Y gracias por leerme.

 

El director de Foreign Policy tiene que ser ciudadano de Estados Unidos? Ésa fue mi primera pregunta cuando, a mediados de 1996, me enteré de que el Carnegie Endowment for International Peace, la fundación propietaria de la revista, buscaba nuevo director. Tal vez existía una norma escrita o no escrita que reservaba el puesto para estadounidenses. Al fin y al cabo, en la mayoría de los demás países sería difícil, si no imposible, que un extranjero dirigiera una publicación tan prestigiosa como FP. Sin embargo, en este caso no: resultó que mi nacionalidad no era ningún problema. Pude presentar mi candidatura y, para mi sorpresa, me dieron el puesto; un puesto que ahora, después de 14 años, he decidido dejar.

Mi nombramiento como director fue el primero de varios improbables acontecimientos en la vida de la revista durante este periodo. Lo más sorprendente es que FP siga no sólo con vida, sino en magnífica situación (en 2009, cerraron 428 revistas en Estados Unidos). Al principio hubo muchas dudas sobre si era deseable que Foreign Policy pasara de ser una publicación especializada a ser una revista en papel satinado, destinada no solo a los líderes mundiales, sino también a un público más amplio. A pesar de este escepticismo yo estaba convencido de que FP podía atraer a un grupo cada vez mayor de lectores interesados en la política y en la economía internacionales. Esos nuevos lectores no eran especialistas y no les importaban las minucias, los acrónimos y los frecuentemente aburridos debates que copan las revistas destinadas a los expertos. Los lectores que yo tenía en mente querían –y necesitaban– saber cosas del mundo, cómo estaba cambiando y de qué forma esos cambios, a menudo increíblemente abstractos y en apariencia remotos, iban a afectarles a ellos, sus empresas y sus países.

Para atraer a estos lectores bien informados y llenos de curiosidad intelectual, pero con poco tiempo y con aun menor paciencia para disquisiciones académicas, teníamos que transformar la revista. Y así lo hicimos, para horror de algunos de nuestros lectores tradicionales. Aún recuerdo una agitada reunión en la que un famoso experto en relaciones internacionales aseguró que nuestros planes iban a estropear FP: “Perderéis a los lectores tradicionales de la revista y, cuando os deis cuenta de que los nuevos lectores no existen más que en vuestra imaginación, será demasiado tarde para recuperarlos”.

Pese a ello, decidimos ir adelante. Cambiamos el formato, empleamos un estilo de edición más irreverente, nos obsesionamos con sorprender a los lectores ofreciéndoles puntos de vista serios y respetables pero en choque con las ideas más aceptadas, introdujimos fotografías, ilustraciones memorables y nuevas secciones, y persuadimos a los pensadores más originales para que escribieran en FP, en nuestro estilo. Todo esto para atraer a lectores inteligentes, impacientes, escasos de tiempo y saturados de información pero ávidos de textos que los ayudaran a interpretar los cambios del mundo. Aumentamos la frecuencia de publicación, lanzamos ediciones en otros idiomas, desarrollamos una actividad en foros y conferencias y, por supuesto, pusimos en marcha foreignpolicy.com.

Salió bien. FP ganó en difusión, anunciantes y prestigio global. Ha obtenido los máximos premios del sector, incluyendo, tres veces, el National Magazine Award, el reconocimiento más prestigioso del mundo editorial estadounidense. Por supuesto, estos logros son reflejo del talento y el esfuerzo de un equipo de editores, redactores y diseñadores gráficos que hicieron muchas cosas bien durante 14 años.

Hace casi dos años llegó otra gran sorpresa: The Washington Post compró FP al Carnegie Endowment. Una vez más, se trató de una decisión que iba en contra de las tendencias dominantes. Mientras las revistas estaban cerrando o reduciéndose en todas partes, FP iba a crecer. Aunque la fe en los medios impresos estaba disminuyendo, nuestros nuevos dueños estaban dispuestos a apostar por la publicación. Pese a que los analistas del sector afirmaban que, para sobrevivir, los periódicos y revistas debían convertirse en entidades sin ánimo de lucro subvencionadas por fundaciones o filántropos, Foreign Policy había pasado de manos de un think-tank a una empresa comercial que cotizaba en bolsa.

Este inesperado paso también ha sido muy beneficioso para FP y sus lectores. Hoy contamos con el apoyo de una de las empresas de medios de comunicación más respetadas del mundo. Nuestra integración con el Slate Group –también propiedad de The Washington Post Company– nos permitió aprovechar la experiencia digital de quienes fueron pioneros en las revistas en Internet. La directora ejecutiva de FP, Susan Glasser, que va a ser mi sucesora, ha encabezado el esfuerzo que ha hecho de foreignpolicy.com una página web indispensable para millones de personas en todo el mundo. Y, como en años anteriores, FP sigue ganando National Magazine Awards.  Estoy seguro de que, con la dirección de Susan y el resto del equipo, FP continuará en esta trayectoria.  Producir una revista excelente ya es algo profundamente arraigado en la cultura organizativa de Foreign Policy.

Esta convicción facilita enormemente mi decisión de dejar FP. Sé que la revista queda en buenas manos y que seguirá atrayendo a lectores y a grandes autores, publicando un producto atractivo y elegante, triunfando en Internet y sorprendiendo a todos con la inteligencia y originalidad de su contenido.

Dirigir Foreign Policy es el mejor trabajo que he tenido. Tuve la suerte de desempeñarlo durante un periodo de inmensos cambios que sorprendieron a los entendidos, asombraron a los expertos y confundieron a los gobernantes. Tratar de comprender todo eso y explicarlo a nuestros lectores, con la ayuda de algunas de las mejores mentes del mundo y de un brillante grupo de colegas, fue un privilegio extraordinario. Desde mi puesto en FP, vi cómo las exportaciones de China crecieron nueve veces con respecto a su volumen en 1996, un año en el que la economía de India era tres veces menor que hoy. Presencié cómo unos rebeldes desconocidos, los talibanes, llegaban al poder en Afganistán, caían derrotados, se recuperaban, y hoy parecen estar de nuevo a la defensiva. Ya en 1997 hablamos sobre Al Qaeda; en 2000 explicamos las motivaciones de los terroristas suicidas y previmos el colapso financiero de las empresas de Internet. Luego vinieron el 11-S, Afganistán, Irak y los atentados terroristas desde Bali hasta Madrid, para acabar con la crisis económica de 2008. Ha sido una educación extraordinaria. Aprendí cómo se malinterpretaban en Pekín las decisiones de Washington –y viceversa– y vi cómo las fuerzas económicas pueden arrasar con arraigadas tradiciones culturales o verse contenidas por el nacionalismo. Contemplé cómo se obtiene y se usa el poder, cómo se abusa de él, cómo se desperdicia, se pierde y, a veces, se recobra. Siempre intenté dar a nuestros lectores ejemplos concretos de cómo la globalización, los mercados y la democracia configuran el mundo, junto con fuerzas más siniestras, como las desigualdades económicas, la injusticia social y muchos otros problemas. Sobre todo, confirmé, una y otra vez, que no hay nada más poderoso que las ideas.

Ahora he decidido continuar con mi educación desde otra perspectiva. Voy a volver a mi antigua casa en el Carnegie Endowment, donde tendré el privilegio de reflexionar y escribir sobre estos mismos intereses sin la presión de los plazos de cierre ni las complejas exigencias a las que se enfrentan todos los directores de publicaciones. Tengo previsto escribir un libro –más de uno– sobre lo que he aprendido en FP. Y por supuesto voy a continuar con mi columna de todos los domingos.

Me voy de la revista con enorme gratitud hacia quienes hicieron de estos 14 años una fascinante aventura intelectual. Pero, sobre todo, me voy con enorme orgullo por lo que es hoy Foreign Policy, inmenso entusiasmo ante lo que va a ser y una gran curiosidad acerca de las fuerzas globales que moldean nuestras vidas. Muchas gracias por leerme.