artículo realiza una exposición más detallada sobre el contexto de las relaciones entre la diplomacia y el concepto de nation building (construcción de Estados viables) en el capítulo ‘The New Public Diplomacy’, en la obra colectiva Public Diplomacy in the Foreign Policy of States (Ed. Jan Melissen, Londres, 2005).

Jennifer Brower y Peter Chalk analizan el concepto de seguridad humana en The Global Threat of New and Emerging Infectious Diseases (Rand, Santa Mónica, Cal., EE UU, 2003). Para repasar los objetivos a conseguir en la lucha contra el terrorismo puede verse el artículo de Niall Burgess y David Spence ‘The EU: New Threats and the problem of coherence’, publicado en Business and Security: Public-Private Sector Relationships in a New Security Environment (Alyson Bailes e Isabel Frommelt Eds., Sipri y Oxford, 2004). En cuanto a las relaciones entre la pobreza y la falta de educación y la propagación del terrorismo, es útil consultar el análisis de Alan B. Krueger y Malecková ‘Education, Poverty and Terrorism’ (Journal of Economic Perspectives: Vol. 17, nº 4, 2003). Un clásico es el libro de Joseph Nye Soft Power: The Means to Success in World Politics (Perseus, Nueva York, 2004), en el que el politólogo de la Universidad de Harvard define el llamado poder blando (el poder cultural y de las ideas), que opera más sutilmente que la fuerza de las armas.

Obras fundamentales para el análisis geopolítico son las de Kees Van der Heiden, Scenarios: the Art of Strategic Conversation (Ed. Wiley, Chichester, Reino Unido, 1996); Paul Ormerod y Shaun Riordan, ‘A New Approach to Geo-Political Analysis’, publicada en Diplomacy and Statecraft (diciembre 2004), y el análisis colectivo de Robert Lempert, Steven Popper y Steven Bankes, Shaping the Next One Hundred Years: New Methods for Quantitative Long Term Policy Analysis (Rand, Santa Mónica, California, Estados Unidos, 2003). Esta cuestión se ha debatido considerablemente en Gran Bretaña por parte de círculos académicos y de grupos de expertos. Véase, por ejemplo, Perri 6 et al Towards Holistic Governance: The New Reform Agenda (Londres: Palgrave 2002).

 

La política exterior debe volver a ocuparse de las ideas y los valores, y cambiar su forma de actuar. En el futuro tendrá que basarse, sobre todo, en el diálogo, y no en la simple afirmación de los valores occidentales. España, como otros países, necesita un nuevo tipo de diplomacia y de diplomáticos. Shaun Riordan

En los últimos tres años ha quedado más clara la índole de las nuevas prioridades de la seguridad internacional y los retos que plantean a los ejecutores de la política exterior. Entre éstas se incluyen el terrorismo internacional, la proliferación de las armas de destrucción masiva (ADM), los Estados fallidos, el crimen organizado, la degradación medioambiental, la escasez de recursos, la pobreza y la emigración masiva. Aun cuando se reconoce la importancia de estos temas, no todos se consideran problemas para la seguridad. Resulta, sin embargo, esencial entender que los asuntos relacionados con esta cuestión no son sólo aquellos que atañen a las armas, a la violencia explícita o a las soluciones militares/policiales, sino también aquellos que podrían amenazar el bienestar económico o la integridad física de los ciudadanos. Esto adquiere mayor importancia dada la tendencia que, desde que se declaró la guerra contra el terrorismo, muestran los gobiernos occidentales a conceder una prioridad abrumadora a las cuestiones relacionadas con la seguridad, mientras se relegan otras a un segundo o incluso a un tercer nivel de importancia. Sin embargo, a medio y largo plazo, estas otras cuestiones podrían plantear riesgos considerablemente mayores que los que plantea el terrorismo.

Los temas de la agenda de la seguridad internacional comparten varios rasgos. Están interrelacionados, y se refuerzan mutuamente de muchas maneras, no siempre de una forma directa. En consecuencia, no es posible aislarlos y tratarlos por separado. Exigen una estrategia integrada y holística. Para ninguno existe una respuesta o solución directa. Todos ellos tienen un carácter global, tanto en su alcance como en sus consecuencias, de las que ningún país, ni ningún grupo regional de países, puede aislarse. Y ningún Estado por sí mismo, ni siquiera la única superpotencia mundial, posee los recursos para abordarlos en solitario.

Estos asuntos sólo pueden tratarse mediante una amplia colaboración a la que se incorporen regiones y países de diferentes culturas e ideologías políticas. Pero la cooperación con otros gobiernos, o incluso con élites políticas no es suficiente. Para que sea un éxito tiene que extenderse, de una manera más amplia, a otras sociedades, así como en las nuestras. Hay que decir, por último, que los gobiernos y sus agentes (es decir, los diplomáticos) no siempre serán los interlocutores más idóneos, sino más bien lo contrario.

Dos ejemplos son suficientes para exponer claramente lo que queremos decir: el terrorismo internacional y las enfermedades epidémicas. Cabría establecer que los objetivos clave de la confrontación con el terrorismo islamista internacional consisten en abortar los ataques, detener o dar muerte a los terroristas y desmantelar sus redes, reducir su capacidad de reclutamiento y de conseguir financiación, y marginarlos dentro de la sociedad islámica. El estudio de estos cuatro objetivos esclarece la importancia fundamental, para la política en general, de una nueva diplomacia (o de lo que podría denominarse "diplomacia colaboradora" o "basada en el diálogo"), algunos aspectos de su naturaleza y los instrumentos de los que ha de servirse. A simple vista, el primero de estos objetivos parece estar relacionado, sobre todo, con la seguridad y con la política militar y policial. Sin embargo, desbaratar con éxito las operaciones terroristas, desmantelar sus redes o eliminar a los activistas son asuntos que requieren la colaboración de un amplio espectro de gobiernos extranjeros y, en especial, de los de países islámicos. A estos últimos hay que convencerles para que colaboren, no sólo presionarles.

Pero el esfuerzo de persuasión debe llegar más allá de los gobiernos, más allá incluso de las élites políticas, si se quiere que la colaboración resulte eficaz, estable y duradera. Es inevitable que el alcance de la cooperación se limite a lo que incluso los regímenes no democráticos o semidemocráticos perciben como aceptable para sus sociedades. Por ejemplo, Pakistán, en su colaboración con EE UU en la guerra contra el terrorismo, ha tenido que mantener un equilibrio con lo que resulta admisible para su población, incluida la élite de sus Fuerzas Armadas y de seguridad. Es más: la plena colaboración de un gobierno islámico sirve de bien poco a los intereses occidentales si se consigue a costa de un aumento del fundamentalismo islamista en la sociedad, con el consiguiente debilitamiento del gobierno, o si acaba provocando su sustitución por una alternativa extremista. En consecuencia, la cooperación eficaz contra el terrorismo islámico requiere, a largo plazo, el apoyo o, como mínimo la aquiescencia, del conjunto de las sociedades islámicas.

Los demás objetivos (el reclutamiento, la financiación y la marginación) se centran de una manera más evidente en la diplomacia colaboradora, y están estrechamente relacionados con ésta. Son sorprendentemente escasos los estudios sobre las razones que llevan a hombres y mujeres jóvenes a convertirse en terroristas, sobre todo suicidas, y son palmariamente inadecuadas las respuestas simplistas que atribuyen esa inclinación a factores como la pobreza, la deficiente educación o el conflicto entre Israel y Palestina. Los datos muestran, por ejemplo, que los terroristas suicidas de Hamás tienden a proceder de familias con unos ingresos y un nivel educativo por encima de la media. De modo semejante, aun cuando Al Qaeda trata de sacar provecho de la situación de los palestinos, no se trata de un objetivo central, y la organización no suele reclutarlos en sus filas.

Así pues, la finalidad compartida de los cuatro objetivos esbozados consiste en que las sociedades islámicas cambien su percepción de Occidente. Lisa y llanamente: seguir una estrategia que las convenza de que Occidente no es el enemigo, que el enemigo es Osama; de que la democracia y la economía de mercado ni son incompatibles con el islam ni son instrumentos del imperialismo, y de que la coexistencia constructiva es posible y va en interés de todos. Este compromiso con la calle de los países islámicos no será fácil, y suscita importantes problemas relativos a la forma y el contenido del mensaje y en cuanto a los instrumentos y los actores que se utilizan para desarrollar la estrategia.

La amenaza para la seguridad que plantean las enfermedades epidémicas debería haber quedado clara desde 1918, cuando un brote de la llamada "gripe española" mató a más gente en un año que los cuatro años de carnicería de la Primera Guerra Mundial, y fue uno de los factores que provocaron el derrumbamiento del Ejército alemán en el frente occidental. Un ejemplo más reciente es la devastación económica y social causada en el África subsahariana por el sida. El mejor exponente es Suráfrica. Según un reciente informe, el grado de propagación del VIH en el Ejército surafricano es tal que ya no es posible desplegarlo con eficacia para operaciones de mantenimiento de la paz en el continente negro. El estudio asegura que, dada la incidencia del VIH en las generaciones que tienen que nutrir las fuerzas de seguridad o de policía, Pretoria podría quedarse sin Fuerzas Armadas en un plazo de 15 a 20 años. Las implicaciones económicas, asimismo relacionadas con la seguridad, se pusieron de manifiesto con el brote de SARS, que, aunque limitado, causó un grave daño económico a las lineas aéreas y al turismo de los países asiáticos.

Es un error creer que las epidemias son, ante todo, un problema para los países en vías de desarrollo, y que son escasas sus implicaciones para Occidente, si es que tienen alguna. Los países ricos son, de múltiples maneras, más vulnerables que nunca. La interdependencia del mundo globalizado y los movimientos masivos de personas y mercancías traen consigo grandes posibilidades de transmisión de estas enfermedades. Los modernos medios de transporte exacerban el riesgo. Mientras que hace 60 años un viaje de India a Europa llevaba semanas, lo que daba tiempo a que se declarase una enfermedad y se pudiera poner al barco en cuarentena a su llegada, ese mismo trayecto hoy sólo requiere unas horas, lo que entra dentro del período de incubación de la mayor parte de las patologías infecciosas. Un pasajero puede subir a un avión y aterrizar aparentemente con buena salud, y la enfermedad puede presentarse después, cuando ya ha vuelto a su comunidad. Para cuando se diagnostica el mal, puede que se haya extendido por todo el territorio. Abordar la amenaza para la seguridad derivada de las epidemias requiere una estrategia activa de compromiso con los países en los que se originan.

SALUD GLOBAL
Esta estrategia debe incluir la mejora de los sistemas de salud pública con el fin de garantizar un diagnóstico rápido, una respuesta efectiva y una temprana advertencia global de cuáles son las cepas de la enfermedad, así como una eficaz educación en salud pública para reducir los innecesarios riesgos sanitarios. Se necesita también un auténtico diálogo, tanto para comprender las realidades culturales y sociales de los países afectados que puedan incidir en la puesta en práctica de las medidas como para garantizar su plena y voluntaria disposición a colaborar. Una vez más, el diálogo y la cooperación tendrán que llegar más allá de los gobiernos y de las élites políticas y alcanzar a los profesionales de la medicina y a otras personas que intervienen en la salud pública. Y, más allá, el diálogo debe sobrepasar, asimismo, el ámbito gubernamental en los países occidentales y extenderse a los médicos, a las empresas farmacéuticas y a las ONGs pertinentes, por nombrar sólo estos tres colectivos.

La pobreza masiva, la emigración, la degradación del medio ambiente o las enfermedades epidémicas ofrecen oportunidades para los terroristas. Les sirven de refugio o de zona de reclutamiento. La degradación medioambiental puede aumentar la miseria y, por tanto, la emigración, y hacer ciertas regiones más vulnerables a la enfermedad (un moderado aumento del calentamiento global puede, por ejemplo, hacer que Washington pase a ser una zona azotada por la malaria). La criminalidad global organizada ofrece a los terroristas redes de reclutamiento, apoyo financiero o facilidades para el tráfico (humano, monetario y de armas). La percepción de la indiferencia ante los problemas sociales a escala mundial puede inducir a la gente, occidentales incluidos, a un activismo más radical, incluso al terrorismo. Estas interrelaciones u autorreforzamientos pueden convertirse en círculos viciosos en los que la acumulación de problemas podría escapar a todo control. Esto habla más decididamente incluso en favor de un enfoque integral de todo el orden de prioridades, basado en la colaboración y en una diplomacia basada, asimismo, en la colaboración o en el diálogo.

Muchos comentaristas reconocen hoy que la diplomacia tiene que volver a ocuparse de las ideas y los valores. Pero la simple afirmación de los valores occidentales, como si poseyeran una validez única y universal, podría ser contraproducente. La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue, por ejemplo, un documento europeo, escrito por europeos, al final de una guerra civil europea, destacable principalmente por la falta de respeto a los derechos humanos. Los no europeos no pudieron suscribirla porque a la sazón estaban sometidos al control de los gobiernos coloniales. Hay que dudar de que ese mismo documento fuera hoy aceptado como universal. La simple afirmación de unos valores que ya no despiertan unanimidad corre el riesgo de provocar un rechazo automático y la afirmación de otros distintos. Incluso cuando los valores fundamentales de Occidente van claramente en interés de los individuos, por ejemplo, los que se refieren al derecho a la vida, a la libertad de expresión y a la igualdad entre los sexos o entre los grupos étnicos, pueden ser rechazados ante la necesidad que siente un grupo o una nación de afirmar su identidad en oposición a Occidente.

Es un error creer que las epidemias son, ante todo, un problema para los países en vías de desarrollo y que son escasas sus implicaciones para Occidente. Los países ricos son más vulnerables que nunca

Si abordar el nuevo orden del día de las amenazas a la seguridad requiere la colaboración de otros gobiernos y de las sociedades civiles de otros países, una diplomacia que quiera tener éxito no debe basarse en la afirmación de unos valores, sino en entablar un diálogo genuino. Los mensajes de la diplomacia no necesitan ser más sofisticados y sutiles. Deben entrar en diálogo con un amplio espectro de actores de las sociedades civiles extranjeras. Esto requiere un enfoque más abierto, y quizá más humilde, que parta del reconocimiento de que nadie tiene el monopolio de la verdad ni de la virtud, de que otras ideas pueden ser válidas y que el resultado al que se llega tal vez difiera del mensaje que inicialmente ha querido hacerse valer. Si la finalidad es convencer, más que vencer, y el proceso ha de tener credibilidad, el diálogo debe ser auténtico sin abandonar los valores fundamentales. La finalidad sigue siendo convencer a otros públicos de su validez. Pero el esfuerzo de convencer se incluye en un contexto de escuchar.

Los gobiernos y los diplomáticos han perdido progresivamente su monopolio de las relaciones internacionales. Dejar que participen agentes no gubernamentales en las estrategias diplomáticas tiene que ver con el modo más efectivo de desarrollar y poner en práctica tales estrategias. Mientras los diplomáticos conservan un importante papel en los debates con otros gobiernos y otras élites políticas, no suelen ser los agentes ideales, y a veces son contraproducentes, cuando intervienen en debates con sociedades extranjeras. Puede ocurrir también que los diplomáticos carezcan de vías naturales para relacionarse con elementos clave de la sociedad civil. Crear canales artificiales para acercarse a ellos puede aumentar las sospechas respecto a los motivos que les guían, tanto en los gobiernos extranjeros como en la población.

Una estrategia de diplomacia de colaboración tiene importantes implicaciones para la estructura y la cultura de los ministerios de Asuntos Exteriores. La diplomacia basada en el diálogo requiere tiempo para ser efectiva; no produce resultados instantáneos. Los ministros de Asuntos Exteriores necesitan, en consecuencia, desarrollar una capacidad para pensar la política a largo plazo y para el análisis geopolítico, y lo cierto es que presentan una notable debilidad en estos dos aspectos. El exceso de jerarquización en los procesos de toma de decisiones y las consiguientes trabas administrativas y primas al conformismo, en perjuicio de la innovación y la creatividad, condenan a los funcionarios a una fijación por el corto plazo, tanto en la toma de decisiones como en el análisis. Deberían aprender de la experiencia del sector privado, que utiliza con profusión las técnicas de planificación de escenarios desarrolladas por Shell en las décadas de 1960 y 1970, así como las nuevas técnicas de creación de modelos derivadas de la teoría de las redes y de la complejidad. Partiendo de estas premisas, deberían reestructurar las maquinarias de la política exterior para permitir el desarrollo de objetivos a medio y largo plazo frente a futuros escenarios posibles que pueden proporcionar el marco en el que, a su vez, pueda desarrollarse una estrategia de diplomacia de colaboración para hacer posible la consecución de esos objetivos.

Esto requerirá un cambio tanto en la cultura como en la estructura. Los ministerios de Asuntos Exteriores siguen atados a un paradigma de toma de decisiones cerrado, en el que se decide la política y luego se vende a otros gobiernos. Este paradigma se mantiene, en gran parte, incluso entre los aliados que mantienen una estrecha relación. Pero resulta inadecuado, o incluso contraproducente, si de lo que se trata es de conseguir la colaboración de una amplia gama de gobiernos y sociedades civiles con los que colaborar.

Acercarse a una cultura más abierta será también necesario si se quiere que los ministros extranjeros colaboren con agentes no gubernamentales. Se han dado algunos pasos en esta dirección. El director del Departamento de Derechos Humanos del Foreign Office británico procede de Amnistía Internacional. También el Foreign and Commonwealth Office creó el Panel 2000, en el que reunió a expertos para que le asesorasen en su estrategia de diplomacia pública. Un grupo de trabajo estadounidense ha sugerido que se establezca una "corporación para la diplomacia pública", sin ánimo de lucro, con el fin de coordinar las actividades de los agentes no gubernamentales.

Pero estos pasos servirán de poco si no se abre la cultura hermética, casi monástica, de los servicios exteriores. Los funcionarios deberían tener cuidado también con su tendencia casi instintiva a reaccionar ante los problemas creando nuevos comités de coordinación. Aparte del riesgo que supone crear más estructuras burocráticas, cuando el objetivo debería consistir en crear menos, la pertenencia a comités gubernamentales formales puede causar importantes problemas éticos o políticos a muchos potenciales agentes de una diplomacia de colaboración, y habrá otros que rechacen su índole burocrática. Las estructuras de red de carácter menos formal pueden resultar más eficaces, más eficientes en relación con el coste y menos sensibles políticamente. Pero las estructuras reticulares, a diferencia de lo que ocurre con las jerárquicas, plantearán, una vez más, importantes retos culturales y estructurales.

Aunque la mayor parte de la nueva diplomacia corresponderá a agentes no gubernamentales, las embajadas y los diplomáticos que trabajan en el extranjero seguirán desempeñando un importante papel. Tendrán que experimentar, asimismo, cambios radicales de tipo cultural y estructural, ya que no han cambiado de manera significativa en los últimos 50 años.

En el futuro, cinco o seis diplomáticos bien preparados, que se desplacen constantemente y estén en contacto con el ministerio con sus móviles y sus ordenadores serán más eficaces que los actuales

‘EMPRESARIOS DIPLOMÁTICOS’
Los diplomáticos seguirán teniendo una importante función en la captación de élites políticas, que incluirán en muchos casos a periodistas y creadores de opinión. Para desempeñarla deberán ser más abiertos y estar dispuestos a salirse de las instrucciones recibidas y entrar en un diálogo y debate auténticos. Tendrán que complementar el conocimiento de los países a los que son destinados, un aspecto que conservará su enorme importancia, con un mayor saber sobre los asuntos clave, con el fin de tener credibilidad.

Para desempeñar con éxito esta tarea, debe animárseles a que asuman riesgos, y recompensarlos por ello. En su relación con la sociedad, su papel será el de empresarios diplomáticos que buscan y detectan oportunidades de establecer relaciones y que las ponen en conocimiento de los agentes no gubernamentales pertinentes, facilitándoles si es necesario los primeros pasos. Esto sólo podrán llevarlo a cabo si forman parte de una red informal con agentes no gubernamentales de su propio país. Necesitarán también desplazarse de un lado a otro, y no sólo en las capitales de los países en los que actúan. Las actuales embajadas y la creciente microgestión que procede de los ministerios de Exteriores ponen serios obstáculos para esta actuación. Las grandes legaciones occidentales dedican demasiado tiempo a tareas de administración, a la gestión del personal y de las grandes propiedades, y a hablar con otros diplomáticos. Lo que se prima es la capacidad de manejar el papeleo procedente de las oficinas centrales, más que el trabajo con las redes locales. Las futuras embajadas serán menos voluminosas y más flexibles, dependerán menos de edificios prestigiosos y se estructurarán en torno a redes funcionales.

En el futuro, cinco o seis diplomáticos con buena preparación, motivados y con objetivos claros, que se desplacen constantemente y estén en contacto con la red del ministerio a través de sus móviles y sus ordenadores portátiles resultarán mucho más eficaces que los actuales 30 o 40 atados a sus mesas de trabajo. Tal como lo han expresado los analistas de Rand, "necesitamos una revolución en los asuntos diplomáticos equivalente a la que se ha producido en los asuntos militares".

Puede cuestionarse que países como EE UU o el Reino Unido estén en condiciones de iniciar una revolución de esta índole. A raíz de la guerra de Irak, su credibilidad ha quedado tan dañada, sobre todo en los países donde se hace más necesario el nuevo enfoque, que, en un futuro previsible, no se hará un esfuerzo serio en este sentido. No existe prueba alguna de que la nueva Administración republicana en EE UU, tan convencida de la validez universal y única de su imposición moral sobre el mundo, esté interesada en un diálogo auténtico o abierto.

De la misma forma, es tal la fuerza de la cultura diplomática tradicional, firmemente enraizada en el viejo paradigma diplomático, que tampoco resulta fácil ver a un país como Francia encabezar una iniciativa de este tipo (la política francesa en África occidental casi no puede distinguirse de la que lleva a cabo
EE UU en Oriente Medio, que tanto gusta de criticar Jacques Chirac, y puede incluso que sea menos responsable que ésta). La situación de una potencia mediana como España puede ser diferente.

REALINEAMIENTO ESPAÑOL
El Gobierno socialista español ha anunciado ya su intención de revisar tanto la política exterior como el servicio diplomático. La retirada de las tropas españolas de Irak fue seguida de la adopción de medidas para realinear la política extranjera y acercarla a Francia y Alemania (y alejarla del ultraatlantismo del Gobierno anterior), al tiempo que se hace un nuevo hincapié en las relaciones con el norte de África y América Latina. No es éste el lugar para hacer recomendaciones políticas específicas a España, sino más bien de explorar cómo podrían seguirse estas políticas en el marco de un nuevo paradigma diplomático, y las implicaciones que ello tendría para su servicio exterior.

Hay pruebas de que la manera de pensar del Gobierno español va en las direcciones generales que se apuntan. En septiembre de 2004, el presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, anunció ante la Asamblea General de Naciones Unidas la creación de una "alianza de civilizaciones", como parte de una estrategia de lucha contra el terrorismo. En respuesta a una interpelación en el Parlamento, el ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, definió esta propuesta como "el aspecto y la dimensión cultural del diálogo entre civilizaciones", con el fin de evitar el "choque entre civilizaciones", y afirmó que "el gran desafío que tiene España, que tiene Occidente, es una nueva relación, una relación estratégica, con el mundo árabe e islámico".

El titular de Exteriores ha creado también una comisión asesora para la renovación del servicio diplomático español. En una alocución dirigida a los embajadores españoles en octubre de 2004, el ministro definió los puntos clave de la reforma: el ministerio debe "abandonar el patrón jerárquico y rígido", convirtiéndose en "un proveedor de servicios originales al Gobierno, al Parlamento, a las administraciones públicas centrales y autonómicas, a las empresas, a la pluralidad de organizaciones y asociaciones que integran la sociedad civil, y al ciudadano particular". Esto debe conseguirse mediante "una política de apertura y transparencia que permite la expresión de inquietudes, críticas y disensiones" y requiere una "reforma integral del servicio exterior. La multiplicidad de actores en la escena internacional nos obliga diariamente a asumir una actitud crítica e imaginativa ante nuestras rutinas o querencias de antaño". Moratinos pidió a los embajadores que propusieran sin temor modos de conseguir estos objetivos.

Es apreciable el reconocimiento de la necesidad de diálogo y de reforma del servicio diplomático español, pero es dudoso que esto suponga un nuevo paradigma o una revolución en los asuntos diplomáticos. Por ejemplo, la "alianza de civilizaciones" resulta muy problemática. En primer lugar, al centrarse en Occidente y el islam, ignora a las otras civilizaciones y culturas con las que también se necesita la colaboración. En segundo lugar, al colocarse la "alianza" en el contexto de la lucha contra el terrorismo, repite los errores de la guerra contra el terror de privilegiar este aspecto sobre otros temas, potencialmente más peligrosos, de la agenda de seguridad internacional, o de creer que puede tratarse por separado un tema cualquiera de dicha agenda. Finalmente, al situar esta cuestión dentro del contexto del "choque de civilizaciones", parte de la base de la existencia de un problema entre civilizaciones que corre el riesgo de empantanarse en interminables debates sobre la autodefinición cultural. Con independencia de las afirmaciones de no querer crear una nueva "reunión donde se habla mucho y no se hace nada", éste es precisamente el riesgo que se corre. En otras palabras: un apéndice marginal de la elaboración seria de políticas.

Un enfoque mejor de esta iniciativa consistiría en construirla en torno a los temas de la agenda de la seguridad internacional. Así se podría comenzar por los puntos en los que existe amplio acuerdo, las amenazas al bienestar económico y a la seguridad personal que afectan a todos los países, en vez de dar vueltas interminables sobre la importancia de las diferencias de cultura o de civilización. Esto no supondría negar tal importancia, sino dejar que esas diferencias surjan y se traten dentro de un marco constructivo, mientras se intenta abordar los problemas y las amenazas comunes. Esto induciría a un enfoque holístico, en el que se reconocerían la interdependencia de los temas y la necesidad de tratarlos en su conjunto, en vez de hacerlo por separado. Facilitaría, asimismo, la implicación de todo el espectro de agentes no gubernamentales que, como se ha visto, resultarán esenciales para desarrollar una colaboración entre sociedades, en vez de entre gobiernos (la actual iniciativa corre el riesgo de que se impliquen principal, o incluso únicamente, los agentes no gubernamentales que se ocupan de cuestiones de autodefinición cultural, muchos de los cuales quizá tengan interés en afirmar las diferencias, más que en superarlas). Las grandes iniciativas no son suficientes por sí mismas para avanzar en la revolución del pensamiento diplomático. Pueden ser valiosas, no obstante, para señalar un cambio de mentalidad.

Ya sea a través de una gran iniciativa, o a través de actividades más corrientes (pero, en última instancia, más importantes), la implicación de los agentes no gubernamentales es clave. La iniciativa de implicar en mayor medida a las ONGs en la política española de ayuda al desarrollo constituye un importante paso en la dirección correcta. Pero organizar esto dentro de un marco formal de procesos y mecanismos de consulta es correr precisamente el riesgo de crear una nueva estructura burocrática y excluir a las citadas ONGs. Sería más valioso, y con mayores miras al futuro, la creación de redes más informales y flexibles en las que participen toda la variedad de potenciales agentes no gubernamentales, tanto en la formulación como en la puesta en práctica de las políticas. Esa colaboración debería ir más allá de la política de ayuda al desarrollo y abarcar todo el espectro de temas de la política exterior.

Como otros servicios diplomáticos, el español tendrá que acostumbrarse a fichar expertos con contratos temporales para poner en práctica los cambios e incorporar los conocimientos especializados

En este contexto, España tiene la ventaja de la existencia de Gobiernos autonómicos y municipales efectivos. Las autonomías españolas no han sido hasta ahora particularmente eficientes en el diseño y la puesta en práctica de estrategias exteriores. Al mismo tiempo, el Ministerio de Asuntos Exteriores se ha mostrado reticente hacia los esfuerzos de los Gobiernos autonómicos en este sentido, preocupado por actividades que puedan entrar en conflicto con la política oficial española, y ha tratado de controlar, más que de estimular, la diplomacia subnacional.

Un nuevo enfoque de la política exterior española debería reconocer las enormes oportunidades que puede abrir este tipo de diplomacia, tanto en la reducción de la carga del servicio exterior español (por ejemplo, en la promoción turística, cultural o de las exportaciones, o en el desarrollo de las relaciones con otras regiones y ciudades, aumentando la riqueza de las relaciones españolas con otros países y otras sociedades civiles), como en la promoción de la diversidad y la pluralidad de la democracia española (incluso como modelo para otros países, como Bosnia).

No está claro que el Gobierno español se dé cuenta todavía de la escala de la reforma radical que se requiere en su servicio exterior para articular la nueva diplomacia. Los objetivos fijados por Moratinos están todos en la buena dirección. Sin embargo, el servicio diplomático español se ha contado entre los más conservadores de Europa, y de los menos eficaces en la adopción de nuevas maneras de hacer diplomacia.

Un punto de partida lo constituirá la selección y la formación de los diplomáticos. La gran mayoría procede de las facultades de Derecho. La selección a la que se les somete, con las tradicionales oposiciones, no está diseñada de manera que permita identificar a quienes piensan de una manera creativa e innovadora. La formación que reciben en la Escuela Diplomática se centra en exceso en el derecho internacional y en un modo de pensar tradicional sobre las relaciones exteriores. Nada de esto resulta muy útil en el ámbito internacional del siglo XXI. Ni se producen con ello los empresarios diplomáticos. Dicho lo cual, hay que añadir que el sistema español tiene también sus puntos fuertes, que deben mantenerse: el rápido intercambio que se produce entre el mundo diplomático, el comercial y el político, algo que, en alguna medida, compensa los efectos de la selección y de los procedimientos de formación.

ADIÓS A LA ESCUELA DIPLOMÁTICA
La radical reforma de la selección y la formación, y un completo replanteamiento de la Escuela Diplomática, son esenciales. Pero su impacto sólo se dejará sentir a largo plazo. Entre tanto, como muchos otros servicios diplomáticos, el español tendrá que acostumbrarse a fichar expertos con contratos temporales para poner en práctica los cambios culturales e incorporar los conocimientos especializados necesarios. Puede que éste sea el modelo del futuro, ya sea en las embajadas o en los ministerios de Asuntos Exteriores, donde trabajarán los diplomáticos con contratados para proyectos o funciones específicos. Esta modalidad se ha adoptado ya en el sector empresarial, sobre todo en el mundo anglosajón, donde casi ha desaparecido el concepto del empleo en una empresa para toda la vida.

En resumen, las reformas estructurales que necesita el servicio diplomático español son: adelgazamiento de la estructura de dirección del ministerio para aprovechar al máximo las oportunidades que ofrece la nueva sociedad de la información; creación de embajadas más pequeñas, mejor enfocadas y mejor motivadas; sacar a los diplomáticos en el extranjero de las embajadas y hacer que se integren en la vida civil; utilizar los nuevos medios de transmisión de la información para incorporar a las embajadas al proceso de la elaboración de las políticas; explorar las posibilidades de privatizar algunos servicios, tales como los servicios comerciales y algunos aspectos de los servicios consulares.

A este respecto, una alternativa para España podría consistir en tomar la iniciativa para proponer la creación de consulados comunes de la UE en los países extracomunitarios. Esto no sólo representaría un importante ahorro de recursos y una posible mejora de los servicios, sino que podría constituir también un paso concreto, relativamente no controvertido desde el punto de vista político, hacia una auténtica Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), que sería, además, apreciada por los ciudadanos europeos. Aunque sería pedir demasiado que los diplomáticos españoles abandonasen por completo títulos tales como el de embajador, canciller o embajada (pese a que sería una útil manera de cambiar su mentalidad), necesitan dejar de pensar en las redes diplomáticas en términos de edificios y de rígidas jerarquías. Un área clave en la que el Ministerio español de Asuntos Exteriores tiene que mejorar su actuación es el análisis geopolítico a medio y largo plazo. Fue la falta de esa capacidad analítica la que hizo que careciera de sentido todo cuanto se dijo en la década de los 90 en relación con la diplomacia preventiva.

La reforma del servicio diplomático español no sólo lo hará más eficiente, sino que facilitará la puesta en práctica del nuevo paradigma que es indispensable para poder sustentar la seguridad y el bienestar económico en el siglo XXI. No será fácil. Los servicios diplomáticos se resisten notablemente al cambio, quizá en mayor medida que otros departamentos gubernamentales. El éxito requiere dedicar un capital político considerable y consistente por parte de los más altos niveles de la Administración.

Pero vale la pena el esfuerzo. La historia reciente muestra que las potencias medianas que introducen un enfoque radicalmente nuevo en las relaciones internacionales pueden conseguir una influencia y un prestigio que van más allá de su fortaleza militar y económica nominal (según el dicho británico, "golpean con más fuerza de la que corresponde a su peso"). Es el caso de Canadá, con su apoyo a la prohibición de las minas terrestres, y ahora a la prohibición de la venta de armamento ligero, o de Noruega, que ha conseguido hacerse un nicho como primer negociador de elección para conflictos internacionales. A comienzos del siglo XXI, España tiene la oportunidad no sólo de mejorar las perspectivas de seguridad y bienestar para sus ciudadanos, sino de aumentar su influencia y su prestigio en los debates globales.

¿Algo más?
El autor del artículo realiza una exposición más detallada sobre el contexto de las relaciones entre la diplomacia y el concepto de nation building (construcción de Estados viables) en el capítulo ‘The New Public Diplomacy’, en la obra colectiva Public Diplomacy in the Foreign Policy of States (Ed. Jan Melissen, Londres, 2005).

Jennifer Brower y Peter Chalk analizan el concepto de seguridad humana en The Global Threat of New and Emerging Infectious Diseases (Rand, Santa Mónica, Cal., EE UU, 2003). Para repasar los objetivos a conseguir en la lucha contra el terrorismo puede verse el artículo de Niall Burgess y David Spence ‘The EU: New Threats and the problem of coherence’, publicado en Business and Security: Public-Private Sector Relationships in a New Security Environment (Alyson Bailes e Isabel Frommelt Eds., Sipri y Oxford, 2004). En cuanto a las relaciones entre la pobreza y la falta de educación y la propagación del terrorismo, es útil consultar el análisis de Alan B. Krueger y Malecková ‘Education, Poverty and Terrorism’ (Journal of Economic Perspectives: Vol. 17, nº 4, 2003). Un clásico es el libro de Joseph Nye Soft Power: The Means to Success in World Politics (Perseus, Nueva York, 2004), en el que el politólogo de la Universidad de Harvard define el llamado poder blando (el poder cultural y de las ideas), que opera más sutilmente que la fuerza de las armas.

Obras fundamentales para el análisis geopolítico son las de Kees Van der Heiden, Scenarios: the Art of Strategic Conversation (Ed. Wiley, Chichester, Reino Unido, 1996); Paul Ormerod y Shaun Riordan, ‘A New Approach to Geo-Political Analysis’, publicada en Diplomacy and Statecraft (diciembre 2004), y el análisis colectivo de Robert Lempert, Steven Popper y Steven Bankes, Shaping the Next One Hundred Years: New Methods for Quantitative Long Term Policy Analysis (Rand, Santa Mónica, California, Estados Unidos, 2003). Esta cuestión se ha debatido considerablemente en Gran Bretaña por parte de círculos académicos y de grupos de expertos. Véase, por ejemplo, Perri 6 et al Towards Holistic Governance: The New Reform Agenda (Londres: Palgrave 2002).

 


Shaun Riordan ha sido diplomático británico durante 16 años. Es profesor asociado de la London School of Economics (LSE) y miembro del Consejo Editorial de FP EDICIÓN ESPAÑOLA. Este artículo está basado en su libro La nueva diplomacia, que publicará próximamente en España la editorial Siglo XXI.