Un hombre con sus dos hijos lleva dos sacos de trigo y ayuda proporcionado por el Programa Mundial de Alimentos en Kafr Batn, a las afueras de Damasco, Siria. (Amer Almohibany/AFP/Getty Images)
Un hombre con sus dos hijos lleva dos sacos de trigo y ayuda proporcionado por el Programa Mundial de Alimentos en Kafr Batn, a las afueras de Damasco, Siria. (Amer Almohibany/AFP/Getty Images)

Reducir la dimensión y el impacto de los conflictos y el sufrimiento de los seres humanos es posible dotando de coherencia la ayuda frente a la violencia.

El número de personas afectadas por las cerca de 40 crisis violentas (ALNAP) necesitadas de la ayuda humanitaria esencial ascendió en 2015 a más de 80 millones de personas (OCHA), una cifra no sólo preocupante sino intolerable. Preocupante porque consolida una tendencia de ascendencia geométrica desde inicios de este siglo (la cifra en 2007 fue de 30 millones) e intolerable porque a pesar de los avances tecnológicos, del enorme acceso a la información en tiempo real y la capacidad de análisis y previsión sobre los problemas que azotan al mundo, es decir, a pesar de ser conscientes y de disponer de los medios, los principales sujetos con capacidad y responsabilidad para actuar, los Estados, no están consiguiendo revertir, ni siquiera mitigar esta tragedia.

La respuesta a tal dimensión de sufrimiento es muy insuficiente, con 59 millones de personas (según datos de ACNUR) desplazadas de sus hogares y cerca de 800 millones afectadas por el hambre (de las cuales dos tercios habitan en contextos inestables). Esto debido a que el sistema humanitario mundial no llega a cubrir más que el 60% de las necesidades detectadas y tiene cada vez mayores problemas para responder. Además, sufre de una creciente dificultad para adecuar equipos, recursos y tácticas para acceder a las víctimas en un contexto de conflictos donde las partes reconocen cada vez menos una licencia para operar a los actores que libran la acción humanitaria.

Parece asumido por todos que una nueva forma de conflicto se ha instalado (y coge fuerza) en este tiempo, donde atentados como los de París, Ankara, Bruselas o Lahore son parte de un planteamiento que conjuga acciones terroristas con tácticas de guerra más convencionales.

Las nuevas guerras ya no tienen un marco geográfico como antaño. La movilidad de todo tipo de recursos, la nueva concepción de pertenencia a grupos que rompe con nacionalidades, ideologías, incluso grupos étnicos y familiares lleva a un despliegue de la violencia al centro de sociedades, a veces poco democráticas y desestructuradas, pero también bien articuladas por un fenómeno de bolsas de marginación y exclusión. Un fenómeno que abona el terreno para la adhesión de ciudadanos a movimientos radicales internacionales tras no ejercer este derecho de forma efectiva (en los planos social y económico además del político). Ya somos plenamente conscientes de que las batallas no se libran sólo en las lejanas montañas de Yemen o en las ciudades de Siria.

La violencia en los conflictos es engendrada por un cóctel en el que los elementos clave son la marginación, la inequidad y la vulnerabilidad extrema, que lleva a poblaciones a la desesperanza de poder asegurar el acceso a sus derechos básicos de forma digna y sostenible, entre ellos su seguridad. En situaciones tan dramáticas solo queda optar por la huida o quedar a merced de actores que utilizan los recursos sin prejuicio ninguno para el proselitismo, sojuzgando a diario a la población y haciendo demasiado tentadora la adhesión de grupos (particularmente jóvenes) en acciones violentas y/o ilícitas, explotando la vulnerabilidad y desamparo de poblaciones enteras.

Desde hace cerca de un decenio la comunidad internacional se ha involucrado en el llamado enfoque integrado de gestión de crisis, consistente en la articulación conjunta de estrategias, recursos, tácticas y actores en los campos de la cooperación política, seguridad y ayuda.

Este enfoque combinado de medidas políticas (estabilización), militares (seguridad) y sociales (ayuda en primera instancia, desarrollo en tanto en cuanto posible) ha sido un mantra desde hace ya una década, cuando el Departamento de Estado de EE UU propuso su famoso enfoque de las tres Ds (Democracia, Defensa y Desarrollo) para acometer un problema multicausal o multifacético como la violencia.

La realidad es que la aplicación de las tres Ds no ha sido suficientemente coherente ni coordinada, llevando más bien a una utilización de la D de desarrollo (y de la ayuda humanitaria como parte de la respuesta en el acceso a servicios esenciales) como medida de escolta para mejorar la percepción de las intervenciones en otros ámbitos menos amables. Como remedo ante la falta de planteamientos sólidos en materia de estabilización política (por falta de interlocución política o de una agenda sostenida y concertada) o simplemente, a veces, ha sido ninguneado y agredido por actuaciones militares que han obviado el respeto básico al Derecho Internacional Humanitario. Actuaciones ejecutadas por actores que a su vez promueven la ayuda humanitaria como una de las herramientas de gestión de crisis, con bombardeos de hospitales y centros sanitarios como el de Kunduz en Afganistán.

Al final, ni las intervenciones militares han sido más aceptadas por poblaciones y actores concernidos, ni las medidas de refuerzo de la democracia y la gobernanza han sido facilitadas por la contribución de programas de ayuda humanitaria. En gran medida debido a la falta de un enfoque realmente complementario y coherente, fruto de un diálogo simétrico entre estos tres ámbitos y sin embargo la utilización, a veces brutal, incluso torpe, de recursos humanitarios (humanos y financieros). Utilización siempre atractiva debido al importante alcance operativo de algunos actores humanitarios en zonas críticas.

Se han utilizado medios y herramientas inadecuados y de forma poco coordinada para gestionar las crisis, ayudando por el contrario a cuestionar la aceptación de la ayuda por, cada vez más, grupos involucrados en la violencia.

Ecuador. Lys Arango/Acción contra el Hambre
Ecuador. Lys Arango/Acción contra el Hambre

Recetas aplicables a España y otros Estados del entorno

Se hace necesario de forma urgente, el planteamiento de una política de gestión de crisis fruto de un diálogo coordinado entre las políticas de estabilización y cooperación política, seguridad y ayuda en el que las diferentes perspectivas, potencialidades y también limitaciones sean tenidas en cuenta de forma simétrica y respetuosa.

Es necesario integrar de forma complementaria los tres ejes en procesos de negociación como se intenta en el Grupo Internacional de Apoyo a Siria (ISSG en sus siglas en inglés), en el que cada uno de los ejes tiene sus tiempos y potencialidades pero también límites. Está bien que la ayuda humanitaria tenga un efecto positivo en el desbloqueo de negociaciones más duras en los ámbitos político y de seguridad pero no es aceptable (éticamente) ni relevante (estratégicamente) que la ayuda humanitaria sea condicionada al avance en esas materias. La Acción Humanitaria es una obligación universal para todos.

Debemos aprovechar la oportunidad de utilizar la diversidad de instrumentos de los que dispone el sistema internacional de forma inteligente y coherente, respetando la especificidad de cada uno con sus diferentes criterios, objetivos, recursos, así como los modos de operar a través de los actores y herramientas propios de cada ámbito. Una diversidad más adaptada a un paisaje de crisis fragmentadas, volátiles en las que la agilidad y la versatilidad de las diferentes respuestas se contrapone a formas de operar de mandos unificados, doctrinas uniformes que no se corresponden con la realidad.

Hasta ahora, cada crisis ha suscitado una dinámica ad hoc en la que se han tratado crisis ya en su fase aguda, con enorme esfuerzo, pero normalmente de forma tardía y muy limitada por no disponer de los instrumentos financieros y operativos y sobre todo, sin contar con un marco de diálogo y atribución de competencias rodada y fluida. El enorme reto que tenemos ante nosotros exige una preparación sólida y profesionalizada, bien articulada e integradora de todas las competencias de que disponen sociedades tan complejas y ricas como la nuestra para responder de forma creíble y consistente a ellos.

5 medidas para implementar este enfoque de forma estratégica y sostenible

Establecer un marco conceptual claro y coherente, a través de una política de gestión de crisis que centre el objetivo en esta materia de forma pluridisciplinar, que federe los diferentes ámbitos de competencia del Estado y que dote de un marco de criterios y normas la acción del mismo.

Implantar un marco organizativo sólido, estableciendo una unidad con carácter permanente, multidisciplinar, integrando las competencias en materia de asuntos exteriores, cooperación (particularmente ayuda humanitaria), seguridad nacional, interior, seguridad sanitaria, infraestructuras públicas, administraciones y presupuesto públicos (hacienda). Este equipo estaría formado por miembros activos de los diferentes organismos de la administración pública, reforzado puntualmente por miembros de organismos y centros de diferente naturaleza tales como centros de pensamiento, institutos de investigación, organizaciones operativas de naturaleza pública o privada y de ámbito nacional o internacional para aporte de insumos complementarios y especializados de alto valor añadido.

Impulsar una dinámica de análisis y seguimiento periódico (monitoreo preventivo) de crisis desde su estadio preliminar para capitalizar conocimiento y poner en marcha medidas preventivas antes de su eclosión o escalada.

Habilitar herramientas (instrumentos de asignación de recursos, contratación de servicios) y dotar de recursos adecuados (equipos especializados, presupuestos adecuados) para la respuesta en cada uno de estos ámbitos.

Respaldar a esta política de un liderazgo potente y dotado de la perspectiva necesaria para dotar de coherencia a las distintas visiones y dinámicas particulares de cada ámbito.

Es este un esfuerzo que merece la pena y que algunos Estados ya han empezado a poner en marcha con la creación de unidades de gestión de crisis multidisciplinares permanentes con mejor y peor enfoque y resultado. No debe ser visto como un coste sino una inversión vital para reducir la dimensión e impacto de las crisis violentas y, sobre todo, el sufrimiento de seres humanos.