“No podemos dejar que se vayan”.

Los soldados de la Unión Africana se sorprendieron al saber que teníamos planeado volver a Mogadiscio y abandonar la relativa seguridad de su base a las afueras de la capital somalí.

Su comandante estaba categóricamente decidido a no dejarnos ir. Por fin, tras muchas protestas por nuestra parte, los soldados llegaron a una solución de compromiso. Nos dijeron que escribiéramos una carta diciendo que, si salíamos de la base y nos mataban en Mogadiscio, lo haríamos bajo nuestra única responsabilidad. “Acabarán muertos”, dijo el portavoz de la misión de la UA cuando salíamos. “Hoy van a morir”.

Mogadiscio, como pudimos ver de inmediato, no es un lugar fácil de visitar.

Habíamos llegado allí de regreso a Kandahar, otra ciudad desgarrada por la guerra y hostil para los forasteros, en la que los secuestros, las desapariciones y los tiroteos se han convertido en elementos de la vida cotidiana. Pero Mogadiscio tiene algo distinto. Como hemos visto viviendo los dos últimos años en el bastión del renacimiento talibán en Afganistán, Kandahar, aún en guerra, sigue siendo una ciudad que funciona, con tráfico, obras y grandes mercados. Mogadiscio es un paisaje lunar, vacío, plagado de anarquía y destrucción. Quedan muy escasos restos de la vida normal.

“Puede ocurrir cualquier cosa”, nos advirtió Nuruddin, nuestro anfitrión, chófer y asesor de seguridad, mientras íbamos de la base de la Unión Africana a un hotel de nombre irónico: Peace Hotel. Íbamos a ser los únicos huéspedes. Nuruddin nos dio una pequeña charla al llegar; antes de nuestra visita, habían matado o secuestrado a varios extranjeros. “Hay gente extraña alrededor. Están deseando venderles; ustedes significan mucho dinero para ellos”.

Lo que más nos impresionó fue el aire vacío y amenazador del lugar. Nadie pone un pie en la calle a partir de las tres de la tarde. Cientos de miles de personas se han ido de Mogadiscio para trasladarse a campamentos en las afueras. “No creo que pueda quedar nadie ya en la ciudad”, dijo el agobiado administrador de uno de esos campos de refugiados cuando hablamos con él.

 

 

El único sitio abarrotado en Mogadiscio es el hospital principal. En los primeros 10 minutos de nuestra visita llevaron a tres pacientes a urgencias, todos con heridas de bala o de metralla. En la zona de cuidados intensivos, las camas están llenas de heridos de guerra, y esos son los que tienen heridas tan graves que, si los mandan a casa, los envían a una muerte segura; a los demás les dan el alta porque no cabe más gente.

Abdul Aziz, un niño de cuatro años, sufrió una herida grave en el cráneo durante el bombardeo de la zona del norte de Mogadiscio en la que vive su familia. El hospital no contaba con nadie capacitado para operarle. Así que, en lugar de ello, le dieron a su padre una carta de aspecto oficial. Decía: “Esta herida necesita la atención de un neurocirujano, imposible de encontrar en estos momentos en Mogadiscio”. Llevaba 28 días esperando a que llegara alguna ayuda exterior.

Cuando pedimos permiso para visitar el frente, el ministro de Defensa de Somalia se mostró escéptico: “¿Han traído suficientes hombres?”. Pero aceptó acompañarnos y fuimos en dos jeeps y media docena de guardias.

El frente estaba señalado por una fila de sacos de arena verdes. El suelo estaba cubierto de proyectiles vacíos y casquillos de AK-47. Al otro lado, invisibles pero cerca, los combatientes del grupo rebelde Al-Shabab. Los insurgentes somalíes están rodeados de tanta mística como los talibanes en Afganistán. Ambos grupos emplean tácticas de guerrilla: incursiones en zonas del Gobierno y en puestos de control, operaciones concretas de grupos pequeños y atentados suicidas. Vimos muchas pruebas de ello y escasa presencia del Gobierno teórico de Somalia, el 14º del país desde 1991.

Oficialmente, las luchas en el país están relacionadas con el islam y la ideología, pero en realidad son también cuestión de dinero y de poder, y en eso nos recordaron a Afganistán. De vuelta en el Peace Hotel, vino a cenar con nosotros un amigo somalí. Nuestra conversación giró hacia la intervención de EE UU y lo que podía significar la llegada de tropas norteamericanas a Somalia. “Por supuesto que deben venir”, dijo, “necesitamos el dinero. Necesitamos los contratos”.

Las guerras que se libran en Somalia y Afganistán son difíciles y trágicas. Mogadiscio es un duro recordatorio de hasta qué punto puede empeorar todavía la situación en Kandahar. De hecho, la paranoia que ha invadido la ciudad en los últimos tiempos resulta incómodamente similar a lo que sentimos durante los pocos días que pasamos envueltos en chalecos antibalas en la capital de Somalia.

Por supuesto, hay pocos que hayan estado en las dos ciudades y puedan hacer la comparación. Una noche invitamos a un amigo que habíamos hecho en Mogadiscio a visitarnos en Kandahar. Su respuesta fue: “¿Visitaros en Afganistán? ¡Estáis locos! ¡Es demasiado peligroso!”.